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domingo, 3 de julio de 2016

I just called to say love you



Jenny, que te quiero un montón. Que te lo digo de verdad, cari. Que te veo así, con esos ojazos y ese escote, y se me ponen tós los pelos de punta, y el corazón empieza, pum, pum pum, mierda, que parece un taladro de esos de los paletas de las obras. Que se me mueve tó por dentro y me pones burro, ostia puta, Jenny, que me pones burro.

Joder cari, que te lo digo en serio. ¿Dónde vas?¡Espera un momento, que te lo digo en serio! Tia, que yo sin ti no soy nada, que soy como, como una, joder, como, no sé Jenny, no sé... Joder Jenny, que te necesito, que me mola tenerte cerca, ir en coche juntos, entrar a los sitios. ¡Jenny, coño, que te estoy hablando, joder! Me cago en la puta... es que me pones de los nervios, ostia. Joder Jenny tía, cariño, amor, bomboncito. ¡Jenny! Que vengas aquí joder, ¡que vengas aquí Jenny!

¡Jenny! Que... ¡I just called to say love you!

martes, 28 de junio de 2016

Hasta luego, Bud


Hace mucho que no escribía en el Blog; la vida da muchas vueltas, y no es que haya tenido todo el tiempo que quisiera, y si lo tenía, prefería otros quehaceres. Pero hoy, es el día ideal para volver a escribir.

Esta noche me he enterado que ha muerto Bud Spencer. Sí, Bud Spencer. Ese tipo grandullón, con los ojos casi cerrados, fácil de enfadar, pero bonachón y de buen corazón. Ese personaje que con sus películas sencillas y sin pretensiones, hizo disfrutar a millones de familias en todo el mundo en la época de los 70-80-90. ¡Ni más ni menos que tres décadas!


Da la casualidad, que un día, hace tiempo, decidí leer su biografía. Quedé fascinado. Carlo Pedersoli, como se llamaba en realidad, no era solo un tipo fuerte en las películas, sino que también lo era fuera de ellas. Una persona interesante y que había pasado por grandes experiencias. ¿Sabíais que fue nadador olímpico? De 1949 a 1956 fue 7 veces campeón italiano en los 100 metros libres. Y después, integrante del equipo de Waterpolo, ganando una medalla de oro en los Juegos Olípicos de Helsinki de 1952. En pocas palabras, un portento físico de verdad, y todo un currante. Y no sólo en las películas. Será por eso que antes de su primer papel en el cine, haciendo de guardia del Imperio Romano en Quo Vadis, estudió química, emigró, trabajó como vendedor, e hizo mil cosas más.

Pero está claro que a Bud Spencer lo recordaremos por sus peculiares películas. En especial, acompañado por Terence Hill, otro personaje tremendamente interesante. Ellos dos, hicieron pasar unas tardes de sobremesa fantásticas a muchas familias. Unieron a nietos, padres, y abuelos, sin más necesidad que divertir durante poco más de una hora con el pretexto de mamporrazos y situaciones absurdas. En mi caso, siempre que pienso en aquellas películas, me viene a la cabeza las risas de mi abuelo, y como era el pretexto perfecto para disfrutar delante de la pantalla. ¡Aquellos tipos pegaban con gracia!

Hace año y medio, paseando por mi barrio, encontré un cofre con "las 20 mejores películas de Bud Spencer y Terence Hill". Lo primero que pensé, es que tenían que ser mías. Y lo segundo, es que una vez en mis manos, las disfrutaría en compañía de mi hijo. Como mi abuelo las disfrutaba conmigo. Porque esos momentos que parecen tan sencillos, tan irrelevantes, a veces son los que te hacen sentir mejor y añorar con más fuerza tiempos pasados.

Bud Spencer seguirá metiendo hostias como panes en el cielo, de eso estoy seguro. Y lo mejor de todo, es que personas como mi abuelo, estarán más entretenidas. Un abrazo.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Un marinero jodido

El marinero observaba desde lo alto del acantilado. Aquel que antaño cortaba las olas con su velero, ahora esperaba que el mar se rompiese contra las rocas. Perdido y desorientado, huérfano de ningún faro que le ilustrara donde ir, cómo levantarse, o cuando desvanecer. Amarrado a la última copa de agua salada; a un paso del abismo, y dos de la liberación.

Un marinero jodido por despreciar el futuro, y astillado por enamorarse del pasado. Ahora, solo queda esperar. La ola más violenta pronto llegará, capaz de quebrantar todo su cuerpo y alma en un suspiro.


martes, 2 de septiembre de 2014

Le traje el traje

- Oh, mi majestad, la fiesta es de aquí una hora, ¿Aún no se ha vestido?
- No, mi vasallo, aún no me trajo el traje.
- Perdone mi majestad, pero sí que traje el traje, hace como dos horas, y se lo di al paje.
- Mi vasallo, a mi el paje no me dio ningún traje.
- No lo entiendo majestad, juro por mi padre que traje el traje y se lo di al paje.
- Mi vasallo, aquí no ha venido ningún paje a traer el traje. ¡Que venga el paje!
- Señor, soy el paje. ¿Qué sucede?
- Paje, me dice mi vasallo que usted tiene mi traje.
- Exacto, señor paje, yo le di el traje hace dos horas, ¿No se lo dio a su majestad?
- Mi majestad, efectivamente, su vasallo me trajo el traje hace dos horas y poco después se lo traje.
- No puede ser paje, aquí no hay ningún traje.
- Me temo mi majestad que sí que se lo traje, era de color azul, como de encaje.
- Pues alguien ha robado el traje, ¡Sabotaje!
- Mi majestad, no se enoje, no se altere, y espere. Seguro que encontramos el traje antes de que empiece la fiesta de su homenaje.
- Pues si en unos minutos no encuentran el traje, os envío de viaje, vasallo y paje.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Resúmenes literarios

¿Estás estudiando y no tienes tiempo para leerte libros que te envían tus profesores? ¿Cuando quedas con tus amigos y empiezan a ponerse culturillas hablando de libros te sientes fuera del grupo? ¿Quieres quedar bien en tu primera cita haciendo creer a tu pareja que te encanta leer y por lo tanto, tienes una sensibilidad interesante? Estés en la situación que estés, no te preocupes, aquí estamos para ayudarte.

Te presentamos la nueva sección Resúmenes literarios, donde te haremos breves sinopsis literarias para que puedas fardar sin problemas e integrarte en los círculos más exigentes. De momento, aquí tenéis tres resúmenes. Esperamos vuestros comentarios o solicitudes. ¡Próximamente, más!


Cien años de soledad

Gabriel Garcia Márquez

La historia se centra alrededor de Soledad, una anciana viuda que cumple cien años. De ahí, el título del libro. Con el pretexto del aniversario, el autor nos relata la relación con sus tres hijos: Roberto, Pancracio, y Perfecto, así como los recuerdos que la centenaria tiene, aún latentes, de su marido Felipe  -que murió pescando solomillos de atún-. A partir de aquí, descubriremos la tristeza de Soledad. Su mala relación con Pancracio, su predilección por Perfecto, o el secreto que esconde Roberto, el hijo bastardo.

Cinco horas con Mario

Miguel Delibes

En un tanatorio de Salamanca, Pilar aún vela por su marido. Mientras, su nieto Carlos, agobiado y aburrido por la situación y la afluencia de familiares, decide encerrarse en el lavabo y sacar su consola portátil. Allí, trazará una aventura de cinco horas seguidas jugando al Mario Bros, llegando a completar prácticamente todos los níveles y algunos extras, hasta que, ya en el último enemigo, la consola se apaga de forma inesperada por falta de batería. Es entonces cuando Carlos, desolado, decide volver a la sala principal. Allí se percata que sus padres llevaban horas buscándole. 

El nombre de la Rosa

Umberto Eco

Se trata de una narración cíclica; es decir, el inicio es el final, y el final, es el inicio. Así, desde el principio conocemos a Rosa Romero, una anciana monja que vive en el convento de San Blas de Navarra, y que espera a ser juzgada por sus superiores por hechos que desconocemos. Poco a poco, nos irán desgranando estos hechos, y sobretodo, entenderemos que se debe principalmente al nombre de la protagonista, que realmente no es el suyo. Ella en realidad es Florencia Grande, y durante su adolescencia fue amiga íntima de la auténtica Rosa Romero, quien murió repentinamente de coma etílico en un guateque de la época. Fue entonces cuando Florencia se apoderó de su identidad y viajó a Navarra, donde sabia que el abuelo de Rosa, que no la veía desde los dos años, le había dejado a la joven una cuantiosa valía de galletitas. Toda la trama se descubre décadas después, y Florencia, ahora conocida por todos como Rosa, deberá ser juzgada por ello.

viernes, 19 de julio de 2013

No es lo que parece

Miré la hora en mi móvil, después elevé la mirada al cielo azul. Caían las cinco. Se hicieron mucho daño: Conchi, Laura, Enriqueta, Lucía, y Elena. Vaya caída, pensé. Lástima no haberlo grabado.

Seguí caminando hacia no sé donde, qué sé yo. De repente, noté mucha tensión en el ambiente. Tenía un generador eléctrico justo al lado. Decidí cruzar rápidamente la calle, pues fuese real o imaginación mía, percibía mis pelos erizándose de forma notable.

Al cruzar la calle, divisé un bar a unos veinte metros. Pensé en un café, me iría bien. Me senté, esperé. Seguí esperando. Quizá demasiado. Finalmente vino el camarero. -Póngame un café americano- le dije. -Soy de Palencia señor, pero le pondré el café, ¿Algo más?- me contesto esbozando una sonrisa.  -Sí por favor, un diario para leer. Supongo que no tiene el País, pues ya veo que aquí no hay prisa.- le devolví entonces la sonrisa. Se quedó serio. - ¿No le hizo gracia?- le pregunté. -No, me gustó más el Raval- me contestó, devolviéndome la pelota, con un gran revés. -Touché- le dije.

Acabado el café, decidí dar una vuelta por el parque. Los árboles estaban preciosos, verdes, robustos, vigorosos. De repente, una jovencita con un cigarro en la boca me saludó desde un banco. -Ah, ¡la primavera!- exclamé. Y me acerqué a ella. Era mi prima Vera, haciendo sincronizadas caladas antes de entrar a trabajar en el banco.

Marché rápidamente del parque para coger el metro, pues al llegar a casa tenía que medir unos muebles. Después, decidí descansar en mi sofá, con los pies descalzos, y una caña de cerveza. La más molona de todas, pensé. Durante un instante se me pasó por la cabeza encender la tele, pero, ¿para qué diantre quería ver la tele ardiendo? Vaya idea. De repente, me vibró el móvil. Me habían respondido al apalabrados. ¡Chachi!, seis letras, doble de palabra, treinta y dos puntos. Buena tirada. Aprovechando, volví a mirar el reloj del móvil. Ahora sí, ya eran las cinco.

miércoles, 10 de abril de 2013

Situación entre Sherlock Holmes y Dr. Watson

- Entonces, ¿tiene alguna preferencia de queso para la cena? - dijo Watson-.
- El emmental querido Watson.
- Es usted sorprendente señor Holmes, me responde a una pregunta de opción múltiple como si se tratase de una pregunta dicotómica.
- Elemental querido Watson.

Y así Watson, quedó fascinado de Holmes durante el resto de su vida.

jueves, 21 de marzo de 2013

Apareció un pájaro cruzando el cielo azul

De repente, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Poco después, una hora más tarde,  apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Y al marcar la hora sucesiva, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Entonces, al cabo de una hora, puntualmente, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Por si fuera poco, otra hora después, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Y pasados sesenta minutos de reloj, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Después de otra hora,  apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Pasada una hora más, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Y Justo a la siguiente hora,  apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Pero terminados otros sesenta minutos, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Asimismo, al marcar una nueva hora, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Y una hora después, mientras el cielo mantenía su color, apareció un pájaro cruzando el cielo azul. Poco a poco llegó la noche, y decidí dejar de mirar por la ventana. Cené, miré el televisor, y me fui a dormir. Me desperté a la mañana siguiente. Cogí el cuenco de cereales, y me quedé mirando frente a la ventana; el cielo estaba azul.

jueves, 31 de enero de 2013

Le llamaban Carabolt

El caracol más rápido del mundo era capaz de correr los 100 milimetros en menos de 10 minutos. Algunos, de forma merecida, le llamaban CaraBolt, en referencia al corredor jamaicano. Bien, es cierto, esto me lo he inventado, pero diantres, era un juego de palabras que no podía dejar escapar. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí. No era un caracol corriente, para nada. Su caparazón rehuía de las formas rechonchas y esféricas de sus compatriotas babosos, y conformaba un elipse aerodinámico que finalizaba en un perfecto borde afilado, capaz de cortar al aire como una espada de un auténtico Samurai. ¿Y qué pasa si te cortan con una espada de Samurai? Pues que exclamas, ¡Ai!, y te vas para el Samur. En fin, perdonad, otro juego de palabras totalmente prescindible. Sigamos.

Pues volviendo a CaraBolt, el caracol hijo del viento, hermano de la luz, padre del rayo, cabe resaltar que tenía un gran futuro por delante. En su ciudad natal, todos le conocían, todos le alababan. Era el orgullo, el ícono de un lugar de caracoles humildes. Cuando participaba en una carrera, las mozas del pueblo babeaban sin cesar al contemplar su estilizado caparazón. Pasó de ser el hijo de un simple caracol de montaña, a convertirse en la estrella de toda una nación de caracoles. El éxito, subió como la espuma; rápido, pero también incontrolable. Y aunque sus ventosas continuaban adheriéndose a cualquier pista de competición, poco a poco, su cabeza empezó a levitar demasiado; nuestro Carabolt, empezó a separar las ventosas del suelo, a sentirse más que el resto de Caracoles: anuncios, contratos multimillonarios, noches de descontrol y lechugas adulteradas conformaban un coctel demasiado peligroso, y que poco a poco fue consumiendo aquel joven caracol de orígenes humildes, de raíces sencillas. Y ante todo, de un futuro prometedor.

Corría entonces el año 1988, y las Olimpiadas de Seul estaban a la vuelta de la esquina; allí se reunieron los mejores atletas del mundo. Los escarabajos peloteros de la Unión Soviética, estandartes del futbol de calle; los insaciables insectos acuáticos norteamericanos, reyes indiscutibles de la piscina; los cienpiés marchistas, una especie siempre persistente; o las hormigas culturistas, entre ellas la bulgara, levantando pesos imposibles. Y entre tanto héroe, nuestro querido caracol: la estrella más solicitada de los juegos, el más aclamado.
Así, entre auténticos ídolos del deporte, fueron pasando los días de competición. Y llego el gran momento: los 100 milimetros lisos. En la parrilla, todos los caracoles fijaron bien sus ventosas al pavimento. El estadio enmudeció, el tiempo se congeló. Y entre la nada, entre el vacío, el juez dio finalmente el pistoletazo de salida. Explotó un rugido de la multitud, al instante que los caracoles comenzaron a deslizar sus babas a toda velocidad. Al cabo de solo 9 minutos y 79 segundos, nuestro héroe cruzó la meta entre gritos y aplausos; un record jamás visto. Se había escrito una nueva página en la historia olímpica. La barrera de los 10 minutos había sido aniquilada con contundencia y claridad.

Todos los periódicos se hicieron eco de la hazaña; decenas de marcas solicitaron la imagen de nuestro querido caracol, y el mundo, en definitiva, se rindió a sus pies. Pero como siempre se suele decir, todo lo que sube, baja. Y tres días después de la exhibición, el mundo quedó paralizado por una terrible noticia: el record de los 9 minutos y 79 segundos, era un espejismo, una mentira, una patraña. En el análisis de babas de la carrera, se habían descubierto restos de estanozocol, un pesticida de lechuga que era capaz de alterar físicamente a los caracoles para otorgar mayo rendimiento. A nuestro caracol, se le había caído la máscara; sus fans, la prensa, toda la opinión pública, quedó desengañada, triste, enfurismada.

Días después, el gran caracol, cayó en el olvido. Tanto, que seguramente nadie recuerda esta historia. Nadie. Nadie.


sábado, 5 de enero de 2013

Cebollín: el amigo que te hace llorar (Cap.1)

Era primavera, los pajaros voleteaban por el cielo azul, y un mantel de hojas cubría el precioso bosque donde se encontraba Villa Verduras, una pequeña aldea repleta de verduras, hortalizas y frutas del bosque. Al oeste, a pocos metros, en lo alto de la colina, la casa de la familia Cepa, papá y mamá cebolla, se llenaba de alegría, pues había nacido su primer hijo: Cebollín.

Aquella pequeña cebolla fue criada en un hogar rebosante de amor y valores; y poco a poco, fue recubriéndose de más y más capas, hasta que llegó el día que sus papás pensaron que estaba preparado para su primer día de colegio.

-Cebollín, hijo mío, ya estás preparado para ir a la escuela. ¡Cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer que eras un pequeño bulbo, y mírate, que cantidad de capas.- dijo entusiasmada mamá cebolla, ofreciéndole la mochila y acariciándole suavemente en la cabeza. -Hijo, -prosiguió su padre- todas las verduras del pueblo te esperan en la escuela. Nunca es fácil el primer día, pero eres todo un Cepa. ¡Haz que nos sintamos orgullosos de ti!- Cebollín permaneció callado, alzo la mirada, y regaló una tímida sonrisa a sus padres.

Aquella mañana las calles de Villa Verduras lucían un aspecto vigoroso, vivo y encantador. Los pequeños volvían a juntarse después de unas merecidas vacaciones, mientras los padres sonreían aliviados por el regreso escolar. Tomatito, el hijo de Tomato Rojas, saludaba efusivamente a su gran amigo Pimentín, hijo de la familia Umpimento, de origen italiano, pero asentados en el pueblo desde hacia varios años. Zanahorias, apios, patatas, puerros, y en definitiva, todas las verduras del pueblo circulaban por las calles camino a la escuela Maria del Brocoli, con más de cuarenta años a sus espaldas, y gran responsable de la educación de toda la villa, incluso más allá de las montañas -no era nada extraño encontrar alumnos que provenían de Ciudad Lenteja, o Villa Albahaca-.
Poco a poco se iba acercando la hora del inició del nuevo curso, y mamá Cepa, que había acompañado al pequeño Cebollín hasta la misma puerta de la clase, dejaba escapar sus últimas palabras, tiernas y abundantes de amor, como gran madre que se precie. En el momento que resonó por toda la villa la campana escolar, situada en la fachada verde de Maria del Brocolí, y gran pregonera del inicio de curso.

-Cariño, venga, entra para clase; después te vendré a buscar, ¿vale? - añadió mamá Cepa, al mismo tiempo que regalaba un cálido beso en la frente de Cebollín. -Sí, mamá, te quiero- añadió nuestra pequeña cebolla.

Al poco de unos minutos, la primera clase de parvulario estaba repleta. Cada alumno en su pupitre. Mientras, Doña Maria, profesora con más de veinte años de oficio, repasaba la asistencia y algunos datos más de cada uno de sus alumnos, y se disponía a dar la bienvenida al nuevo curso; miraba arriba, y resoplaba, sabía la importancia de su trabajo, tenía en sus manos el futuro de Villa Verduras; médicos, bomberos, panaderos, mecánicos, cocineros, dibujantes, obreros, quién sabe como evolucionarían aquellas pequeñas verduras todavía verdes y con un mundo por descubrir. Su función era labrarles un futuro, como profesionales, pero sobretodo como verduras.

-Bienvenidos a todos, soy Doña Maria, vuestra profesora durante todo el año. antes de comenzar, nos iremos presentando uno a uno, y espero que así, vayamos conociéndonos mejor.- expulsó finalmente la profesora, ansiosa por dejar atrás la primera toma de contacto.
Los pequeños se fueron presentando uno a uno; cada uno con su personalidad, unos muy tímidos, otros repletos de desparpajo:
-Me llamo Alcachofina, aunque me llaman Fina, y es mi primer año aquí.- dijo la pequeña alcachofa.
-Hola, buenos días a todos, soy Esparraguito...- añadió el bajito espárrago, al tiempo que pedía permiso para ir al lavabo para orinar.
-¿Que tal chicos? Soy Perejilo, ¡y espero hacer muchos amigos!- añadió un confiado y exultante perejil.
Las presentaciones siguieron su curso, hasta llegar a la última fila, donde tímido com siempre, le tocó el turno a nuestro querido Cebollín:
-Ho, hola. Soy Cebollín.- dijo con voz bajita y escondida -Gra, gracias.

Acabadas las presentaciones, la clase empezó, y Doña Maria enseñó sus conocimientos a los más pequeños durante la mañana. Entonces, pasadas unas horas, llegó la hora del recreo.

Un recreo esperado por todos los pequeños del colegio, pero que cambiaría la vida de Cebollín. ¿Qué pasaría? ¿Qué asombrosas circunstancias acecharían a nuestro pequeño? No te pierdas el segundo capítulo, que algún día escibiré, de Cebollín, el amigo que te hace llorar.

jueves, 3 de mayo de 2012

Añicos en las manos

Entró en el hospital con la mano echa añicos; rota, destrozada, caída y arrugada. Con un fuerte color morado. Pero no era el primero. Minutos antes, un joven de 23 años, de facciones orientales, y con aparentes síntomas de dolor, había entrado en el mismo departamento de urgencias, curiosamente, con la mano derecha en estado similar. Pero la coincidencia no acababa aquí. Treinta minutos antes, una joven de 22 años, residente de una población próxima, llegaba al mismo departamento para solicitar ayuda; nuevamente, su mano, como en los casos anteriores, estaba totalmente desaliñada, con un fuerte color rojo, e incapaz de realizar movimientos por sí misma. Pero como las casualidades nunca vienen solas, veinte minutos después del primer chico citado, es decir, el último chico en entrar a urgencias, apareció un joven de 25 años y de nacionalidad francesa con los dedos de su mano derecha totalmente deformados a causa de la rotura de varios huesos y tendones. El departamento de urgencias de Rotorville no daba abasto.

El aluvión de casos seguía sucediéndose. Quince minutos más tarde del chico francés, el de los dedos deformados, aparecían cuatro jóvenes, que habían llegado en un taxi desde la universidad de Sorenson, situada en el pueblo vecino de Roterville, con sus manos derechas en similares condiciones, algunas más coloradas, hinchadas, o deformadas que otras, pero con claras similitudes. Pasaron apenas catorce minutos, y afloró un nuevo caso afín a los anteriores; una joven de 25 años, de casi metro ochenta de altura, se adentraba en los servicios de urgencias con lágrimas merodeando por su rostro y muecas de intenso dolor que deformaban sus pómulos como si los empujaran desde dentro de sus carnes. Tenía todos los huesos de la mano derecha descolocados, fuera de sí, sugiriendo posiciones imposibles; un dedo mirando hacia detrás, otro formando un zigzag, y los tres restantes acurrucados entre ellos, como si se hubiesen abrazado con todas las fuerzas.

El equipo médico no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Y es que durante toda la mañana, gotearon más y más casos. A las doce del mediodía se habían contabilizado cincuenta y tres afectados. Los médicos desconcertados preguntaba a los afectados para ver algo de luz en el origen de todas aquellas coincidencias tan truculentas. Pero era inútil, ninguno recordaba la razón, el momento, la situación, y todo el contexto relacionado con aquellas manos hinchadas, desaliñadas, rotas, y descompuestas. Era como si les hubiesen arrancado pequeño trozo de sus recuerdos; una burbuja en medio de un océano plagado de vivencias. Varios de los pacientes fueron sometidos a rigurosos análisis médicos; se barajaron el alcohol y las drogas, no tanto por la desgarradora apariencia de aquellas manos, sino por el hecho de qué no tuviesen el menor recuerdo de lo sucedido. Pero todos los resultados dieron negativo; si claro, algo de alcohol en la sangre, e incluso drogas por parte de dos pacientes, pero nada relevante. Los síntomas no tenían ningún tipo de relación. -¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- gritó un anciano desde la sala de espera, sosteniendo su bastón en alto, con el rostro rojo y repleto de sudor. La gente durante un suspiro se quedó mirando al anciano, pero después prosiguieron su espera con total normalidad; revistas en mano, y charlas acerca del tiempo y temas sin demasiado interés. A los pocos minutos, mientras el anciano continuaba realizando aspavientos, dos enfermeros se lo llevaron a los boxes de urgencias.

Margarita Truman, una de las enfermeras más longevas del lugar, comentaba con el resto del departamento que nunca había visto, en sus más de cuarenta años de profesión, un hecho similar.  ¿Dónde y cómo se habían hecho aquellos jóvenes estos accidentes? Todos presentaban los daños focalizados en las manos, y todos, sin excepción, eran de una apariencia horrenda y desoladora.
A lo largo del día fueron surgiendo más y más casos; se llegaron a contabilizar hasta 64 casos. El hospital estaba desbordado. El tránsito de enfermeros y afectados era constante. La noticia empezó a extenderse como una mancha de aceite; en poco más de media hora llegaron los periodistas locales al hospital. La furgoneta de Rotorville Televisión, con su enorme logo en rojo, no hizo más que atraer a curiosos y personas sin demasiado que hacer; decenas de jubilados dejaron de lado las obras del parque Riverhood, para trasladarse a las medianías del hospital. Poco después, la furgoneta azul de Canal 7, canal republicano de la capital, se estacionó a pocos metros de la puerta de urgencias; privilegio que le otorga ser una de las televisiones más influyentes de la zona. Los flashes, micrófonos, y cámaras, empezaron a balancearse por todas las salas. Y poco a poco, pero sin pausa, llegaron más medios de comunicación al pequeño y concurrido hospital.

 -¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- se escuchó nuevamente en la sala de espera. El silencio se hizo, como si alguien hubiese pulsado al botón de mute en el momento más álgido de una película. Nuevamente, el anciano había aparecido en la sala. -¡Extraterrestres, han sido los extraterrestres!- reiteró. Reporteros, pacientes, trabajadores del hospital, y curiosos del lugar, quedaron paralizados observando al viejo, sin saber como reaccionar ni avanzar en tan disparatada situación. -¡Fue hace 40 años!, también en Rotorville- prosiguió el longevo hombre, aprovechando las miradas de atención de la multitud -Decenas de personas tuvieron los mismos síntomas, yo mismo acabé con la mano destrozada aquel 30 de Abril... uno de los días más negros que recuerdo. Pero misteriosamente, al día siguiente, nadie recordaba nada. ¡Nadie! Solo yo y Frankie, mi viejo amigo Frankie, mantuvimos vagos recuerdos de aquel hecho. Y lo sé, estoy convencido, que aquello no fue provocado por humanos, ni animales, ni ningún elemento de nuestro planeta. Fueron ellos, los extraterrestres. ¡Fueron los extraterrestres, y han regresado!-.
-Que mal rollo de abuelo- exclamó de uno de los curiosos. Hecho que provocó que el silencio se desplazara, y toda la multitud, ignorando al anciano, prosiguiese con sus preguntas, murmullos, flashes, y rutina del momento.

El día prosiguió con el mismo ajetreo hasta llegada la madrugada, donde no se contabilizó ningún caso más. Al día siguiente, nadie recordaba nada. El pueblo amaneció como siempre, y los jóvenes lisiados, tenían un popurrí de historias variadas para describir sus lesiones; me pillé con una puerta, fue jugando a la consola durante horas, o se me cayó la televisión encima mientras limpiaba en el comedor. Todo eran recuerdos erróneos, falsos. Ni siquiera constaban los hechos en las retransmisiones de Canal 7 o Rortoville Televisión del día anterior; ni en la memoria de los televidentes, ni en los archivos de los canales. Nadie, nadie, recordaba nada. Pero tampoco tenían ningún vacío, pues los recuerdos de aquel día, habían estado suplantados.

Bueno, nadie nadie, no. Hay alguien, un viejo loco, que aún guardaba un recuerdo blindado en su memoria. Aunque desgraciadamente, nadie le creía.

jueves, 8 de marzo de 2012

Reflexiones de una persona aburrida: en la modista

Crucé la calle para dirigirme a la modista; después de arreglar dos días antes la chaqueta por unas roturas axilares, que no auxiliares, me agaché en el supermercado para coger un cartón de leche, y la pobre cremallera se resquebrajó con cierto dramatismo. Total, otra vez a la modista. Pues como iba diciendo, crucé la calle. Llegué a la modista que posaba relajada un bordado de hilo a una clienta, y entonces, pensé: si esto estuviera lleno de gente... ¿Estaría desbordado?

Y me puse a sonreír tímidamente. Qué ocurrencia, oye.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Memoria destilada

Señor comisario, no se enfade conmigo, estoy indagando cuanto puedo en mi memoria; que ya lo consiga, es otra historia. Recuerdo que aquella noche me bebí dos copas de ron, porrom pom pom, chim pom. Después dos copas de champán, parram pam pam, chim pam. Y cuando la noche abrazaba a la mañana, y la luna y el sol se saludaban, acabé con tres cubatas de malibú, param pam pum, chim pum.
Y aunque no lo crea, aquel fue un día sin demasiado alcohol; porque me salté mi querido pacharán, que me tomo en un pim pam.  Ni visité a mi Tía María, pues de ron ya tenía suficiente, y el café me era indiferente. Pero ya le digo mi comisario, de aquella noche no tengo ni un solo recuerdo que le pueda ayudar, por lo menos de momento, quizá después, ya será otro cantar.

Aunque ahora que lo dice, y no sé si le puede interesar, recuerdo sonidos estridentes, y luces moviéndose al compás. Una burbuja que sube por mi cabeza se ha topado con alguna pared, ha explotado, y mire, me lo ha hecho rememorar. Espere, espere, que creo que me viene más, dos burbujitas acaban de colisionar. Ahora mismo miro al suelo, y todo está normal, pero aquella noche tenía un suelo algo inusual; líneas blancas y grises se acompañaban sin llegarse a tocar, como aquellos amigos de siempre que sabes que nada pasará. Ay, mi cabeza, me ha dado una sacudida. Aguarde, aguarde, exacto, otra burbuja se ha dado cita. Creo recordar, o por lo menos parece real, que había alguna relación entre los sonidos y las líneas, pues mientras admiraba con cierta borrosidad ese suelo rayado, me viene con paupérrimos detalles que los sonidos no eran nada agradables; no, no parecían de personas, no eran ni gritos ni lamentos, eran una chispa estridentes. Lo siento comisario, pero no me viene nada más, entienda que estoy algo cansado, sea benevolente.

Puf, que dolor de cabeza. Y no se enfade conmigo comisario, que acordarme de algo ya es toda una proeza. A ver, por donde dejé la declaración de aquella noche; ah sí, en el suelo de rayas y los sonidos de los coches. ¡Vaya! Que memoria más traviesa, que ahora se presenta con detalle, está claro que un hecho se me desnuda, aquellos sonidos eran de bocina, de los coches que pasaban por la calle. Y aquellas luces que bailaban, en perfecto balanceo, quizá eran coches que me esquivaban, porque lo reconozco comisario, seguramente iba un poco peo. Ay, mi comisario, que va a ser que no me han secuestrado. Que lo mismo fui yo el que se durmió en calzoncillos en aquel escampado.

sábado, 20 de agosto de 2011

El Sol también es inalámbrico

En estos tiempos que el Wi-Fi está de moda y que parece que estas ondas que vuelan por el aire son lo más, me planteaba, ¿Había algo similar antes que el Wi-Fi? Ahora, vas a cualquier sitio, sacas tu portátil, smartphone, o lo que sea, y encuentras un enorme número de redes viajando por el aire; que si la comtrend de la típica víctima de telefónica que ni sabe que le han puesto en casa, la Juan y Patricia, que guay, somos felices y lo queremos dejar claro para todos los vecinos, o la del típico friki que experimenta semanalmente cambios de contraseñas, nombres, y demás configuraciones, pensando que así nadie abusara de su tan preciado tesoro y fliparán con su nivel informático. Pero antes de todo esto, ¿Qué había por el aire?

Hombre, teníamos las ondas de radio, ¿no? Ahora que hay tanta incertidumbre sobre las futuras repercusiones del Wi-fi o del propio móvil, también deberíamos plantearnos por qué nadie nombró nunca las ondas de radio o de televisión, por poner otro ejemplo. Lo mismo estas señales analógicas, pero también nómadas del aire, nos dejaron medio tontos, nunca se sabe. La cuestión es que desde que nacimos, hemos estado rodeados, incluso en aquellos momentos donde pensábamos que nadie nos observaba y dimos rienda suelta a nuestros más oscuros pensamientos. No seáis mal pensados, hablo de levantarse a escondidas para comerse un helado, o acabar la barra de chocolate que está en el armario.

Y dicho todo esto, voy a lo que voy. Total, que pensando y pensando, como quién no tiene nada mejor que hacer, encontré la onda más antigua: el Sol. ¡Joder! Pensé. Tanto rollo de nuevas tecnologías, y el sol lleva toda su vida haciendo uso del Wi-fi, Wireless, o como lo queráis llamar. ¿Os imagináis que el pobre hubiese tenido que utilizar cable para darnos su energía? Estaría media humanidad enredada, y sin duda, las muertes por asfixia serían desesperantes. Por no decir que las pobres plantas más que hacer la fotosíntesis, parecerían seres en la UVI, con cables por todos lados y sin decir ni pío. Pero no, la naturaleza es sabía, y ya vio que el futuro sería inalámbrico.

lunes, 25 de julio de 2011

Reflexiones de una persona aburrida: la taza

Eran apenas las siete de la mañana. Y mientras desayunaba con las noticias televisivas marcando el ritmo de fondo, contemplaba mi taza del desayuno. Mírala ahí, repleta de café con leche, cereales y galletas integrales; sí, de esas galletas que te pones como para convencerte que tendrás un día mejor y más afortunado. Y entre tanta mezcla alimentaria, un recipiente mágico como la taza; con su asa sobresaliendo del cuerpo, para agarrarla meticulosamente, con cariño, como un pellizco duradero, y tan amable que me protege de quemaduras, de abrasarme ligeramente las manos. Todo un detalle.

Ella aguanta lo que sea, es capaz de quedarse minutos y minutos sosteniendo el calor, esperando que yo asiente y decida beber. Nunca decae, ni se queja, solo espera el momento. Es una pequeña héroe del día a día, de lo cotidiano. Solo aguarda servir y estar preparada para el día siguiente. Y la mía es verde, pero eso que más da. Puede ser roja, azul, con dibujos, e incluso de mal gusto, con la cara de un familiar o un mensaje de buenos días. Pero sea como sea, es una luchadora que pocas veces falla, y si lo hace no es por falta de coraje, sino porque ya ha derrochado toda su nobleza, o nosotros le hemos fallado, no supimos abrazarla como debíamos. Quisimos hacer demasiadas cosas a la vez, y la dejamos en un segundo plano, mientras nuestra mente se distraía por otros lugares, y se nos resbaló, la dejamos marchar como ella nunca hubiese hecho.

Y hora que ya estoy terminando el desayuno, la vuelvo a observar. Sigue inmutable, rígida en su tarea. Que egoísta he sido tantas veces al descuidarme de su valía; cuantas veces he dispuesto de sus servicios, y una vez exprimida, la he dejado abandonada, sucia y sin prestarle la más mínima atención. Rodeada de otros héroes utilizados y desatendidos: platos, vasos, tenedores, cucharas, cuchillos, y muchos más, demasiados. Y yo, egoísta como siempre, he priorizado descansar, disfrutar, o realizar cualquier otra actividad. Solo después, cuando he vuelto a requerir de ellos, incluso en momentos de urgencia, he decidido atenderlos.
Vaya, mi pequeña taza, no se como disculparme, y aunque sé que no está bien, y que te diga que no volverá a ocurrir, ambos sabemos que no será así. No será hoy, ni mañana, quizá dentro de cuatro días, pero desgraciadamente, y asumiendo mi vergüenza, volverás a darme más de lo que yo jamás te daré.

lunes, 27 de junio de 2011

En blanco

Se puso a escribir sin demasiada ambición; para estar entretenido, básicamente. Así, empezó a mirar su entorno. Buscaba una inspiración, algún tema que tratar. Suspendió la mirada durante unos minutos de izquierda a derecha, de arriba a bajo, pero no encontró nada que sugiriese una historia, una trama, ni siquiera algo reseñable. Realmente no estaba inspirado. Pero quería escribir.

Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.

El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.

Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.

Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.

jueves, 2 de junio de 2011

Pe depé

En la casa de los Pés, Pepe era el papá de Pepito, y cuando encontraba un instante de soledad, se sentaba desahogado en su butaca, disfrutando de una buena pipa, inhalando humo, desplazando sus problemas, aplazando responsabilidades. A esto que llegaba Pepito, gritando y dando brincos, que si papá me he hecho pupa, que si papá me he hecho popó, que si papá que tengo pipi, y venga, el papá a aguantar todo el paripé. Que en esto que llega la Pepa, la mamá de Pepito, y el niño mimado deja a Pepe de lado, y ahora le toca a la Pepa. Pepa, Pepa, Pepa, que nunca le quiso llamar mamá, que si tengo pupa, popó, o pipi. Que niño más edulcorado, que niño más papanatas. En eso que llega el abuelo Papito, que al niño no le echéis la culpa, que la culpa es solo vuestra; que jamás he visto una manera más paupérrima de educar un niño que la realizada con Pepito. ¡Papá, por favor! Ahora será solo culpa nuestra, salta Pepe refunfuñando, harto de no poder disfrutar su pipa, y de aguantar los sermones de su papá. El niño mientras, a lo suyo, que tengo pupa, que tengo popó, que tengo pipi, que si papa, que si Pepa, que si Papito: pe, perepé, pe, parapá, aquí estoy yo, hacedme caso, que no pienso parar.

Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.

viernes, 29 de abril de 2011

El trepidante detective Jonny Monroe

No era un detective como los demás. Jonny era bien diferente a detectives como Ralph Croquet, Jeremy Rogers, o el maquiavélico Fernandez Lausson. Tampoco tenía nada que ver con los Monroe, ni los de la Marilyn, aunque a veces la gente le olisqueaba intentando encontrar fragancia a Chanel 5, ni con los amortiguadores Monroe de toda la vida. No, no tenía ninguna relación. Jonny Monroe era único. Solo había uno, por suerte o por desgracia. Metódicamente era capaz de percatarse de cualquier detalle. Quién no recuerda su frase en el caso de silver street, "si encontramos a alguien que le fascinen los donuts, tendremos a nuestro asesino", dijo con firmeza en aquel terrible suceso detrás del mostrador del Dunkin' Donuts. El resto de presentes, le miraron estupefactos. Que puto crack.

Hoy tenía un nuevo reto, un nuevo obstáculo que superar. Margaret Wilson había sido asesinada en su propia casa. Permanecía en el suelo, con notables signos de violencia. Su hijos, que habían alertado a la policía nada más encontrar a su madre tendida en el suelo, no estaban en casa en el momento del brutal asesinato; mientras, el marido de la víctima, había cogido poco después del crimen, apenas una hora, un avión para la República Dominicana. Jonny, situado quieto e inmutable en el epicentro del lugar de los hechos, mientras el resto de profesionales buscaban pistas y detalles y pretendían dar el caso por cerrado, descendió su mirada hacia el suelo, suspiró, miró su reloj, y alzó la cabeza con aplomo. "La víctima ha sufrido una brutal paliza. El marido estaba aquí y se fue corriendo, directamente fuera del país. ¿Miedo? Seguramente. Si encontramos a alguien que también quiera matar al marido, tendremos al asesino". Los presentes en aquel lugar lo miraron asombrados. Porque Jonny siempre asombraba y abrumaba a los demás.

domingo, 16 de enero de 2011

Desengaño de maíz

Tenía uno de los microondas más sofisticados; con numerosos programas preestablecidos de platos comunes, varias posiciones para descongelar, y otras tantas posibilidades que no hacían más que incrementar la admiración por aquel aparato de ondas electromagnéticas. La manipulación no era nada fácil, para que nos vamos a engañar. Un extenso cuadro de control ocupaba gran parte del frontal metálico, con botones, luces, y simbólicos dibujos tintados de azul. Pasé los primeros días leyendo el manual de instrucciones, de un grosor considerable y repleto de apartados para llegar a entender, en su justa medida, aquella máquina futurista. Recuerdo que me llamó la atención entre los programas predefinidos, la posibilidad de preparar pollo y disponerlo de nueve maneras diferentes. ¡Nueve maneras! Quedé totalmente colapsado, apostré el manual sobre la mesita de la cocina, y me ausenté para fumar un cigarrillo y aclarar ideas. Necesitaba reunir energías para la siguiente lectura. Al volver, continué asombrándome de aquel prodigio tecnológico. Tanto avance en una cajita tan pequeña, ¡y a mi plena disposición! Para calentar la leche existían, como no podía ser de otra manera, varios programas; pensaba que a partir de ese momento desayunar sería mucho más complicado que de costumbre, otro test que cambiaría el rumbo del día, un momento de difícil elección, como si dudase entre el cable rojo o azul. Pero al fin y al cabo, era el precio necesario por aprovecharme de las bondades de aquel artilugio divino. Calentar una pizza ya no era calentar una pizza. Era elegir, imaginar, decidirse por una base más quemada, un acabado uniforme, o un gratinado perfecto. Por momentos, sentía estar frente al cuadro de mandos más complejo del mundo culinario.

Pasaron los días y poco a poco fui asumiendo el control de aquel microondas. Después de leerme el manual por primera vez, estimé hacer una relectura. Como buen libro que se precie, aquella segunda visión me hizo descifrar nuevas alternativas, y aclarar otras tantas que habían quedado demasiado precoces. En concreto, el apartado de verduras, dio un vuelco inesperado. Las bases que hasta ese momento se sustentaban en mi mente, se hicieron añicos contra aquella segunda interpretación. ¡Estaba tan equivocado de los programas vegetarianos durante los primeros días! Por suerte, a partir de ese momento, pude aprovechar al máximo los programas y sus controles. Desde preparar cebollas, hasta dejar listas unas excelentes patatas. El panel del microondas estaba bajo mi control; cocinar, calentar, descongelar, gratinar, cualquier acto estaba perfectamente controlado. Además, pude acrecentar aún más la experiencia gracias a Internet. Me registré en varios foros de cocina, así como en la web oficial del producto, donde mensualmente se podían descargar, en formato PDF, nuevas recetas y trucos sorprendentes. Mi progresión personal en aquella etapa de mi vida es imposible entenderla sin la presencia del microondas. Pero desgraciadamente, también mi debacle, mi terrible desengaño, que llegaría poco más tarde.

Una tarde vinieron a casa algunos amigos; Rodolfo, Carmen, Mireia, y Sergio. Estuvimos charlando, tomando unas copas, y como la tarde lluviosa no acompañaba a salir, decidimos quedarnos en mi casa viendo unas películas. Hasta ahí todo sucedió felizmente. Pero Carmen, la inoportuna Carmen, sugirió hacer unas palomitas para acompañar las películas. ¡Claro! Exclamé, sin ningún tipo de dudas.  La semana anterior había comprado tres paquetes de palomitas para microondas, y era un momento idóneo para fortalecer, aún más, la relación con mi pequeño generador de ondas electromagnéticas. Así que dispuse la bolsa dentro de él, y de repente, me quedé en blanco. ¿Que programa debía utilizar? No recordaba ningún apartado relacionado en el manual de instrucciones, y por más que miraba al panel de control, ningún dibujo se asemejaba a una bolsa de palomitas para microondas. Carmen, que además de inoportuna es una impaciente natural, se acercó a husmear en la cocina. ¡Ay, cómo eres, pon a calentar la bolsa y listo! Hasta mi microondas del Carrefour las hace bien. Me dijo riendo y espitosa. Empecé a ponerme nervioso, y no atinaba que hacer. La situación me superaba. ¡Seguro que había un programa para las palomitas! Pero no lograba ubicarlo. Carmen me miraba. ¡Maldita zorra, vete para el comedor con los demás!, pensé mientras le devolvía una tímida sonrisa. Así, en un acto de ansiedad, coloqué el programa para calentar leche durante varios minutos, y pulsé el botón de iniciar. La bolsa daba vueltas y más vueltas en el interior del aparato; pero ni se inmutaba. ¿Porqué no se hinchaba? ¿Porqué no empezaban a sonar aquellos pequeños estruendos de las palomitas? Después de cinco minutos tuve que suspender el programa. La bolsa estaba completamente chamuscada, pero el maíz seguía intacto. Desde el comedor preguntaban airadamente, esperando mi llegada triunfal con el bol repleto de palomitas. Pero no había manera. Intenté remediar aquel inicio lamentable insertando una segunda bolsa y cambiando de programa. Pero nuevamente no sirvió para nada. La bolsa se infló levemente, pero las palomitas en su interior permanecían inmóviles, contraídas bajo su caparazón. Solo me quedaba un paquete. Mis amigos se impacientaban. No entendían que pasaba, y me lanzaban frases que se clavaban en lo más profundo de mi corazón: ¡Tanto microondas y mira! ¡Da igual, déjalo, ya comeremos unas patatas chips, ¿tienes patatas?

Solo una bolsa. Una oportunidad. Un motivo para seguir con orgullo aquella relación electro-humana. Pensé profundamente. ¡Vamos, vamos! ¿Qué programa debe ser? Entonces se me encendió la luz. Aclaré la mente. ¡Claro!, sencillamente debía poner modo normal, la potencia que señalaban las instrucciones del reverso de la bolsa, y vigilar constantemente. Y así lo hice. Accioné el modo normal, potencia setecientos, y unos tres minutos. Entonces, esperé sin quitar ojo del interior del electrodoméstico. Al minuto, la bolsa comenzó a inflarse. Poco después, sonaron algunas palomitas al abrirse: pop, popop, pop

lunes, 20 de diciembre de 2010

Esperando

Han pasado los años y ya no tengo que preocuparme por coger sitio; prácticamente tengo el banco para mi solo. Qué silencio. Como pasa el tiempo. A veces me siento como un legionario, aquel que siempre sobrevive a cada una de las batallas, pero va viendo caer a los suyos por mucho que no quiera mirar atrás. Y yo siempre voy para delante, pensando que no caeré. Aunque francamente, hay veces que me gustaría ser abatido, descansar de tanto ajetreo. Esta guerra, ya no es la mía, y no logro entender para qué lucho. No comprendo si este sufrimiento, esta incansable batalla, favorece a los míos, o les perjudica. Incluso pienso que lo mejor sería dejarlo, tanta guerra no es buena. Es mejor quedarse tranquilo, pero con una pizca menos. No merece la pena. Aunque por otra parte, quiero seguir corriendo; será por orgullo propio, de ver como después de tantas batallas yo siempre he estado triunfante. Sí, orgullo propio. De hecho, poco más. La persona que más quise hace tiempo que se fue. Así que, ¿a quién tengo que demostrar nada? A nadie, a mi mismo. Claro, si supiese a seguras que mi rendición me volvería a dejar con los que cayeron, no dudes que me rendiría sin rechistar; alzaría la bandera blanca bien arriba, tiraría todas las armas bien lejos de mi, y gritaría bien alto para anunciarles mi vuelta. Pero no tengo la seguridad de que pueda regresar. A lo mejor rendirme es apresurar la perdición de todo. Por lo menos aquí, sé que mis amigos surcan por estos vientos que aún puedo recordar. Y muchas veces con eso me basta. Aunque reconozco que otras, otras, se me hace tremendamente doloroso. En fin, demasiado tiempo libre. Lo mejor será que vaya a recoger al pequeño al colegio, que ya casi es la hora.