Sé que no existen los gatos azules ni los ratones rojos. Pero seguía buscando. Un día intenté viajar a un país inexistente, en un avión de cuatro alas que nunca despegó, tal vez, porque me lo inventé; pero allí estuve, más de diez días malviviendo en el aeropuerto, esperando, hasta que fatigado, medité retomar el camino a casa. Pero no quise volver a mi menguado piso, donde cada día que pasa todo parece más pequeño y desdeñado. Así que tracé en mi mente una nueva casa con grandes ventanales, tejas rojas y amplias habitaciones. Estaba apenas a cincuenta metros del mar, donde el oleaje susurraba con delicadeza. Por esta razón, después de cinco días caminando, llegué a la costa y la busqué. De norte a sur, y de sur a norte, con los pies desnudos y los pantalones remangados, pisaba la arena húmeda y salada; pero nunca acerté con ella. Aprovechando que me hallaba en aquel lugar tan mágico, repleto de grandes historias y las más gloriosas epopeyas, tomé la decisión de tumbarme en la orilla, con el agua del mar oscilando hasta mis tobillos. Y soñé. Imaginé. Viajé. Surgieron en mi mente pequeños hombrecillos de color melocotón, de pieles satinadas y resbaladizas -que contradicción-, alados y con pequeñas aletas en las espaldas; brincaban por el mar y se sostenían en el aire, mientras susurraban pequeñas sintonías que empujaban las olas hasta las rocas. En el cielo varias nubes se reconvertían en formas fácilmente reconocibles, e interactuaban entre ellas; una nube se afianzaba en un botijo, y fue tal la recreación, que comenzó a echar agua de su orificio, una cascada que se deslizó por el aire templado y llano, hasta chocar contra unas inmensas rocas repletas de cangrejos amarillos, deslumbrantes y resplandecientes, que se zambullían en el agua e iluminaban las profundidades, como las faros han guiado durante tantos años a los navegantes más intrépidos.
De repente abrí los ojos. Otra vez ilusiones, otra vez una mentira. Seguía tumbado en la arena, sí, pero ni existían nubes con forma de botijo, ni cangrejos amarillos que iluminaban la oscuridad más profunda. Y por supuesto, no había ningún hombrecillo de color melocotón. Solo algunas colillas sobre la orilla, y una hilera de boyas balanceándose sobre el mar. Me levanté con dificultad, como si aún no hubiese despertado del todo, y tomé la decisión de volver a casa, a la de verdad, la que es un mero contenedor de supervivencia, de complacencia. Notaba que me costaba caminar. Mis músculos no respondían, se mostraban rebeldes con mi mente. Si pretendía dar un paso, estos se paralizaban, se enfadaban y hacían caso omiso. De repente, comenzaron a zarandearme. Y sin darme cuenta, estaba boca abajo y caminando con mis brazos. Estos daban enormes brincos, tanto que parecía que levitase todo mi cuerpo en el aire; me estaba desplazando velozmente, pero con suavidad. Era algo inusual, pero satisfactorio. Avanzaba con largos saltos, y mi cuerpo parecía ligero como una pluma. Contra más alto me alzaba, más grácil notaba mi cuerpo y sus movimientos. Hasta que llegó un momento donde comencé a planear, a sentirme como un pájaro bailando junto al cielo y dejándose llevar por las corrientes de aire, ofreciendo su viaje a merced de la naturaleza. Me crucé entonces con calabazas aladas que aleteaban rápidamente, como colibríes, para reflotar aquel rechoncho cuerpo. También con un enorme campo de flores voladoras que se alzaban rotando sus pétalos como hélices de una helicóptero. Pero inesperadamente mis músculos volvieron a rebelarse. Regresaron a su forma inicial; me noté pesado y rígido, pero sobretodo vulnerable. Caía en picado. Y de repente, abrí los ojos. Estaba en medio de un callejón, apoyado en una farola que daba sus últimos coletazos, parpadeando intensamente y a punto de fallecer. Delante mío, al otro lado de la calle, un cubo de basura se balanceaba nervioso. De dentro apareció un delgado gato azul con un ratón rojo entre sus colmillos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario