El oleaje rugía con fuerza, mientras el cielo, tímido y distante, observaba. Aquel viejo capitán, situado en lo alto del acantilado, con la piel agrietada y la mirada cansada, abrazado a sus recuerdos, sonreía tiernamente. Siempre estuvo junto aquel mar; el pacto de respeto entre ambos había perdurado todos aquellos años que alcanzaban en su memoria. En aquel lugar, vio nacer su primer amanecer, escuchó la voz de las caracolas fundiéndolas a su oreja, padeció su primer desamor, encontró los labios del amor de su vida, y una vez sin nada y sin nadie, pasó horas y horas recibiendo su compañía, su caluroso abrazo.
Ahora, solo pensaba en devolverle todo lo que le dio. Acabar donde empezó todo. Con los brazos bien abiertos, se fundió en un abrazo; el olaje se calmó, se lo llevó bien adentro, lo recogió entre sus brazos, y le besó.
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