Carcajada tras carcajada, corría y corría por la carretera, desierta y repleta de grietas, agujeros, y cubierta por un mantel de arena. En el horizonte, no se observaba más que la nada, el cielo rojizo, y poco más. Ni las nubes querían acercarse por aquel lugar.
Él seguía corriendo, riendo, con los ojos fuera de sí. La cara inundada de lágrimas bajaban hasta toparse con su torso, visible a través de aquel jersey roto y desgarrado. Pero seguía corriendo. Con un zapato en un pie, y solo un calcetín en el otro. Gritaba, reía, lloraba. Corría, saltaba, se paraba. Se arrodillaba y sollozaba. Mientras, la carretera permanecía muda; era un decorado fantasma. Solo algunas ráfagas de aire removían aquel mantel arenoso. Ningún sonido, ningún pájaro dibujado en el cielo, ningún llanto, ninguna bocina; silencio. Un silencio incómodo y doloroso.
Pero él, volvía a correr. A saltar. A gritar, reír, llorar. El escenario era dantesco, sin final, una carretera infinita; no avanzaba, no había ningún sitio donde llegar. Solo quería seguir corriendo, perder todas sus fuerzas, derrumbarse en el suelo, mezclar sus lágrimas con la arena, sus heridas con aquella tierra que le vio nacer. Y morir. Morir como los suyos. Y caminar, correr, saltar, reír, y llorar, por otro camino. Junto a los suyos.
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