¡Ah! De vuelta al supermercado. Hoy es Sábado, y son más o menos la 13 horas del mediodía. Me sumerjo otra vez en la aventura. Solo entrar, admiro como decenas de carritos de la compra se encuentran apilonados, algunos con el candado puesto, y otros simulando que lo llevan. Aún no encuentro el espacio para ubicar el mío. De repente, una señora mayor me aparta con el brazo. Me mira fijamente con perceptible enojo y desconfianza, y me señala su carro con un movimiento seco y brusco. Al final deduzco, después del enfrentamiento, que quiere llevárselo. ¡Perfecto! Ahí colocaré el mío. Esto es como un parking repleto: hay que esperar a que alguien se marche y retire su coche. Al cabo de unos segundos, la señora ya me ha dejado su sitio. Introduzco la moneda de cincuenta céntimos y aseguro mi carrito. Me dirijo a los carros de la compra del supermercado. Necesito uno o dos euros para liberar mi futuro contenedor de productos transportable; vaya, mi carro. No tengo suelto. Maldita sea, no tengo suelto.
He cometido mi primer error. Ahora tendré que pedir cambio a la cajera. Esto es empezar con mal pie; tendré que interrumpirla en medio de su trabajo -un sábado al mediodía-, me mirará con cara de odio y soltará un fuerte suspiro; seguramente no me dirigirá ni una palabra, pero su lenguaje no verbal será claro y conciso; cogerá mi moneda, y me tirará el cambio sobre la mesa; rápidamente, sin que le pueda dar las gracias, se girará y continuará su labor. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Además, ¿por qué soy tan negativo? A lo mejor me recibe con cordialidad, entiende mi situación igual que yo entiendo la suya, y no hay ningún problema. ¡Exacto! No tengo que pensar mal. Pues allá voy. Me dirijo a ella, y le pido cambio. Se gira y... me mira con cara de odio. Vaya, ya os podéis imaginar lo siguiente. Lo tengo claro: cuando más tarde tenga que pagar mi compra, intentaré no encontrarme con esta cajera. Porque una cosa está clara, mi rostro ya lo tiene en mente.
En fin, ya tengo mi carro. Allá voy. ¡Supermercado, aquí estoy! Ya estoy dentro. Es el momento de explorar, indagar por todos los rincones del recinto. Alojar todo tipo de productos innecesarios que nunca hubiese pensado que necesitaba, y olvidar algunos que eran de vital importancia. De la leche, pan, arroz, aceite, y sal, pasamos rápidamente a platos precocinados, tortillas preparadas, pizzas congeladas, y repostería industrial. ¡Si es que uno no aprende! Sigo dando vueltas. Creo que me dejo algo. Pero no acierto a saber el qué. Ya es tarde. Estoy en la zona de cajas, pero aún no me he posicionado detrás de ninguna fila. ¡Porque creo que me dejo algo! De repente, mientras sigo pensando, veo que se acerca una pareja con dos niños y un carro repleto. ¡Que digo repleto! ¡Más que repleto! Parece imposible que tal cantidad de productos quepan en ese carro; encajados entre sí, como si de un Tetris se tratara. Sin duda, son unos maestros ensamblando productos. Pero se dirigen a la fila de caja. ¿Qué puedo hacer? Si me coloco ahora en caja, ya no podré coger el producto que me falta, pero si no lo hago, me pasarán delante con las consecuencias que ello comporta. No hay vuelta atrás, hay que seguir, tengo que meterme en caja. No puedo esperar a ver que pasa. Es como en la guerra, tengo que seguir aunque otros hayan caído. Rápido, yo puedo llegar antes que ellos; yo soy uno, y ellos cuatro. Nuestras miradas se cruzan, saben que pienso situarme en la cola. Y lo hago. Estoy antes. Ellos me miran, y contornean la cabeza, diciéndose a si mismos que no puede ser. Les he pasado por delante.
Me siento satisfecho, realizado, tranquilo. Respiro profundamente. ¡Ah! Pero de golpe, una frase que procede de otra caja, hasta hace un momento vacía, altera mi gozoso estado: -¡Pueden pasar también por esta caja, ya está abierta!- Han abierto otra caja. ¿Qué hago? Sigo en mi fila, o me sitúo en la nueva. Es un momento tenso, si tardo mucho, irán otros; si me quedo, quizá pierda la oportunidad. Detrás de mi, la pareja con los niños hace el amago del primer paso. ¡No! Yo estaba antes. Voy para la caja recién abierta. Les adelanto. Pero justo cuando voy a llegar, tres personas se me colocan delante. ¿De dónde demonios han salido? ¡Estoy cuarto! Miro hacia atrás, quiero rectificar. Pero no puedo, la pareja con los niños, ya están en mi anterior sitio. Son los terceros de la fila. ¿Dios me ha castigado? No creo, Dios ni siquiera se atreve a asomar la cabeza en los supermercados. Es un terreno perdido. El supermercado ha sacado lo peor de mi, y he recibido el castigo. Pero bueno, lo hecho, hecho está. Miro hacia delante. Tengo tres personas, tres compras, tres obstáculos que ya no puedo sortear. Solo me queda esperar. Uno. Dos. Tres. Y miro a caja. Como no, es ella, la cajera del cambio, la que me tiró las monedas para el carro. Sonríe, y me mira. Su venganza está servida. Casi prefiero que no avance la fila. Casi lo prefiero.
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