El perro esperaba sentado. Por instantes, ladeaba levemente la cola. Aguardaba completamente desnudo, con un pelaje largo y suave, color ceniza y pequeñas lagunas de destellos dorados, que se incrementaban por la presencia del sol alegre y tenaz. En su cuello, se enroscaba un collar de color rojo viejo y agrietado. Nadie sabía cuánto llevaba en ese lugar, atado a una farola, en una pequeña plaza. Pero eran las nueve de la mañana, y los que pasaron una hora antes, decían que el perro ya estaba allí. Personas aparentemente ocupadas pasaban por delante suyo, lo miraban fugazmente, y se diluían poco después. El perro, miraba a todas y cada una de ellas, con admiración y devoción. Quince minutos antes de las nueve, decenas de niños que iban camino al colegio pasaron por delante; algunos le hablaban insistentemente, incluso querían tocarlo; era entonces cuando el canino movía su cola con mayor recorrido y velocidad, como un péndulo nervioso e infatigable. Las madres cogían del brazo a sus hijos para estirarles y alejarlos del animal, por si acaso, como se suele decir en estos casos.
A las diez, la plaza era prácticamente desierta, y el perro estiró todo su cuerpo sobre la arena. Con la mirada inocente, como quién no acaba de entender la situación, se centraba en observar algunas palomas que picoteaban el suelo, tragando poco más que arena, y muy de vez en cuando, alguna migaja de pan. Las palomas iban iendo escalonadamente; de hecho, no había mucho que llevarse al estómago en aquel suelo arenoso; únicamente pequeños restos de los bocadillos de los niños que una hora antes pasaron por allí. El sol cada vez era más antipático; golpeaba con fuerza y sin escrúpulos el suelo arenoso. El perro, con la lengua fuera, seca y porosa, extendía todo su cuerpo por la tierra ardiente, cansado y acalorado, sin fuerzas para curiosear a su alrededor, y los ojos entrecerrados. Solo en determinados momentos, se incorporaba impulsivamente, levantando su oreja derecha, al escuchar un sonido, que a primeras, le parecía familiar. Pero a los pocos segundos, su esperanza se diluía al constatar que solo se trataba de una persona más, un coche más, un golpe de bastón más, una puerta más, en aquel desconocido lugar.
Pasó la mañana. Pasó el mediodía. Pasó la tarde. Y llegó la noche. El perro, seguía allí. Fatigado, y con aparente desconcierto en su mirada. Observando de un lado para otro, atento a cualquier novedad, triste pero entero. Ni siquiera llegó a tensar su correa, sacando su lado más salvaje. No. Seguía con la esperanza de que tarde o temprano, su ángel vendría a rescatarle, despojándolo de aquel barrote de hierro, que justo a las diez de la noche, se iluminaba en el cielo despejado.
A medida que avanzaban las horas, y poco a poco fue entrando la madrugada, pequeños lloros fueron surcando por aquella noche calmada; a los llantos, les siguieron ligeros aullidos atemorizados, intermitentes y mudos por momentos. Aquella noche se encendieron las luces de los pisos cercanos a la plaza, algunas personas se asomaron por la ventana, y otras salieron al balcón para cotillear, pero sobretodo, gritar ferozmente al animal. El perro, viendo tanta atención a su alrededor, sacó fuerzas de donde no aparentaba; entonces, meneaba más intensamente la cola; aullaba, ladraba, y buscaba ilusionado entre la multitud que le observaba. Poco después, vio como unas personas de uniforme, le enlazaron el cuello con una especie de vara acabada en anillo, como le metieron en un pequeño habitáculo, y como a las pocas horas, volvió a sentirse entre barrotes. Pero esta vez, dentro de ellos. No había necesidad de correa.
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