Cada noche, antes de irse a dormir, Carmen limpiaba sus gafas, se levantaba apoyando sus débiles brazos, se acercaba, y contemplaba su particular museo de los recuerdos. Mirando uno a uno, dibujando minúsculas escenas, escuchaba las voces, rememoraba olores, sentía las caricias, los golpes, sonreía, dejaba deslizar pequeñas lágrimas por sus mejillas; su mente aleteaba deambulando por el pasado. Solo eran unos segundos, apenas un instante. Pero era un viaje ineludible antes de abrazar su almohada, y esperar. El reloj de cuerda de su padre, el tapete de la tía Eulalia, la figura de porcelana de Alfonsina, ya de un color mate y gastado, la foto de su hermana Encarna, sus tíos de Córdoba en el granero antes de recoger las aceitunas, el florero aquel que le entregó su abuelo repleto de amapolas, aquellas que su abuela era capaz de improvisar en reducidas muñecas, y más fotos, como quién no quiere olvidar, muchas más fotos. Poco a poco, su mente recoge las alas. Como un gorrión que necesita tomar tierra.
Quién sabe mañana, pero de momento, buenas noches.
No hay comentarios:
Publicar un comentario