Nadaba en un mar de chocolate sin necesidad de mover sus brazos, de cerrar los ojos, y controlar su respiración. Viajaba con la boca abierta, degustando el dulce sabor del mar, viendo como se contorneaban los bancos de galletas, haciendo gala de las coreografías más dulces. Empezó a sumergirse en las profundidades, donde el chocolate cada vez se volvía más puro, y los habitantes del lugar formaban los contrastes más bellos; caramelos brillantes, como perlas, parecían desafiar al fondo espeso y oscuro. Los corales de nata, vainilla y fresa, ondeaban sinfónicamente mientras pequeños grumos flotaban con sutiles espasmos distanciándose de aquel suelo de azúcar glaseado y pequeños tropezones de trufas.
Una nuez salía de su cáscara y contemplaba como desfilaban bancos de frutas confitadas por la inmensidad del cielo chocolateado; minúsculas virutas de coco, almendra, y avellanas, rodeaban el mantel de caramelo, que se desplazaba orgánicamente como una nube de verano, buscando nuevos rincones para rebozar sus cuerpos con el suave satinado del negro intenso. En aquellas profundidades, había tanto por descubrir. Tartas de todos los sabores servían de refugio para las pequeñas cerezas rojizas; gusanos de nata bailaban con delicadeza, esquibando los campos de las quebradizas neulas, jugando y seduciendo, con inocencia y picardía. Mientras, aislado del bullicio, las ventosas de un calamar de tiramisú se alistaban entorno a un macizo bloque de turrón de almendras. Era su momento más dulce.
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