Cada uno con su rol, su mote, y su reputación. Y a pesar de todo, cada uno con su blanco camisón.
lunes, 9 de agosto de 2010
Feliciano Limas, el de las rimas
Ah, que gran época. Sí señor. A Enrique Torretas, el de Villabuena, le chiflaban las galletas. Felipe Constantino, se tumbaba cada mañana, con la mirada perdida, a la sombra de los pinos. También recuerdo que Javier Llorente, en la hora de la comida, quería que el vino estuviese bien caliente. Y por no hablar de Rodolfo Rebollo, que nunca comía carne, y si lo hacía, tenía que ser de pollo. Ay, madre mía, que recuerdos. Y allí, todos sentados en aquel jardín repleto de flores, árboles, pequeños riachuelos, y la gran fuente, con agua bien fresca y cristalina, ideal para refrescarse, como decía Cristina. ¿Y aquellos bancos? En aquellos bancos se vivían apasionantes viajes, la gente no necesitaba más que hablar, compartir, y sentirse volando por cualquier lugar. Aquellas conversaciones con Toño, los dos sentados, con hojas secas y rojizas vistiendo el suelo, en pleno otoño. Y aquellos paseos con Feliciano, con el solecito intenso y festivo, claro está, en verano. Aquel lugar si que era hermoso y profundo; nos cuidaban como las personas más afortunadas del mundo. Y que maravilla de personas, ¡Eran todas auténticas joyas! Jony el metralleta, vestido con aquel uniforme verde, como los soldados, y siempre con alguna rabieta. Todo lo contrario que el bueno de Hilario, bondadoso y dispuesto a todo, con la sonrisa de oreja a oreja, ¡Es que nadie podía tener ni una queja! Y la pequeña Gloria, siempre deseando ir al parque de atracciones, para montarse en la noria. Y Felipe Clarividentes, ¡qué don de gentes!
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