Le apasionaba el cruasán de chocolate. Era capaz de comerse uno para el desayuno y otro para el café de mediodía. Y llegada la merienda, seguía disfrutando de su tercer cruasán de chocolate con la misma fascinación, inocencia y entusiasmo; como aquel niño que le entregan un caramelo después de una larga espera, y dibuja una sonrisa de oreja a oreja, mientras los ojos se iluminan con vivaces destellos conformando una pequeña constelación de felicidad y regocijo. Era su mayor placer, no había duda. Un ritual; mordisquear una pequeña extremidad, ver el chocolate desconfiado, escondido entre la masa de hojaldre, y como tímidamente se asomaba para revelar su dulce textura, desnudándose sin temor, y propiciar insinuante, un nuevo bocado, esta vez mezclando sabores, un baile en sus papilas gustativas, movimientos suaves, sensaciones intensas.
Precisaba Rosalía, amiga de la infancia y compañera de viaje desde entonces, que el noviazgo entre Marta y el cruasán de chocolate surgió en plena infancia, y la fidelidad entre uno y otro proseguía firme y sin grietas, como un mantel galvanizado y pleno de centelleos. Y no precisamente por falta de pretendientes, que Marta era una moza de muy buen ver. Pero ni las esponjosas ensaimadas, los quebradizos hojaldres, o las cremosas tartas de manzana, habían perturbado aquel lazo de adoración; Marta y su cruasán de chocolate eran dos incansables viajeros abnegados, que surcaban el mar y nunca desvanecían a las fuertes tempestades y los constantes azotes de olas guerreras, que enmascaraban cánones de belleza de reducida moralidad. No, aquella relación era inalterable; hasta el fin.
viernes, 22 de octubre de 2010
sábado, 16 de octubre de 2010
El bocadillo del niño
Carmen acabó de limpiar los platos. Después de un profundo suspiro agarró un trapo de cocina prácticamente blanco, excepto por la inscripción bordada en dorado con las siglas "P&C", y se secó las manos. Mientras frotaba sus agrietadas manos contra aquel tejido, observaba toda la cocina; los armarios, el fregadero, el mármol, el suelo, y de repente, cuando ya se disponía a marcharse de aquel lugar tan hostil como necesario para su día a día, se percató que al costado de la bandeja de la fruta, apenas con dos manzanas y una pera limonera, reposaba un bocadillo envuelto en papel de plata. Era el bocadillo que había preparado esa misma mañana para su hijo Jorge. -¡Ay la madre! Que el niño se ha dejado el bocadillo- exclamó, mientras frotaba con más fuerza sus manos contra el trapo. -Este niño cada día está más despistado, ¡cualquier día se olvida la cabeza!- rechistó hasta en tres ocasiones, mientras dejaba el trapo sobre el mármol, se quitaba el delantal, y se disponía a llamar por teléfono a su marido.
-¿Paquito? ¿Eres tú? Escucha Paquito; que el niño se ha dejado el bocadillo en casa, ya sabes que últimamente no sabe ni donde tiene la cabeza, total, que me he dado cuenta hace un momento, después de limpiar los platos y arreglar la cocina. Y claro, el niño ya debe estar en el cole, que entran a las ocho y ya son casi y diez... ¿Estás en el bar o dónde estás? Porque si estás en el bar, podrías subir un momento y llevarle el bocadillo, ¿no, Paquito? ¿Cómo? ¿Qué ya estás trabajando? Coño Paquito, una vez que trabajas a tu hora y tiene que ser hoy. Déjalo, pues nada déjalo. Ay la madre. Ya miro de llevárselo yo en un momento. ¡Si es que tengo que hacerlo todo!-
Carmen colgó bruscamente el teléfono. Se dirigió rápidamente al dormitorio y se cambió de zapatillas; dejó en un rincón las de estar por casa, y se puso las de salir a la calle, rojas y más coquetas. También hizo lo mismo con su bata de cuadros, la cual tendió con desidia sobre la cama, y se vistió con la de estampado de flores azul turquesa. Agarró las llaves en una mano y el bocadillo en la otra, y zarpó del piso dando un enorme portazo. Pensó que ahorraría tiempo si en lugar de utilizar el ascensor, bajaba rápidamente, dando ligeros saltos por las escaleras; y Carmen comenzó el descenso a base de brincos, como una cabra se aventura por el monte. Primero de dos en dos, después de tres en tres; con sus zapatillas amortiguando, y su bata ondeándose con dulzura y suavidad, una bata bien lavada y secada, esponjosa y con un ligero olor a lavanda. En el último tramo de escalera, Carmen enloqueció: saltó cinco peldaños del tirón. Al hacerlo, se sintió con más fuerza, como una paloma en libertad, o un delfín nadando en el inmenso océano. -Qué subidón- pensó Carmen. Comenzó a correr. Salió del edificio, cruzó la calle, giró la esquina, se cruzó con Pepita, la del cuarto, con Fermín, el de la carnicería, con Guadalupe, la cuidadora de Rúcula, la vecina del quinto con nombre de ensalada, pensaba siempre Carmen con el esbozo de una tímida sonrisa. Siguió corriendo. Como nunca había hecho. El colegio estaba apenas a unos cuatrocientos metros. Carmen pensó que si seguía así, en cinco minutos podría estar allí para darle el bocadillo a Jorge. Así que, corría y corría. Sus pasos eran firmes pero ligeros, rápidos y largos; su zancada se levantaba del suelo y su cuerpo se mantenía a flote por segundos; como si la gravedad se diluyese con el viento. La bata de flores parecía la capa de un superhéroe; y no era Batman, ni Superman: era Carmen, que debía entregar el bocadillo a su hijo lo antes posible. Era la única persona capaz de realizar la hazaña. Mientras iba pensando en ello, se sentía más y más orgullosa; plena de alegría, valorada, y capaz de cualquier cosa.
Llegó a la calle principal, repleta de coches, motos, camiones, y peatones esperando que el semáforo mostrara su verde resplandeciente. Pero Carmen, que venía repleta de sensaciones, como nunca antes había sentido, no quiso esperar. Comenzó a acelerar, consiguiendo zancadas aún más largas y rápidas. Y cuando su pie alcanzó la primera franja del paso de peatones, se catapultó por encima de todos los vehículos que pasaban por aquel tramo; cruzó la calle de un solo bote, enlairándose a diez metros del suelo, flotando como una nube, con su capa ondeando al viento, y una amplia sonrisa en su rostro. Aterrizó al otro lado de la calle con una pirueta magnífica e inverosímil; sus zapatillas rojas se estremecieron contra la acera, pero Carmen se incorporó velozmente y prosiguió su carrera. Caracoleó con movimientos precisos entre el denso bosque de personas que circulaban por la calle central, sin perder ni una pizca de aceleración, y divisó, a cien metros, el colegio de Jorge. Y siguió corriendo con el bocadillo en la mano, con la mirada fija, con sus zapatillas intactas, y una bata transfigurada en capa. Nadie osaba oponerse al propósito de aquella madre; héroe sin máscara, sin trampa ni cartón. En la lejanía, con el sol reluciente y cálido a media distancia, la silueta de Carmen era como la de un guepardo cruzando el desierto en solitario, con sus dulces movimientos, acariciando el suelo, bailando en veloz carrera, guiándose por su instinto. Llegó Carmen frente al colegio sin más oposición que la del propio tiempo, que se limitaba a seguir existiendo. Entonces, de repente, sin ningún tipo de declaración, la atenta madre y héroe, frenó. En seco, sin retroceso, sin gastar más energía de la necesaria. Completamente firme, con la espalda recta y la mirada afianzada en aquel edificio, agarró con fuerza la larga tira de su bata, y estiró con convicción, apretando la prenda holgada a su alrededor; el lado derecho hacia la izquierda, y el lado izquierdo hacia la derecha, haciendo posteriormente un nudo poderoso e invulnerable. Después, suspiró profundamente; como quién se desprende a través del mismo de todos sus miedos y preocupaciones. Avanzó hacia delante, esta vez caminando, paso a paso, pero con la misma convicción.
Carmen entró en el colegio. Habló con el conserje, y el conserje citó al director. El director, con un gesto apacible, asentó la cabeza y contestó al conserje, el conserje recorrió tres pasillos hasta llegar a la clase de Jorge, y el profesor de matemáticas, que en ese preciso momento estaba revisando los deberes del día anterior, hizo salir de clase a Jorge. Al cabo de unos minutos, Jorge apareció, con un ligero sonrojo, frente a su madre.
- Cariño, que te has dejado el bocadillo en casa- dijo Carmen, con alivio y distensión.
- Jo, mamá, que vergüenza, otro día no vengas, ya me hubiese comprado cualquier cosa. ¿De qué es?- contestó Jorge, cabizbajo y un tanto irritado.
- De mortadela.
- Buf, - resopló el niño- si sabes que no me gusta.
- Pues te lo comes, que soy tu madre.
-¿Paquito? ¿Eres tú? Escucha Paquito; que el niño se ha dejado el bocadillo en casa, ya sabes que últimamente no sabe ni donde tiene la cabeza, total, que me he dado cuenta hace un momento, después de limpiar los platos y arreglar la cocina. Y claro, el niño ya debe estar en el cole, que entran a las ocho y ya son casi y diez... ¿Estás en el bar o dónde estás? Porque si estás en el bar, podrías subir un momento y llevarle el bocadillo, ¿no, Paquito? ¿Cómo? ¿Qué ya estás trabajando? Coño Paquito, una vez que trabajas a tu hora y tiene que ser hoy. Déjalo, pues nada déjalo. Ay la madre. Ya miro de llevárselo yo en un momento. ¡Si es que tengo que hacerlo todo!-
Carmen colgó bruscamente el teléfono. Se dirigió rápidamente al dormitorio y se cambió de zapatillas; dejó en un rincón las de estar por casa, y se puso las de salir a la calle, rojas y más coquetas. También hizo lo mismo con su bata de cuadros, la cual tendió con desidia sobre la cama, y se vistió con la de estampado de flores azul turquesa. Agarró las llaves en una mano y el bocadillo en la otra, y zarpó del piso dando un enorme portazo. Pensó que ahorraría tiempo si en lugar de utilizar el ascensor, bajaba rápidamente, dando ligeros saltos por las escaleras; y Carmen comenzó el descenso a base de brincos, como una cabra se aventura por el monte. Primero de dos en dos, después de tres en tres; con sus zapatillas amortiguando, y su bata ondeándose con dulzura y suavidad, una bata bien lavada y secada, esponjosa y con un ligero olor a lavanda. En el último tramo de escalera, Carmen enloqueció: saltó cinco peldaños del tirón. Al hacerlo, se sintió con más fuerza, como una paloma en libertad, o un delfín nadando en el inmenso océano. -Qué subidón- pensó Carmen. Comenzó a correr. Salió del edificio, cruzó la calle, giró la esquina, se cruzó con Pepita, la del cuarto, con Fermín, el de la carnicería, con Guadalupe, la cuidadora de Rúcula, la vecina del quinto con nombre de ensalada, pensaba siempre Carmen con el esbozo de una tímida sonrisa. Siguió corriendo. Como nunca había hecho. El colegio estaba apenas a unos cuatrocientos metros. Carmen pensó que si seguía así, en cinco minutos podría estar allí para darle el bocadillo a Jorge. Así que, corría y corría. Sus pasos eran firmes pero ligeros, rápidos y largos; su zancada se levantaba del suelo y su cuerpo se mantenía a flote por segundos; como si la gravedad se diluyese con el viento. La bata de flores parecía la capa de un superhéroe; y no era Batman, ni Superman: era Carmen, que debía entregar el bocadillo a su hijo lo antes posible. Era la única persona capaz de realizar la hazaña. Mientras iba pensando en ello, se sentía más y más orgullosa; plena de alegría, valorada, y capaz de cualquier cosa.
Llegó a la calle principal, repleta de coches, motos, camiones, y peatones esperando que el semáforo mostrara su verde resplandeciente. Pero Carmen, que venía repleta de sensaciones, como nunca antes había sentido, no quiso esperar. Comenzó a acelerar, consiguiendo zancadas aún más largas y rápidas. Y cuando su pie alcanzó la primera franja del paso de peatones, se catapultó por encima de todos los vehículos que pasaban por aquel tramo; cruzó la calle de un solo bote, enlairándose a diez metros del suelo, flotando como una nube, con su capa ondeando al viento, y una amplia sonrisa en su rostro. Aterrizó al otro lado de la calle con una pirueta magnífica e inverosímil; sus zapatillas rojas se estremecieron contra la acera, pero Carmen se incorporó velozmente y prosiguió su carrera. Caracoleó con movimientos precisos entre el denso bosque de personas que circulaban por la calle central, sin perder ni una pizca de aceleración, y divisó, a cien metros, el colegio de Jorge. Y siguió corriendo con el bocadillo en la mano, con la mirada fija, con sus zapatillas intactas, y una bata transfigurada en capa. Nadie osaba oponerse al propósito de aquella madre; héroe sin máscara, sin trampa ni cartón. En la lejanía, con el sol reluciente y cálido a media distancia, la silueta de Carmen era como la de un guepardo cruzando el desierto en solitario, con sus dulces movimientos, acariciando el suelo, bailando en veloz carrera, guiándose por su instinto. Llegó Carmen frente al colegio sin más oposición que la del propio tiempo, que se limitaba a seguir existiendo. Entonces, de repente, sin ningún tipo de declaración, la atenta madre y héroe, frenó. En seco, sin retroceso, sin gastar más energía de la necesaria. Completamente firme, con la espalda recta y la mirada afianzada en aquel edificio, agarró con fuerza la larga tira de su bata, y estiró con convicción, apretando la prenda holgada a su alrededor; el lado derecho hacia la izquierda, y el lado izquierdo hacia la derecha, haciendo posteriormente un nudo poderoso e invulnerable. Después, suspiró profundamente; como quién se desprende a través del mismo de todos sus miedos y preocupaciones. Avanzó hacia delante, esta vez caminando, paso a paso, pero con la misma convicción.
Carmen entró en el colegio. Habló con el conserje, y el conserje citó al director. El director, con un gesto apacible, asentó la cabeza y contestó al conserje, el conserje recorrió tres pasillos hasta llegar a la clase de Jorge, y el profesor de matemáticas, que en ese preciso momento estaba revisando los deberes del día anterior, hizo salir de clase a Jorge. Al cabo de unos minutos, Jorge apareció, con un ligero sonrojo, frente a su madre.
- Cariño, que te has dejado el bocadillo en casa- dijo Carmen, con alivio y distensión.
- Jo, mamá, que vergüenza, otro día no vengas, ya me hubiese comprado cualquier cosa. ¿De qué es?- contestó Jorge, cabizbajo y un tanto irritado.
- De mortadela.
- Buf, - resopló el niño- si sabes que no me gusta.
- Pues te lo comes, que soy tu madre.
martes, 5 de octubre de 2010
Calamares de tiramisú
Nadaba en un mar de chocolate sin necesidad de mover sus brazos, de cerrar los ojos, y controlar su respiración. Viajaba con la boca abierta, degustando el dulce sabor del mar, viendo como se contorneaban los bancos de galletas, haciendo gala de las coreografías más dulces. Empezó a sumergirse en las profundidades, donde el chocolate cada vez se volvía más puro, y los habitantes del lugar formaban los contrastes más bellos; caramelos brillantes, como perlas, parecían desafiar al fondo espeso y oscuro. Los corales de nata, vainilla y fresa, ondeaban sinfónicamente mientras pequeños grumos flotaban con sutiles espasmos distanciándose de aquel suelo de azúcar glaseado y pequeños tropezones de trufas.
Una nuez salía de su cáscara y contemplaba como desfilaban bancos de frutas confitadas por la inmensidad del cielo chocolateado; minúsculas virutas de coco, almendra, y avellanas, rodeaban el mantel de caramelo, que se desplazaba orgánicamente como una nube de verano, buscando nuevos rincones para rebozar sus cuerpos con el suave satinado del negro intenso. En aquellas profundidades, había tanto por descubrir. Tartas de todos los sabores servían de refugio para las pequeñas cerezas rojizas; gusanos de nata bailaban con delicadeza, esquibando los campos de las quebradizas neulas, jugando y seduciendo, con inocencia y picardía. Mientras, aislado del bullicio, las ventosas de un calamar de tiramisú se alistaban entorno a un macizo bloque de turrón de almendras. Era su momento más dulce.
Una nuez salía de su cáscara y contemplaba como desfilaban bancos de frutas confitadas por la inmensidad del cielo chocolateado; minúsculas virutas de coco, almendra, y avellanas, rodeaban el mantel de caramelo, que se desplazaba orgánicamente como una nube de verano, buscando nuevos rincones para rebozar sus cuerpos con el suave satinado del negro intenso. En aquellas profundidades, había tanto por descubrir. Tartas de todos los sabores servían de refugio para las pequeñas cerezas rojizas; gusanos de nata bailaban con delicadeza, esquibando los campos de las quebradizas neulas, jugando y seduciendo, con inocencia y picardía. Mientras, aislado del bullicio, las ventosas de un calamar de tiramisú se alistaban entorno a un macizo bloque de turrón de almendras. Era su momento más dulce.
sábado, 2 de octubre de 2010
Conversaciones con famosos: Bud Spencer
El mes pasado estuve por Italia y, casualmente, me encontré con mi amigo Carlo Pedersoli, que paradójicamente también estaba gozando de unos días de descanso. Supongo que su nombre real no os suena demasiado, pero si os digo que era el mismo Bud Spencer, la cosa ya cambia, ¿no?
Bud es un gran tipo. Y no lo digo únicamente por su tamaño. Es bastante buena persona, un trozo de pan, como quien dice. Aunque eso sí, de vez en cuando suelta unas ostias que te dejan tieso. Yo no he tenido la "fortuna" de sufrirlas en primera persona, pero si he visto situaciones divertidas -no sé porqué sus mamporros mayoritariamente te hacen reír- donde alguien ha sufrido sus manotazos con la palma completamente abierta, o el típico puño cerrado en toda la cabeza, con una trayectoria perfectamente definida de arriba a abajo. Recuerdo, así haciendo memoria, un día por los Ángeles, como cogió a dos energúmenos que acababan de robar el bolso a una pobre anciana, y los hizo chocar con sus cabezas entre sí; aunque los chicos sufrieron algunas contusiones, fue realmente divertido.
Bien, que me desvío del tema. La cuestión es que me encontré con Bud concretamente en Roma, y fuimos a tomarnos un helado. Qué mejor manera de recordar viejos tiempo, ¿no? Le comenté que aquí en España nos había hecho mucha gracia el anuncio que protagonizó para Bancaja, donde va dando golpetazos a diestro y siniestro, y él me aclaró que hasta que llegó al banco no sabía que se trataba de un anuncio, y que realmente estaba enfadado con el cajero. -Ostras Bud, ¡eres lo que no hay!- Le dije, dándole una palmada en la espalda. -Calla, calla- me dijo. -Tienes razón Dani, estoy encasillado. Parece que lo único que recuerda la gente es mi lado violento-
Ahí noté que Bud cambió de expresión. Sus ojos achinados se vistieron con algunas lágrimas. Aunque rápidamente se las sacudió, como sacude todo lo que se mueve por donde pasa. -No, en serio, -volvió a comentar- siempre se me recuerda por mis golpes, pero nadie dice nada de mis interpretaciones.- Entendí rápidamente sus palabras, y desgraciadamente, en cierta manera, yo mismo las compartía. Y me entristeció, pues creo que Bud es uno de los actores más infravalorados de la historia del cine. Miré hacia el cielo, como esperando alguna ráfaga de inspiración para contestarle, y seguidamente degusté un poco de helado de vainilla.
-Y que importa- le dije. -Sí, sí, ¿Y que importa Bud?- Él me miró, mientras se limpiaba la barba de un pedazo de helado de pistacho. -Mira Bud- proseguí - en este mundo las valoraciones van según unos cánones, y no tienen porque ser justas, ni reales. Parece que un actor es bueno si hace drama, si se le muere la familia, atropellan a su perro, y violan a su novia. Pero no, la vida está llena de pequeñas cosas. Y tu eres uno de esos actores que mejor han sabido plasmarlas. En "Le llamaban Trinidad" hiciste un papel magnífico; combinaste humor, decepción, egoísmo, antipatía, y aún así, caías bien a todo el mundo. En "Quien tiene una isla, tiene un tesoro", mostraste un lado sensible y pasional. ¿Que importa que fuese con humor de trasfondo? El humor es necesario, y tu has dado mucho. ¡Tus golpes hacen reír hasta a quién los recibe! ¿Quién consigue eso?.- Bud, estaba aparentemente emocionado. El camarero vino a pedir la cuenta. -Bud, aquí viene el camarero- le dije -pégale, verás, hazle cualquier cosa. Todas las personas que hay aquí, en esta terraza, disfrutarán. Son esas pequeñas cosas que tu haces como nadie- . Se quedó un tanto asombrado. Pero rápidamente agarró la bandeja del camarero, y con un gesto seco y duro, se la estampó en toda la cara. La gente comenzó a reír.
-¿Lo ves Bud, lo ves?- Me miró con alegría y felicidad. -Si no te han dado un Oscar, pues bueno, ¡que les den! Ya ves, ¡si le han dado un Oscar a Sandra Bullock! ¿Te crees que esa gente está más preparada para juzgarte que la que hay ahora en la terraza, detrás del sofá, o viendo un partido de futbol? No. Y lo que importa es que esa gente, a ti te tiene por un grande y les has hecho pasar grandes momentos. Y si hay una película tuya en la televisión, la ven entera, y disfrutan en cualquier momento.- Se levantó, dibujo una enorme sonrisa, y me dio un fuerte apretón de manos. Estuve un mes con una fractura en el dedo meñique de la mano, aunque Bud me llamó hasta dos veces a ver como lo llevaba. Es un gran tipo, ya lo dije.
Bud es un gran tipo. Y no lo digo únicamente por su tamaño. Es bastante buena persona, un trozo de pan, como quien dice. Aunque eso sí, de vez en cuando suelta unas ostias que te dejan tieso. Yo no he tenido la "fortuna" de sufrirlas en primera persona, pero si he visto situaciones divertidas -no sé porqué sus mamporros mayoritariamente te hacen reír- donde alguien ha sufrido sus manotazos con la palma completamente abierta, o el típico puño cerrado en toda la cabeza, con una trayectoria perfectamente definida de arriba a abajo. Recuerdo, así haciendo memoria, un día por los Ángeles, como cogió a dos energúmenos que acababan de robar el bolso a una pobre anciana, y los hizo chocar con sus cabezas entre sí; aunque los chicos sufrieron algunas contusiones, fue realmente divertido.
Bien, que me desvío del tema. La cuestión es que me encontré con Bud concretamente en Roma, y fuimos a tomarnos un helado. Qué mejor manera de recordar viejos tiempo, ¿no? Le comenté que aquí en España nos había hecho mucha gracia el anuncio que protagonizó para Bancaja, donde va dando golpetazos a diestro y siniestro, y él me aclaró que hasta que llegó al banco no sabía que se trataba de un anuncio, y que realmente estaba enfadado con el cajero. -Ostras Bud, ¡eres lo que no hay!- Le dije, dándole una palmada en la espalda. -Calla, calla- me dijo. -Tienes razón Dani, estoy encasillado. Parece que lo único que recuerda la gente es mi lado violento-
Ahí noté que Bud cambió de expresión. Sus ojos achinados se vistieron con algunas lágrimas. Aunque rápidamente se las sacudió, como sacude todo lo que se mueve por donde pasa. -No, en serio, -volvió a comentar- siempre se me recuerda por mis golpes, pero nadie dice nada de mis interpretaciones.- Entendí rápidamente sus palabras, y desgraciadamente, en cierta manera, yo mismo las compartía. Y me entristeció, pues creo que Bud es uno de los actores más infravalorados de la historia del cine. Miré hacia el cielo, como esperando alguna ráfaga de inspiración para contestarle, y seguidamente degusté un poco de helado de vainilla.
-Y que importa- le dije. -Sí, sí, ¿Y que importa Bud?- Él me miró, mientras se limpiaba la barba de un pedazo de helado de pistacho. -Mira Bud- proseguí - en este mundo las valoraciones van según unos cánones, y no tienen porque ser justas, ni reales. Parece que un actor es bueno si hace drama, si se le muere la familia, atropellan a su perro, y violan a su novia. Pero no, la vida está llena de pequeñas cosas. Y tu eres uno de esos actores que mejor han sabido plasmarlas. En "Le llamaban Trinidad" hiciste un papel magnífico; combinaste humor, decepción, egoísmo, antipatía, y aún así, caías bien a todo el mundo. En "Quien tiene una isla, tiene un tesoro", mostraste un lado sensible y pasional. ¿Que importa que fuese con humor de trasfondo? El humor es necesario, y tu has dado mucho. ¡Tus golpes hacen reír hasta a quién los recibe! ¿Quién consigue eso?.- Bud, estaba aparentemente emocionado. El camarero vino a pedir la cuenta. -Bud, aquí viene el camarero- le dije -pégale, verás, hazle cualquier cosa. Todas las personas que hay aquí, en esta terraza, disfrutarán. Son esas pequeñas cosas que tu haces como nadie- . Se quedó un tanto asombrado. Pero rápidamente agarró la bandeja del camarero, y con un gesto seco y duro, se la estampó en toda la cara. La gente comenzó a reír.
-¿Lo ves Bud, lo ves?- Me miró con alegría y felicidad. -Si no te han dado un Oscar, pues bueno, ¡que les den! Ya ves, ¡si le han dado un Oscar a Sandra Bullock! ¿Te crees que esa gente está más preparada para juzgarte que la que hay ahora en la terraza, detrás del sofá, o viendo un partido de futbol? No. Y lo que importa es que esa gente, a ti te tiene por un grande y les has hecho pasar grandes momentos. Y si hay una película tuya en la televisión, la ven entera, y disfrutan en cualquier momento.- Se levantó, dibujo una enorme sonrisa, y me dio un fuerte apretón de manos. Estuve un mes con una fractura en el dedo meñique de la mano, aunque Bud me llamó hasta dos veces a ver como lo llevaba. Es un gran tipo, ya lo dije.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)