Le apasionaba el cruasán de chocolate. Era capaz de comerse uno para el desayuno y otro para el café de mediodía. Y llegada la merienda, seguía disfrutando de su tercer cruasán de chocolate con la misma fascinación, inocencia y entusiasmo; como aquel niño que le entregan un caramelo después de una larga espera, y dibuja una sonrisa de oreja a oreja, mientras los ojos se iluminan con vivaces destellos conformando una pequeña constelación de felicidad y regocijo. Era su mayor placer, no había duda. Un ritual; mordisquear una pequeña extremidad, ver el chocolate desconfiado, escondido entre la masa de hojaldre, y como tímidamente se asomaba para revelar su dulce textura, desnudándose sin temor, y propiciar insinuante, un nuevo bocado, esta vez mezclando sabores, un baile en sus papilas gustativas, movimientos suaves, sensaciones intensas.
Precisaba Rosalía, amiga de la infancia y compañera de viaje desde entonces, que el noviazgo entre Marta y el cruasán de chocolate surgió en plena infancia, y la fidelidad entre uno y otro proseguía firme y sin grietas, como un mantel galvanizado y pleno de centelleos. Y no precisamente por falta de pretendientes, que Marta era una moza de muy buen ver. Pero ni las esponjosas ensaimadas, los quebradizos hojaldres, o las cremosas tartas de manzana, habían perturbado aquel lazo de adoración; Marta y su cruasán de chocolate eran dos incansables viajeros abnegados, que surcaban el mar y nunca desvanecían a las fuertes tempestades y los constantes azotes de olas guerreras, que enmascaraban cánones de belleza de reducida moralidad. No, aquella relación era inalterable; hasta el fin.
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