Carmen acabó de limpiar los platos. Después de un profundo suspiro agarró un trapo de cocina prácticamente blanco, excepto por la inscripción bordada en dorado con las siglas "P&C", y se secó las manos. Mientras frotaba sus agrietadas manos contra aquel tejido, observaba toda la cocina; los armarios, el fregadero, el mármol, el suelo, y de repente, cuando ya se disponía a marcharse de aquel lugar tan hostil como necesario para su día a día, se percató que al costado de la bandeja de la fruta, apenas con dos manzanas y una pera limonera, reposaba un bocadillo envuelto en papel de plata. Era el bocadillo que había preparado esa misma mañana para su hijo Jorge. -¡Ay la madre! Que el niño se ha dejado el bocadillo- exclamó, mientras frotaba con más fuerza sus manos contra el trapo. -Este niño cada día está más despistado, ¡cualquier día se olvida la cabeza!- rechistó hasta en tres ocasiones, mientras dejaba el trapo sobre el mármol, se quitaba el delantal, y se disponía a llamar por teléfono a su marido.
-¿Paquito? ¿Eres tú? Escucha Paquito; que el niño se ha dejado el bocadillo en casa, ya sabes que últimamente no sabe ni donde tiene la cabeza, total, que me he dado cuenta hace un momento, después de limpiar los platos y arreglar la cocina. Y claro, el niño ya debe estar en el cole, que entran a las ocho y ya son casi y diez... ¿Estás en el bar o dónde estás? Porque si estás en el bar, podrías subir un momento y llevarle el bocadillo, ¿no, Paquito? ¿Cómo? ¿Qué ya estás trabajando? Coño Paquito, una vez que trabajas a tu hora y tiene que ser hoy. Déjalo, pues nada déjalo. Ay la madre. Ya miro de llevárselo yo en un momento. ¡Si es que tengo que hacerlo todo!-
Carmen colgó bruscamente el teléfono. Se dirigió rápidamente al dormitorio y se cambió de zapatillas; dejó en un rincón las de estar por casa, y se puso las de salir a la calle, rojas y más coquetas. También hizo lo mismo con su bata de cuadros, la cual tendió con desidia sobre la cama, y se vistió con la de estampado de flores azul turquesa. Agarró las llaves en una mano y el bocadillo en la otra, y zarpó del piso dando un enorme portazo. Pensó que ahorraría tiempo si en lugar de utilizar el ascensor, bajaba rápidamente, dando ligeros saltos por las escaleras; y Carmen comenzó el descenso a base de brincos, como una cabra se aventura por el monte. Primero de dos en dos, después de tres en tres; con sus zapatillas amortiguando, y su bata ondeándose con dulzura y suavidad, una bata bien lavada y secada, esponjosa y con un ligero olor a lavanda. En el último tramo de escalera, Carmen enloqueció: saltó cinco peldaños del tirón. Al hacerlo, se sintió con más fuerza, como una paloma en libertad, o un delfín nadando en el inmenso océano. -Qué subidón- pensó Carmen. Comenzó a correr. Salió del edificio, cruzó la calle, giró la esquina, se cruzó con Pepita, la del cuarto, con Fermín, el de la carnicería, con Guadalupe, la cuidadora de Rúcula, la vecina del quinto con nombre de ensalada, pensaba siempre Carmen con el esbozo de una tímida sonrisa. Siguió corriendo. Como nunca había hecho. El colegio estaba apenas a unos cuatrocientos metros. Carmen pensó que si seguía así, en cinco minutos podría estar allí para darle el bocadillo a Jorge. Así que, corría y corría. Sus pasos eran firmes pero ligeros, rápidos y largos; su zancada se levantaba del suelo y su cuerpo se mantenía a flote por segundos; como si la gravedad se diluyese con el viento. La bata de flores parecía la capa de un superhéroe; y no era Batman, ni Superman: era Carmen, que debía entregar el bocadillo a su hijo lo antes posible. Era la única persona capaz de realizar la hazaña. Mientras iba pensando en ello, se sentía más y más orgullosa; plena de alegría, valorada, y capaz de cualquier cosa.
Llegó a la calle principal, repleta de coches, motos, camiones, y peatones esperando que el semáforo mostrara su verde resplandeciente. Pero Carmen, que venía repleta de sensaciones, como nunca antes había sentido, no quiso esperar. Comenzó a acelerar, consiguiendo zancadas aún más largas y rápidas. Y cuando su pie alcanzó la primera franja del paso de peatones, se catapultó por encima de todos los vehículos que pasaban por aquel tramo; cruzó la calle de un solo bote, enlairándose a diez metros del suelo, flotando como una nube, con su capa ondeando al viento, y una amplia sonrisa en su rostro. Aterrizó al otro lado de la calle con una pirueta magnífica e inverosímil; sus zapatillas rojas se estremecieron contra la acera, pero Carmen se incorporó velozmente y prosiguió su carrera. Caracoleó con movimientos precisos entre el denso bosque de personas que circulaban por la calle central, sin perder ni una pizca de aceleración, y divisó, a cien metros, el colegio de Jorge. Y siguió corriendo con el bocadillo en la mano, con la mirada fija, con sus zapatillas intactas, y una bata transfigurada en capa. Nadie osaba oponerse al propósito de aquella madre; héroe sin máscara, sin trampa ni cartón. En la lejanía, con el sol reluciente y cálido a media distancia, la silueta de Carmen era como la de un guepardo cruzando el desierto en solitario, con sus dulces movimientos, acariciando el suelo, bailando en veloz carrera, guiándose por su instinto. Llegó Carmen frente al colegio sin más oposición que la del propio tiempo, que se limitaba a seguir existiendo. Entonces, de repente, sin ningún tipo de declaración, la atenta madre y héroe, frenó. En seco, sin retroceso, sin gastar más energía de la necesaria. Completamente firme, con la espalda recta y la mirada afianzada en aquel edificio, agarró con fuerza la larga tira de su bata, y estiró con convicción, apretando la prenda holgada a su alrededor; el lado derecho hacia la izquierda, y el lado izquierdo hacia la derecha, haciendo posteriormente un nudo poderoso e invulnerable. Después, suspiró profundamente; como quién se desprende a través del mismo de todos sus miedos y preocupaciones. Avanzó hacia delante, esta vez caminando, paso a paso, pero con la misma convicción.
Carmen entró en el colegio. Habló con el conserje, y el conserje citó al director. El director, con un gesto apacible, asentó la cabeza y contestó al conserje, el conserje recorrió tres pasillos hasta llegar a la clase de Jorge, y el profesor de matemáticas, que en ese preciso momento estaba revisando los deberes del día anterior, hizo salir de clase a Jorge. Al cabo de unos minutos, Jorge apareció, con un ligero sonrojo, frente a su madre.
- Cariño, que te has dejado el bocadillo en casa- dijo Carmen, con alivio y distensión.
- Jo, mamá, que vergüenza, otro día no vengas, ya me hubiese comprado cualquier cosa. ¿De qué es?- contestó Jorge, cabizbajo y un tanto irritado.
- De mortadela.
- Buf, - resopló el niño- si sabes que no me gusta.
- Pues te lo comes, que soy tu madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario