En la casa de los Pés, Pepe era el papá de Pepito, y cuando encontraba un instante de soledad, se sentaba desahogado en su butaca, disfrutando de una buena pipa, inhalando humo, desplazando sus problemas, aplazando responsabilidades. A esto que llegaba Pepito, gritando y dando brincos, que si papá me he hecho pupa, que si papá me he hecho popó, que si papá que tengo pipi, y venga, el papá a aguantar todo el paripé. Que en esto que llega la Pepa, la mamá de Pepito, y el niño mimado deja a Pepe de lado, y ahora le toca a la Pepa. Pepa, Pepa, Pepa, que nunca le quiso llamar mamá, que si tengo pupa, popó, o pipi. Que niño más edulcorado, que niño más papanatas. En eso que llega el abuelo Papito, que al niño no le echéis la culpa, que la culpa es solo vuestra; que jamás he visto una manera más paupérrima de educar un niño que la realizada con Pepito. ¡Papá, por favor! Ahora será solo culpa nuestra, salta Pepe refunfuñando, harto de no poder disfrutar su pipa, y de aguantar los sermones de su papá. El niño mientras, a lo suyo, que tengo pupa, que tengo popó, que tengo pipi, que si papa, que si Pepa, que si Papito: pe, perepé, pe, parapá, aquí estoy yo, hacedme caso, que no pienso parar.
Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.
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