jueves, 31 de enero de 2013

Le llamaban Carabolt

El caracol más rápido del mundo era capaz de correr los 100 milimetros en menos de 10 minutos. Algunos, de forma merecida, le llamaban CaraBolt, en referencia al corredor jamaicano. Bien, es cierto, esto me lo he inventado, pero diantres, era un juego de palabras que no podía dejar escapar. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. No era un caracol corriente, para nada. Su caparazón rehuía de las formas rechonchas y esféricas de sus compatriotas babosos, y conformaba un elipse aerodinámico que finalizaba en un perfecto borde afilado, capaz de cortar al aire como una espada de un auténtico Samurai. ¿Y qué pasa si te cortan con una espada de Samurai? Pues que exclamas, ¡Ai!, y te vas para el Samur. En fin, perdonad, otro juego de palabras totalmente prescindible. Sigamos.

Pues volviendo a CaraBolt, el caracol hijo del viento, hermano de la luz, padre del rayo, cabe resaltar que tenía un gran futuro por delante. En su ciudad natal, todos le conocían, todos le alababan. Era el orgullo, el ícono de un lugar de caracoles humildes. Cuando participaba en una carrera, las mozas del pueblo babeaban sin cesar al contemplar su estilizado caparazón. Pasó de ser el hijo de un simple caracol de montaña, a convertirse en la estrella de toda una nación de caracoles. El éxito, subió como la espuma; rápido, pero también incontrolable. Y aunque sus ventosas continuaban adheriéndose a cualquier pista de competición, poco a poco, su cabeza empezó a levitar demasiado; nuestro Carabolt, empezó a separar las ventosas del suelo, a sentirse más que el resto de Caracoles: anuncios, contratos multimillonarios, noches de descontrol y lechugas adulteradas conformaban un coctel demasiado peligroso, y que poco a poco fue consumiendo aquel joven caracol de orígenes humildes, de raíces sencillas. Y ante todo, de un futuro prometedor.

Corría entonces el año 1988, y las Olimpiadas de Seul estaban a la vuelta de la esquina; allí se reunieron los mejores atletas del mundo. Los escarabajos peloteros de la Unión Soviética, estandartes del futbol de calle; los insaciables insectos acuáticos norteamericanos, reyes indiscutibles de la piscina; los cienpiés marchistas, una especie siempre persistente; o las hormigas culturistas, entre ellas la bulgara, levantando pesos imposibles. Y entre tanto héroe, nuestro querido caracol: la estrella más solicitada de los juegos, el más aclamado.
Así, entre auténticos ídolos del deporte, fueron pasando los días de competición. Y llego el gran momento: los 100 milimetros lisos. En la parrilla, todos los caracoles fijaron bien sus ventosas al pavimento. El estadio enmudeció, el tiempo se congeló. Y entre la nada, entre el vacío, el juez dio finalmente el pistoletazo de salida. Explotó un rugido de la multitud, al instante que los caracoles comenzaron a deslizar sus babas a toda velocidad. Al cabo de solo 9 minutos y 79 segundos, nuestro héroe cruzó la meta entre gritos y aplausos; un record jamás visto. Se había escrito una nueva página en la historia olímpica. La barrera de los 10 minutos había sido aniquilada con contundencia y claridad.

Todos los periódicos se hicieron eco de la hazaña; decenas de marcas solicitaron la imagen de nuestro querido caracol, y el mundo, en definitiva, se rindió a sus pies. Pero como siempre se suele decir, todo lo que sube, baja. Y tres días después de la exhibición, el mundo quedó paralizado por una terrible noticia: el record de los 9 minutos y 79 segundos, era un espejismo, una mentira, una patraña. En el análisis de babas de la carrera, se habían descubierto restos de estanozocol, un pesticida de lechuga que era capaz de alterar físicamente a los caracoles para otorgar mayo rendimiento. A nuestro caracol, se le había caído la máscara; sus fans, la prensa, toda la opinión pública, quedó desengañada, triste, enfurismada.

Días después, el gran caracol, cayó en el olvido. Tanto, que seguramente nadie recuerda esta historia. Nadie. Nadie.


sábado, 5 de enero de 2013

Cebollín: el amigo que te hace llorar (Cap.1)

Era primavera, los pajaros voleteaban por el cielo azul, y un mantel de hojas cubría el precioso bosque donde se encontraba Villa Verduras, una pequeña aldea repleta de verduras, hortalizas y frutas del bosque. Al oeste, a pocos metros, en lo alto de la colina, la casa de la familia Cepa, papá y mamá cebolla, se llenaba de alegría, pues había nacido su primer hijo: Cebollín.

Aquella pequeña cebolla fue criada en un hogar rebosante de amor y valores; y poco a poco, fue recubriéndose de más y más capas, hasta que llegó el día que sus papás pensaron que estaba preparado para su primer día de colegio.

-Cebollín, hijo mío, ya estás preparado para ir a la escuela. ¡Cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer que eras un pequeño bulbo, y mírate, que cantidad de capas.- dijo entusiasmada mamá cebolla, ofreciéndole la mochila y acariciándole suavemente en la cabeza. -Hijo, -prosiguió su padre- todas las verduras del pueblo te esperan en la escuela. Nunca es fácil el primer día, pero eres todo un Cepa. ¡Haz que nos sintamos orgullosos de ti!- Cebollín permaneció callado, alzo la mirada, y regaló una tímida sonrisa a sus padres.

Aquella mañana las calles de Villa Verduras lucían un aspecto vigoroso, vivo y encantador. Los pequeños volvían a juntarse después de unas merecidas vacaciones, mientras los padres sonreían aliviados por el regreso escolar. Tomatito, el hijo de Tomato Rojas, saludaba efusivamente a su gran amigo Pimentín, hijo de la familia Umpimento, de origen italiano, pero asentados en el pueblo desde hacia varios años. Zanahorias, apios, patatas, puerros, y en definitiva, todas las verduras del pueblo circulaban por las calles camino a la escuela Maria del Brocoli, con más de cuarenta años a sus espaldas, y gran responsable de la educación de toda la villa, incluso más allá de las montañas -no era nada extraño encontrar alumnos que provenían de Ciudad Lenteja, o Villa Albahaca-.
Poco a poco se iba acercando la hora del inició del nuevo curso, y mamá Cepa, que había acompañado al pequeño Cebollín hasta la misma puerta de la clase, dejaba escapar sus últimas palabras, tiernas y abundantes de amor, como gran madre que se precie. En el momento que resonó por toda la villa la campana escolar, situada en la fachada verde de Maria del Brocolí, y gran pregonera del inicio de curso.

-Cariño, venga, entra para clase; después te vendré a buscar, ¿vale? - añadió mamá Cepa, al mismo tiempo que regalaba un cálido beso en la frente de Cebollín. -Sí, mamá, te quiero- añadió nuestra pequeña cebolla.

Al poco de unos minutos, la primera clase de parvulario estaba repleta. Cada alumno en su pupitre. Mientras, Doña Maria, profesora con más de veinte años de oficio, repasaba la asistencia y algunos datos más de cada uno de sus alumnos, y se disponía a dar la bienvenida al nuevo curso; miraba arriba, y resoplaba, sabía la importancia de su trabajo, tenía en sus manos el futuro de Villa Verduras; médicos, bomberos, panaderos, mecánicos, cocineros, dibujantes, obreros, quién sabe como evolucionarían aquellas pequeñas verduras todavía verdes y con un mundo por descubrir. Su función era labrarles un futuro, como profesionales, pero sobretodo como verduras.

-Bienvenidos a todos, soy Doña Maria, vuestra profesora durante todo el año. antes de comenzar, nos iremos presentando uno a uno, y espero que así, vayamos conociéndonos mejor.- expulsó finalmente la profesora, ansiosa por dejar atrás la primera toma de contacto.
Los pequeños se fueron presentando uno a uno; cada uno con su personalidad, unos muy tímidos, otros repletos de desparpajo:
-Me llamo Alcachofina, aunque me llaman Fina, y es mi primer año aquí.- dijo la pequeña alcachofa.
-Hola, buenos días a todos, soy Esparraguito...- añadió el bajito espárrago, al tiempo que pedía permiso para ir al lavabo para orinar.
-¿Que tal chicos? Soy Perejilo, ¡y espero hacer muchos amigos!- añadió un confiado y exultante perejil.
Las presentaciones siguieron su curso, hasta llegar a la última fila, donde tímido com siempre, le tocó el turno a nuestro querido Cebollín:
-Ho, hola. Soy Cebollín.- dijo con voz bajita y escondida -Gra, gracias.

Acabadas las presentaciones, la clase empezó, y Doña Maria enseñó sus conocimientos a los más pequeños durante la mañana. Entonces, pasadas unas horas, llegó la hora del recreo.

Un recreo esperado por todos los pequeños del colegio, pero que cambiaría la vida de Cebollín. ¿Qué pasaría? ¿Qué asombrosas circunstancias acecharían a nuestro pequeño? No te pierdas el segundo capítulo, que algún día escibiré, de Cebollín, el amigo que te hace llorar.