Tenía uno de los microondas más sofisticados; con numerosos programas preestablecidos de platos comunes, varias posiciones para descongelar, y otras tantas posibilidades que no hacían más que incrementar la admiración por aquel aparato de ondas electromagnéticas. La manipulación no era nada fácil, para que nos vamos a engañar. Un extenso cuadro de control ocupaba gran parte del frontal metálico, con botones, luces, y simbólicos dibujos tintados de azul. Pasé los primeros días leyendo el manual de instrucciones, de un grosor considerable y repleto de apartados para llegar a entender, en su justa medida, aquella máquina futurista. Recuerdo que me llamó la atención entre los programas predefinidos, la posibilidad de preparar pollo y disponerlo de nueve maneras diferentes. ¡Nueve maneras! Quedé totalmente colapsado, apostré el manual sobre la mesita de la cocina, y me ausenté para fumar un cigarrillo y aclarar ideas. Necesitaba reunir energías para la siguiente lectura. Al volver, continué asombrándome de aquel prodigio tecnológico. Tanto avance en una cajita tan pequeña, ¡y a mi plena disposición! Para calentar la leche existían, como no podía ser de otra manera, varios programas; pensaba que a partir de ese momento desayunar sería mucho más complicado que de costumbre, otro test que cambiaría el rumbo del día, un momento de difícil elección, como si dudase entre el cable rojo o azul. Pero al fin y al cabo, era el precio necesario por aprovecharme de las bondades de aquel artilugio divino. Calentar una pizza ya no era calentar una pizza. Era elegir, imaginar, decidirse por una base más quemada, un acabado uniforme, o un gratinado perfecto. Por momentos, sentía estar frente al cuadro de mandos más complejo del mundo culinario.
Pasaron los días y poco a poco fui asumiendo el control de aquel microondas. Después de leerme el manual por primera vez, estimé hacer una relectura. Como buen libro que se precie, aquella segunda visión me hizo descifrar nuevas alternativas, y aclarar otras tantas que habían quedado demasiado precoces. En concreto, el apartado de verduras, dio un vuelco inesperado. Las bases que hasta ese momento se sustentaban en mi mente, se hicieron añicos contra aquella segunda interpretación. ¡Estaba tan equivocado de los programas vegetarianos durante los primeros días! Por suerte, a partir de ese momento, pude aprovechar al máximo los programas y sus controles. Desde preparar cebollas, hasta dejar listas unas excelentes patatas. El panel del microondas estaba bajo mi control; cocinar, calentar, descongelar, gratinar, cualquier acto estaba perfectamente controlado. Además, pude acrecentar aún más la experiencia gracias a Internet. Me registré en varios foros de cocina, así como en la web oficial del producto, donde mensualmente se podían descargar, en formato PDF, nuevas recetas y trucos sorprendentes. Mi progresión personal en aquella etapa de mi vida es imposible entenderla sin la presencia del microondas. Pero desgraciadamente, también mi debacle, mi terrible desengaño, que llegaría poco más tarde.
Una tarde vinieron a casa algunos amigos; Rodolfo, Carmen, Mireia, y Sergio. Estuvimos charlando, tomando unas copas, y como la tarde lluviosa no acompañaba a salir, decidimos quedarnos en mi casa viendo unas películas. Hasta ahí todo sucedió felizmente. Pero Carmen, la inoportuna Carmen, sugirió hacer unas palomitas para acompañar las películas. ¡Claro! Exclamé, sin ningún tipo de dudas. La semana anterior había comprado tres paquetes de palomitas para microondas, y era un momento idóneo para fortalecer, aún más, la relación con mi pequeño generador de ondas electromagnéticas. Así que dispuse la bolsa dentro de él, y de repente, me quedé en blanco. ¿Que programa debía utilizar? No recordaba ningún apartado relacionado en el manual de instrucciones, y por más que miraba al panel de control, ningún dibujo se asemejaba a una bolsa de palomitas para microondas. Carmen, que además de inoportuna es una impaciente natural, se acercó a husmear en la cocina. ¡Ay, cómo eres, pon a calentar la bolsa y listo! Hasta mi microondas del Carrefour las hace bien. Me dijo riendo y espitosa. Empecé a ponerme nervioso, y no atinaba que hacer. La situación me superaba. ¡Seguro que había un programa para las palomitas! Pero no lograba ubicarlo. Carmen me miraba. ¡Maldita zorra, vete para el comedor con los demás!, pensé mientras le devolvía una tímida sonrisa. Así, en un acto de ansiedad, coloqué el programa para calentar leche durante varios minutos, y pulsé el botón de iniciar. La bolsa daba vueltas y más vueltas en el interior del aparato; pero ni se inmutaba. ¿Porqué no se hinchaba? ¿Porqué no empezaban a sonar aquellos pequeños estruendos de las palomitas? Después de cinco minutos tuve que suspender el programa. La bolsa estaba completamente chamuscada, pero el maíz seguía intacto. Desde el comedor preguntaban airadamente, esperando mi llegada triunfal con el bol repleto de palomitas. Pero no había manera. Intenté remediar aquel inicio lamentable insertando una segunda bolsa y cambiando de programa. Pero nuevamente no sirvió para nada. La bolsa se infló levemente, pero las palomitas en su interior permanecían inmóviles, contraídas bajo su caparazón. Solo me quedaba un paquete. Mis amigos se impacientaban. No entendían que pasaba, y me lanzaban frases que se clavaban en lo más profundo de mi corazón: ¡Tanto microondas y mira! ¡Da igual, déjalo, ya comeremos unas patatas chips, ¿tienes patatas?
Solo una bolsa. Una oportunidad. Un motivo para seguir con orgullo aquella relación electro-humana. Pensé profundamente. ¡Vamos, vamos! ¿Qué programa debe ser? Entonces se me encendió la luz. Aclaré la mente. ¡Claro!, sencillamente debía poner modo normal, la potencia que señalaban las instrucciones del reverso de la bolsa, y vigilar constantemente. Y así lo hice. Accioné el modo normal, potencia setecientos, y unos tres minutos. Entonces, esperé sin quitar ojo del interior del electrodoméstico. Al minuto, la bolsa comenzó a inflarse. Poco después, sonaron algunas palomitas al abrirse: pop, popop, pop