Se puso a escribir sin demasiada ambición; para estar entretenido, básicamente. Así, empezó a mirar su entorno. Buscaba una inspiración, algún tema que tratar. Suspendió la mirada durante unos minutos de izquierda a derecha, de arriba a bajo, pero no encontró nada que sugiriese una historia, una trama, ni siquiera algo reseñable. Realmente no estaba inspirado. Pero quería escribir.
Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.
El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.
Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.
Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.
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