lunes, 30 de agosto de 2010

Soledad compartida

Se despertó como cada día. Los ojos aún no eran capaces de abrirse. Miró el techo; se tambaleó y miró su mesita. Tumbado en el colchón de látex, de apenas un año de antigüedad, giraba y giraba de un lado para otro. Mesita, techo, ventana, puerta. Miraba todo lo que su perspectiva le dejaba. Sabía que tenía que levantarse y empezar el día. Pero hubiese preferido quedarse en la cama, y no por sueño, sino por desgana. Empezar otro día, pensaba. Él solo quería acabarlo, y volverse a estirar en aquella cama, navegando en sueños e ilusiones. Nada en la vida le aportaba más.

Se levantó. Después de cinco minutos remoloneando con la sábana y la manta. En la cocina, se preparó un café con leche muy cargado, de café, y unas tostadas de mantequilla y mermelada. Mermelada de frambuesa, como más le gustaba. En el comedor, se sentó en una silla, y dejó sobre la mesa su tazón cargado de café con leche junto a las tostadas. Se volvió a levantar y encendió el televisor. El mando a distancia estaba sobre el sofá. No dudó en cogerlo y llevárselo a la mesa, situándolo bien cerca del desayuno. Entonces se volvió a sentar en la silla. Agarró el tazón, miró al televisor, su mirada se perdió hacia el resto del salón; miró el sofá, el calendario, algún que otro cuadro, y las tres sillas restantes; entonces quiso compañía, y volvió su mirada hacia el telenoticias. Política, sociedad, economía, cultura, sucesos, deportes, y el tiempo; sol moderado durante todo el día, aunque por la tarde se irá nublando. Recogió la tazón, y limpió superficialmente la mesa.

Antes de pasar a ducharse, se preparó la ropa. Encima del mismo retrete, con la tapa bajada, lógicamente. El pronóstico del tiempo fue muy importante para su elección; ropa interior, calcetines finitos, unos jeans que parecían gastados, aunque realmente solo tenían dos meses, siguiendo la moda, vaya, una camiseta de color gris, sin ningún tipo de estampación, y más tarde, ya descolgaría alguna chaqueta de primavera del armario. De momento no necesitaba más.
El agua de la ducha abrazó todo su cuerpo. Durante momentos cerró los ojos, se destensó, se olvidó del resto del día; sus obligaciones, las pasadas y futuras frustraciones, los miedos ridículos que bailaban por su cabeza. Se quedó diez minutos bajo el intenso chorro. Poco a poco, fue volviendo en sí. Cerró el grifo de la ducha. Empapado, alargó la mano para recoger una toalla; tres toalleros en el cuarto, y solo necesitaba una. Qué cosas, pensó.

Eran ya las 8.25 horas cuando se dispuso a salir de casa. Justo en ese momento, reculó. Se olvidaba la chaquetilla, y aprovechando, se miró al espejo de la entrada, toqueteó su pelo, se recolocó la camiseta y pantalones, y se aseguró de que las zapatillas estuviesen bien atadas. Cerró la puerta con suavidad, pero sin decisión.
Mientras bajaba por el ascensor, pensó que escucharía un poco de música de camino al trabajo. En el fondo de su mochila estaba su pequeño reproductor, los auriculares, y como siempre, algunas migajas de pan; y es que por mucho que envuelvas los bocadillos con papel de plata, al final, como por arte de magia, siempre se deja caer alguna migaja. De hecho, pensaba que la vida era igual; por mucho que intentes proteger las cosas, tenerlas bien atadas, siempre acababa cayendo algo, siempre había el azar, lo imprevisible.

Al llegar al metro vio un gran número de gente nerviosa, con prisas, como si hubiese sonado un toque de queda y todos, apresurados, tuviesen que entrar rápidamente en el andén; ¿para protegerse? No, eso seguro que no. Fuera no había nada que tener miedo. De hecho, seguramente ahí dentro, en el metro, habían muchos más peligros. Un lugar repleto de seres humanos, hasta cierto punto deshumanizados. Miradas perdidas, nervios a flor de piel. Que curioso. Aunque bien pensado, en el exterior, para él no era tan diferente. Pero claro, como mínimo el espacio era más abierto que ahí abajo.
La gente empujaba para entrar al vagón; si les golpeabas, te miraban con desagrado, y tus disculpas posteriores no servían para nada. Si te golpeaban ellos, no te prestaban atención. Le habían pisado tantas veces entrando al vagón, y solo una vez recibió una disculpa, de un joven que al contrario del resto, no parecía tener tanta agonía, aunque inevitablemente se vio sumergido en la locura del resto, y sí, le pisó.
Dentro de aquel vagón iba pasando de canción en canción, esperando encontrar alguna que le hiciese abstraerse de todo. Miró el reproductor para asegurarse que aún le quedaba batería para rato; menos mal, pensó. Ojeaba el vagón, con la mirada perdida. La gente estaba igual que él. Tanta gente metida en un pequeño espacio, incluso rozándose con ellos, codeándose por un sitio, sintiendo el aliento de los demás en sus propias carnes. Y todos, estaban inmersos en su interior. Cientos de personas juntas en soledad. A veces, necesitaba complicidad. Y miraba algunas personas que le ofrecían sensaciones gratificantes. Aún recuerda aquella joven, que un día se sentó frente a él, con una cara pálida, y unos ojos inmensos; hubiese estado nadando durante horas dentro de aquellas pupilas brillantes y oscuras; aquella sonrisa tímida, pero sincera. Fue un destello en medio del profundo océano, un momento de complicidad entre los dos. Se preguntaba a veces, y si aquel día hubiese sido capaz de dirigirle una palabra a aquella joven; y si era una alma gemela, el amor de su vida; tal como él, necesitada de alguien y con la necesidad de compartir su sensibilidad, sus secretos, sus caricias, abrazos, y sonrisas. Pero todo quedó en una sonrisa mutua, y una mirada tímida, clavada en ambos, pero que se desvió de inseguridad en sí mismo.

Mirar hacia abajo. Al suelo, a la nada. Mirar hacia arriba. Al techo, a la nada. Así estaba prácticamente todo el vagón. Así se sentía la soledad de la multitud. Y volvió a cambiar de canción. Reproductores, libros, móviles, cualquier objeto era necesario para conseguir el aislamiento personal. En ese vagón, habrían tantas historias, tantas vidas semejantes, diferentes, difíciles, fáciles, tantos héroes, tantos villanos. Pero todas se quedaban dentro de ellos. Encerradas, con un cerrojo inquebrantable.
Se imaginaba, que de repente, todas aquellas personas explotaran; hablaran entre ellas, compartieran experiencias, se ayudaran mutuamente. ¿Qué podría haber hecho por aquella joven? Quizá estaba en un momento difícil, con aquellos ojos tímidos y húmedos, y con su sonrisa escueta pero sincera. Él tenía tanto que dar, y por tan poco; verla sonreír aún con más fuerza, ya hubiese bastado. Pero no se atrevió, como otras tantas veces. Bajó la mirada, porque él no era de mirar al techo, y observó la pequeña pantalla de su reproductor, y se puso a buscar otra canción para hacer tiempo mientras llegaba a su parada. Era la próxima, con una canción de tres minutos le bastaba. No necesitaba más.

viernes, 13 de agosto de 2010

Origen de los nombres (1)

Hace dos semanas me escribieron desde Wisconsin, un tal Eduard Spencer, para que me animara a realizar un estudio sobre el origen de los nombres. Obviamente, existen multitud de estudios sobre este campo, y gente que incluso cobra por ello, pero pensé, ¿Por qué no? Total, si tampoco tengo nada más que hacer. Así que me fui un día a la biblioteca, recordé que no había renovado mi carnet, y me volví para casa. Y nada, mientras comía una tajada de sandia, bebía algo de zumo de piña, y escuchaba el programa de deportes de la radio, me puse con mi exhaustiva búsqueda.

Primero miré el Facebook a ver si me habían escrito algo. Curiosidad únicamente. Y después me dije, ¿y qué nombres investigo? Así que cogí un grupo de estos de señoras del Facebook, anoté los nombres de varios de sus miembros, sumé algunos de mis contactos, y comencé mi exhaustivo análisis con dichas anotaciones.

Vaya, todo un profesional. En fin, no me entretengo más, aquí tenéis mi primer bloque:

Leopoldo:
Este nombre está datado del siglo XVI, y se debe a un joven vizcaíno que era un apasionado de la literatura de Poldorovski. Así, de tanto leerle, y a pesar de que su nombre real era Iñaki, sus amigos se empezaron a burlar de él porque siempre presumía de leer al escritor ruso. Y de su constante afirmación: "Leo" a "Poldorovski", le pusieron el mote "Leopoldorovski".
El problema es que era demasiado largo, y dicho de golpe, el mote perdía fuerza, así que pronto se quedó en "Leopoldo". Como muchos motes, con el tiempo se convirtió en nombre, y desde entonces, que aún perdura en otras personas que no tienen ni idea sobre la literatura de Poldorovski -ni falta que les hace-.

Sergio:
Empezó a utilizarse con la llegada de los romanos. Algunos, que se llamaban Gio, diminutivo de Giovanni, fueron preguntados por los españoles, y debido al poco conocimiento del idioma entre ambos, las conversaciones condujeron a este nombre:
Español: -¿Cómo te llamas?
Italiano: -Gio.
Español: -¡Sí, tú! quién sino...
Italiano: -Yo, ser Gio.
Español: -Ah, coño, Sergio, vale, oye, pues muy bien Sergio, encantado. ¿Qué vais a hacer con nuestras familias, Sergio?

Mario:
Proviene de "Marioneta". A los plebeyos que eran empleados a placer por sus señores, se les llamaba los marioneta. Con el tiempo, la palabra perdió el sufijo -neta y se quedó en los mario, y por lo tanto, el nombre de Mario se desvinculó. Actualmente se utiliza como nombre propio, sin ninguna similitud del significado origen.

Antonio:
La gente no lo sabe, pero este nombre es inglés. Data de las batallas de Inglaterra contra Dinamarca, y surge de los vigilantes de la torres de los castillos. Pues cada vez que veían un batallón en el horizonte, exclamaban: "An toon!!!" (un batallón). De ahí, que cuando llegaron algunos comerciantes españoles, y escuchaban el grito procedente de las torres, se giraban por si acaso, y respondían:
-¿Yo?

Con el paso del tiempo, a los españoles allí en la isla se les pasó a llamar "Antoon-yo", que evolucionó a "Antonio" entre los mismos ibéricos. Y como les gustó el nombre, lo trajeron en sus viajes de vuelta.

Noelia:
El nombre deriva de un problema de pronunciación. En una familia adinerada de Cuenca, un día la sirvienta recibió un golpe de una cacerola en toda la mandíbula, lo que le provocó perder casi todos los dientes, y por consecuente, la imposibilidad de decir algunas consonantes como "S" o "R".
Este hecho hizo que la dueña se mofara de ella constantemente, a lo que la sirvienta respondía entre sollozos: "¡No-e-lia!" (no se ría).
Con el paso de los años, la hija de la dueña, tuvo una niña, y en honor a la sirvienta, que siempre pensó que su madre la trataba demasiado mal con sus burlas, la llamó "Noelia".
Y el nombre aún perdura.

Loreto:
En el Madrid del siglo XVIII los hombres muy varoniles, machitos en el argot popular, estaban constantemente retándose. Se retaban por cualquier situación; por una copa de vino, o por una mujer. Por un trozo de jamón, o por un caballo. La cuestión era retarse. Un día, un tal Jalamino Fernández, que sufría de "rotacismo" -problema de pronunciación de la letra "r"-, retó a Jesús Gonzola para arrebatarle a su novia, una joven italiana de Florencia. Dado que además de "rotacismo", utilizaba el "loísmo", en aquel reto sus palabras, en alto, y frente a la plaza del pueblo, fueron:
-¡Lo reto! (con la "r" floja)
Todo el mundo en plaza al escuchar "Loreto", entendieron que ese era el nombre de la joven. Jalamino y Jesús murieron a causa del duelo, y a la joven, que quedó completamente sola, la llamaban como "Loreto", a raíz de aquel hecho.

Clara:
Los primeros nórdicos que llegaron a España, allá por el siglo XV, tenían unos nombres difícilmente pronunciables con el nivel existente por estos lares: Arnkatla, Asleif, Otkatla, Thorgrimr, etc. Y a las nórdicas, para simplificar, les llamaban como las Claras - la Clara, por su color de piel extremadamente blanco. De ahí, el nombre de Clara se reconoció como nombre propio, hasta ahora, que se utiliza de manera bastante común.

Rigoberto:
En un pequeño poblado de Toledo, vivía el rey Ricardo y su hijo Berto. El chico, era muy despistado y hacia todo de cualquier manera. Cuando el padre le mandaba a seleccionar pobres campesinos para robarles y secuestrarles a sus mujeres, el joven siempre se dejaba algo. Y el padre, enfadado le decía:
-¡Rigor Berto! ¡Más Rigor Berto!
Tanto los súbditos de palacio como los campesinos se reían de la humillación al chico, y empezaron a llamarle en la clandestinidad "rigorberto". Poco a poco, lo que era una burla, fue quedando como un nombre, y por motivos de evolución del propio nombre, la "r" desapareció, dando el resultado de "Rigoberto".

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Bien, y esto es todo por ahora. Querido Eduard Spencer, aquí tienes un listado de nombres y sus orígenes. Y a todos vosotros, espero que os haya servido para nutrir aún más vuestro nivel cultural. Hasta la próxima.

lunes, 9 de agosto de 2010

Feliciano Limas, el de las rimas

Ah, que gran época. Sí señor. A Enrique Torretas, el de Villabuena, le chiflaban las galletas. Felipe Constantino, se tumbaba cada mañana, con la mirada perdida, a la sombra de los pinos. También recuerdo que Javier Llorente, en la hora de la comida, quería que el vino estuviese bien caliente. Y por no hablar de Rodolfo Rebollo, que nunca comía carne, y si lo hacía, tenía que ser de pollo. Ay, madre mía, que recuerdos. Y allí, todos sentados en aquel jardín repleto de flores, árboles, pequeños riachuelos, y la gran fuente, con agua bien fresca y cristalina, ideal para refrescarse, como decía Cristina. ¿Y aquellos bancos? En aquellos bancos se vivían apasionantes viajes, la gente no necesitaba más que hablar, compartir, y sentirse volando por cualquier lugar. Aquellas conversaciones con Toño, los dos sentados, con hojas secas y rojizas vistiendo el suelo, en pleno otoño. Y aquellos paseos con Feliciano, con el solecito intenso y festivo, claro está, en verano. Aquel lugar si que era hermoso y profundo; nos cuidaban como las personas más afortunadas del mundo. Y que maravilla de personas, ¡Eran todas auténticas joyas! Jony el metralleta, vestido con aquel uniforme verde, como los soldados, y siempre con alguna rabieta. Todo lo contrario que el bueno de Hilario, bondadoso y dispuesto a todo, con la sonrisa de oreja a oreja, ¡Es que nadie podía tener ni una queja! Y la pequeña Gloria, siempre deseando ir al parque de atracciones, para montarse en la noria. Y Felipe Clarividentes, ¡qué don de gentes!

Cada uno con su rol, su mote, y su reputación. Y a pesar de todo, cada uno con su blanco camisón.

jueves, 5 de agosto de 2010

Dejar y encontrar

Carcajada tras carcajada, corría y corría por la carretera, desierta y repleta de grietas, agujeros, y cubierta por un mantel de arena. En el horizonte, no se observaba más que la nada, el cielo rojizo, y poco más. Ni las nubes querían acercarse por aquel lugar.

Él seguía corriendo, riendo, con los ojos fuera de sí. La cara inundada de lágrimas bajaban hasta toparse con su torso, visible a través de aquel jersey roto y desgarrado. Pero seguía corriendo. Con un zapato en un pie, y solo un calcetín en el otro. Gritaba, reía, lloraba. Corría, saltaba, se paraba. Se arrodillaba y sollozaba. Mientras, la carretera permanecía muda; era un decorado fantasma. Solo algunas ráfagas de aire removían aquel mantel arenoso. Ningún sonido, ningún pájaro dibujado en el cielo, ningún llanto, ninguna bocina; silencio. Un silencio incómodo y doloroso.

Pero él, volvía a correr. A saltar. A gritar, reír, llorar. El escenario era dantesco, sin final, una carretera infinita; no avanzaba, no había ningún sitio donde llegar. Solo quería seguir corriendo, perder todas sus fuerzas, derrumbarse en el suelo, mezclar sus lágrimas con la arena, sus heridas con aquella tierra que le vio nacer. Y morir. Morir como los suyos. Y caminar, correr, saltar, reír, y llorar, por otro camino. Junto a los suyos.