Entró en el hospital con la mano echa añicos; rota, destrozada, caída y arrugada. Con un fuerte color morado. Pero no era el primero. Minutos antes, un joven de 23 años, de facciones orientales, y con aparentes síntomas de dolor, había entrado en el mismo departamento de urgencias, curiosamente, con la mano derecha en estado similar. Pero la coincidencia no acababa aquí. Treinta minutos antes, una joven de 22 años, residente de una población próxima, llegaba al mismo departamento para solicitar ayuda; nuevamente, su mano, como en los casos anteriores, estaba totalmente desaliñada, con un fuerte color rojo, e incapaz de realizar movimientos por sí misma. Pero como las casualidades nunca vienen solas, veinte minutos después del primer chico citado, es decir, el último chico en entrar a urgencias, apareció un joven de 25 años y de nacionalidad francesa con los dedos de su mano derecha totalmente deformados a causa de la rotura de varios huesos y tendones. El departamento de urgencias de Rotorville no daba abasto.
El aluvión de casos seguía sucediéndose. Quince minutos más tarde del chico francés, el de los dedos deformados, aparecían cuatro jóvenes, que habían llegado en un taxi desde la universidad de Sorenson, situada en el pueblo vecino de Roterville, con sus manos derechas en similares condiciones, algunas más coloradas, hinchadas, o deformadas que otras, pero con claras similitudes. Pasaron apenas catorce minutos, y afloró un nuevo caso afín a los anteriores; una joven de 25 años, de casi metro ochenta de altura, se adentraba en los servicios de urgencias con lágrimas merodeando por su rostro y muecas de intenso dolor que deformaban sus pómulos como si los empujaran desde dentro de sus carnes. Tenía todos los huesos de la mano derecha descolocados, fuera de sí, sugiriendo posiciones imposibles; un dedo mirando hacia detrás, otro formando un zigzag, y los tres restantes acurrucados entre ellos, como si se hubiesen abrazado con todas las fuerzas.
El equipo médico no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Y es que durante toda la mañana, gotearon más y más casos. A las doce del mediodía se habían contabilizado cincuenta y tres afectados. Los médicos desconcertados preguntaba a los afectados para ver algo de luz en el origen de todas aquellas coincidencias tan truculentas. Pero era inútil, ninguno recordaba la razón, el momento, la situación, y todo el contexto relacionado con aquellas manos hinchadas, desaliñadas, rotas, y descompuestas. Era como si les hubiesen arrancado pequeño trozo de sus recuerdos; una burbuja en medio de un océano plagado de vivencias. Varios de los pacientes fueron sometidos a rigurosos análisis médicos; se barajaron el alcohol y las drogas, no tanto por la desgarradora apariencia de aquellas manos, sino por el hecho de qué no tuviesen el menor recuerdo de lo sucedido. Pero todos los resultados dieron negativo; si claro, algo de alcohol en la sangre, e incluso drogas por parte de dos pacientes, pero nada relevante. Los síntomas no tenían ningún tipo de relación. -¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- gritó un anciano desde la sala de espera, sosteniendo su bastón en alto, con el rostro rojo y repleto de sudor. La gente durante un suspiro se quedó mirando al anciano, pero después prosiguieron su espera con total normalidad; revistas en mano, y charlas acerca del tiempo y temas sin demasiado interés. A los pocos minutos, mientras el anciano continuaba realizando aspavientos, dos enfermeros se lo llevaron a los boxes de urgencias.
Margarita Truman, una de las enfermeras más longevas del lugar, comentaba con el resto del departamento que nunca había visto, en sus más de cuarenta años de profesión, un hecho similar. ¿Dónde y cómo se habían hecho aquellos jóvenes estos accidentes? Todos presentaban los daños focalizados en las manos, y todos, sin excepción, eran de una apariencia horrenda y desoladora.
A lo largo del día fueron surgiendo más y más casos; se llegaron a contabilizar hasta 64 casos. El hospital estaba desbordado. El tránsito de enfermeros y afectados era constante. La noticia empezó a extenderse como una mancha de aceite; en poco más de media hora llegaron los periodistas locales al hospital. La furgoneta de Rotorville Televisión, con su enorme logo en rojo, no hizo más que atraer a curiosos y personas sin demasiado que hacer; decenas de jubilados dejaron de lado las obras del parque Riverhood, para trasladarse a las medianías del hospital. Poco después, la furgoneta azul de Canal 7, canal republicano de la capital, se estacionó a pocos metros de la puerta de urgencias; privilegio que le otorga ser una de las televisiones más influyentes de la zona. Los flashes, micrófonos, y cámaras, empezaron a balancearse por todas las salas. Y poco a poco, pero sin pausa, llegaron más medios de comunicación al pequeño y concurrido hospital.
-¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- se escuchó nuevamente en la sala de espera. El silencio se hizo, como si alguien hubiese pulsado al botón de mute en el momento más álgido de una película. Nuevamente, el anciano había aparecido en la sala. -¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- reiteró. Reporteros, pacientes, trabajadores del hospital, y curiosos del lugar, quedaron paralizados observando al viejo, sin saber como reaccionar ni avanzar en tan disparatada situación. -¡Fue hace 40 años!, también en Rotorville- prosiguió el longevo hombre, aprovechando las miradas de atención de la multitud -Decenas de personas tuvieron los mismos síntomas, yo mismo acabé con la mano destrozada aquel 30 de Abril... uno de los días más negros que recuerdo. Pero misteriosamente, al día siguiente, nadie recordaba nada. ¡Nadie! Solo yo y Frankie, mi viejo amigo Frankie, mantuvimos vagos recuerdos de aquel hecho. Y lo sé, estoy convencido, que aquello no fue provocado por humanos, ni animales, ni ningún elemento de nuestro planeta. Fueron ellos, los extraterrestres. ¡Fueron los extraterrestres, y han regresado!-.
-Que mal rollo de abuelo- exclamó de uno de los curiosos. Hecho que provocó que el silencio se desplazara, y toda la multitud, ignorando al anciano, prosiguiese con sus preguntas, murmullos, flashes, y rutina del momento.
El día prosiguió con el mismo ajetreo hasta llegada la madrugada, donde no se contabilizó ningún caso más. Al día siguiente, nadie recordaba nada. El pueblo amaneció como siempre, y los jóvenes lisiados, tenían un popurrí de historias variadas para describir sus lesiones; me pillé con una puerta, fue jugando a la consola durante horas, o se me cayó la televisión encima mientras limpiaba en el comedor. Todo eran recuerdos erróneos, falsos. Ni siquiera constaban los hechos en las retransmisiones de Canal 7 o Rortoville Televisión del día anterior; ni en la memoria de los televidentes, ni en los archivos de los canales. Nadie, nadie, recordaba nada. Pero tampoco tenían ningún vacío, pues los recuerdos de aquel día, habían estado suplantados.
Bueno, nadie nadie, no. Hay alguien, un viejo loco, que aún guardaba un recuerdo blindado en su memoria. Aunque desgraciadamente, nadie le creía.