La puerta del autobús se abrió delante de ella. Amagó para entrar, pero prefirió dejar paso a aquella mujer de mediana edad que sustentaba entre sus brazos un caniche de desagradable refinamiento. Pensó, -ese caniche es para ir en taxi, no en transporte público.- Esperó a que la mujer, rebozada de maquillaje color jazmín, y un pequeño sombrero rojo purpurina, picara el billete y comenzaran a buscar asiento, mientras el can olisqueaba todo lo que podía. Al subir el escalón del autobús miró con una discreta sonrisa al conductor y le pidió un billete sencillo, enseñándole al mismo tiempo una moneda de dos euros. El conductor, miró de arriba a bajo a la joven Marisa, y sin demasiada simpatía, digamos, que con reconocible antipatía, rebufó, y le entregó con la mano derecha un billete sencillo, mientras insistentemente, abrió la otra mano reclamando su moneda, como quién no acaba de fiarse. Marisa estaba extrañada, y a la vez un tanto indignada. Pero como siempre, alargó su sonrisa, y le entregó el dinero, cogiendo el billete de transporte nada más pasar unos segundos. Se giró, picó el billete en la máquina situada al borde del conductor, y alzó la mirada buscando un asiento.
En ese preciso momento, se dio cuenta que todos los ocupantes de aquel autobús, la miraban. La observaban. No le quitaban ojo, pasando de la curiosidad, a la mala educación. Marisa, algo nerviosa, no quiso dar más importancia al asunto, y caminó hasta la parte posterior del autobús, donde quedaban libres tres asientos. Mientras caminaba, notaba como las miradas la seguían; no la dejaban respirar. Se clavaban en su figura, y no la soltaban bajo ningún concepto. Siguió caminando, y se sentó en uno de los tres asientos; el de la derecha concretamente. Allí, aspiró profundamente con la mirada perdida en el techo del autobús, por momentos no quería soltar el aire de sus pulmones, aunque finalmente, lo dejó salir lentamente, sin demasiada convicción, intentando no llamar la atención. Pero cuando quiso volver a mirar a su entorno, se percató de que las miradas seguían clavadas en su persona. Nerviosa, comenzó a mirarse con disimulo; ¿Un botón desabrochado? ¿La falda ligeramente subida? No, efectivamente no tenía nada remarcable. Tampoco en su cara, como pudo asegurarse al destapar su pequeño espejo de maquillaje. Volvió a levantar la mirada; la mujer del caniche le observaba de reojo, incluso el ostentoso y repipi perro parecía no quitarle el ojo; delante, a la derecha, un hombre mayor, repleto de pelos en las orejas, con las cejas pobladas completamente, y una mirada hundida y cansada, también la miraba fijamente, sin quitarle ojo. Y sonreía, de vez en cuando, sonreía. Diferente a una pareja latina, situada en la parte izquierda, cerca del conductor, que miraba a la joven Marisa de forma aleatoria; primero uno, después el otro, y cuando las miradas se perdían a la vez, no había descanso, pues el jovencito sentado a dos asientos de Marisa, se unía al acoso con una mirada penetrante. A través del espejo retrovisor, también el conductor ojeaba a la joven cuando la ocasión le dejaba; en los semáforos, pasos de peatones, o en momentos de carretera despejada.
Marisa no lo acababa de entender, y cada vez más nerviosa y angustiada, optó, como se hace en estos casos, por ignorar. Se centró en disfrutar de su libro de bolsillo, varios relatos de Cortázar, y una preciosa pluma para realizar anotaciones, tantas como podría haber realizado de esa experiencia.
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