Ya queda menos para que se presente el Papa con su papa-móvil por los pavimentos de Barcelona. La ciudad condal volverá a ser, para bien y para mal, foco de atención del país y del mundo; y como sucedió en los Juegos Olímpicos, en el Fòrum, o en otros eventos de tal calibre y repercusión, los sastres del ayuntamiento tendrán un arduo trabajo de confección, remiendos, y parches por colocar en una ciudad que se tapa y destapa a su merced, según requiere la ocasión.
Circulará el Papa sin atarse el cinturón por las calles de la ciudad. Como un emperador en la cima, moverá sus brazos torpemente para el deleite de sus súbditos. Regalará maliciosas sonrisas y oraciones, y concederá paz y amor para aquellos que se abstienen a tolerar, entre otros tantos, que solo pretenden llenar sus dosis periódicas de cotilleos y morbosidad. No necesitará respetar ni semáforos ni peatones, y podrá reposar allá donde le plazca, sin pensar que es carril bus o zona azul. Eso sí, rodará el papa-móvil con ritmo angelical por el gris asfalto, marcha imperiosa y triunfante, por una calle despejada de los estúpidos coches sin privilegios, aquellos de los trabajadores del día a día, de los que pagan impuestos y multas, si no se portan demasiado bien.
Vía libre al Papa y su ejército Papal. Si se tiene que movilizar media ciudad, se moviliza. Si hay que gastarse una porción del presupuesto ciudadano, se gasta. Si hay que taparse los ojos delante los pecados de la iglesia, se tapan. Todo sea por la bendición y presencia de un Papa; orgullo de unos y vergüenza de otros.
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