En mi pueblo yo soy el gran poeta, aquel que repudia el coche y usa bicicleta. Cuando la gente me mira hago vista perdida, me acaricio la barbilla, así quedo interesante, y nadie pilla mi mentira. Aguantando un libro deteriorado en mano, camino hacia el parque, observo las madres de buen ver, y me siento en el banco más cercano. Mirada puesta en el cielo, saco una pluma caligráfica y hago como que anoto, simulo haber encontrado una inspiración entre el alboroto. Suspiro, bajo la mirada, y empiezo la lectura; pero realmente no estoy leyendo, es todo tomadura. Pero las madres en mi ya se han fijado; este tipo no es rudo y basto como mi marido, seguro que es cariñoso, sensible, y amoroso, ¡Qué distinguido! Y yo mientras imagino, dibujo una sonrisa, miro a esas mujeres, suspiro y cruzo las piernas, todo paulatino. Ellas se apresuran con sus hijos y rehuyen miradas, pero es normal, están intimidadas. Entonces, vuelvo a mi barbilla, la acaricio sensualmente, estoy que me salgo, no soy un tipo corriente.
Las madres ya se han marchado, realmente las he impresionado. Cojo el libro viejo y camino con talante, manos en la espalda, mirada segura, siempre relevante. Ahora toca ruta por la calle, como gran poeta que indaga inspirarse, que anhela encontrar la llave. Descanso delante los aparadores, para crear tensión e incertidumbre, los comerciantes desde dentro arrinconan sus labores; ahora soy yo el foco de aquel instante, ha llegado el hombre más importante. Personas que se cruzan en el camino me saludan con admiración; les dedico un ligero gesto, poco más, hay que mantener la reputación.
Pasada la tarde, me sitúo en la plaza más concurrida, y con pausa y delicadeza extraigo mi reloj de bolsillo, mientras con la otra mano acaricio el cinturón, desplazo mi mano suavemente por la hebilla, y como no, acto seguido me sobo la barbilla. Ya me puedo ir para casa, ya he pasado el día, sigo siendo ese gran hombre, poeta inalcanzable de la muchedumbre.
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