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lunes, 22 de marzo de 2010

La aventura del supermercado: 2ª parte

¡Ah! De vuelta al supermercado. Hoy es Sábado, y son más o menos la 13 horas del mediodía. Me sumerjo otra vez en la aventura. Solo entrar, admiro como decenas de carritos de la compra se encuentran apilonados, algunos con el candado puesto, y otros simulando que lo llevan. Aún no encuentro el espacio para ubicar el mío. De repente, una señora mayor me aparta con el brazo. Me mira fijamente con perceptible enojo y desconfianza, y me señala su carro con un movimiento seco y brusco. Al final deduzco, después del enfrentamiento, que quiere llevárselo. ¡Perfecto! Ahí colocaré el mío. Esto es como un parking repleto: hay que esperar a que alguien se marche y retire su coche. Al cabo de unos segundos, la señora ya me ha dejado su sitio. Introduzco la moneda de cincuenta céntimos y aseguro mi carrito. Me dirijo a los carros de la compra del supermercado. Necesito uno o dos euros para liberar mi futuro contenedor de productos transportable; vaya, mi carro. No tengo suelto. Maldita sea, no tengo suelto.

He cometido mi primer error. Ahora tendré que pedir cambio a la cajera. Esto es empezar con mal pie; tendré que interrumpirla en medio de su trabajo -un sábado al mediodía-, me mirará con cara de odio y soltará un fuerte suspiro; seguramente no me dirigirá ni una palabra, pero su lenguaje no verbal será claro y conciso; cogerá mi moneda, y me tirará el cambio sobre la mesa; rápidamente, sin que le pueda dar las gracias, se girará y continuará su labor. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Además, ¿por qué soy tan negativo? A lo mejor me recibe con cordialidad, entiende mi situación igual que yo entiendo la suya, y no hay ningún problema. ¡Exacto! No tengo que pensar mal. Pues allá voy. Me dirijo a ella, y le pido cambio. Se gira y... me mira con cara de odio. Vaya, ya os podéis imaginar lo siguiente. Lo tengo claro: cuando más tarde tenga que pagar mi compra, intentaré no encontrarme con esta cajera. Porque una cosa está clara, mi rostro ya lo tiene en mente.

En fin, ya tengo mi carro. Allá voy. ¡Supermercado, aquí estoy! Ya estoy dentro. Es el momento de explorar, indagar por todos los rincones del recinto. Alojar todo tipo de productos innecesarios que nunca hubiese pensado que necesitaba, y olvidar algunos que eran de vital importancia. De la leche, pan, arroz, aceite, y sal, pasamos rápidamente a platos precocinados, tortillas preparadas, pizzas congeladas, y repostería industrial. ¡Si es que uno no aprende! Sigo dando vueltas. Creo que me dejo algo. Pero no acierto a saber el qué. Ya es tarde. Estoy en la zona de cajas, pero aún no me he posicionado detrás de ninguna fila. ¡Porque creo que me dejo algo! De repente, mientras sigo pensando, veo que se acerca una pareja con dos niños y un carro repleto. ¡Que digo repleto! ¡Más que repleto! Parece imposible que tal cantidad de productos quepan en ese carro; encajados entre sí, como si de un Tetris se tratara. Sin duda, son unos maestros ensamblando productos. Pero se dirigen a la fila de caja. ¿Qué puedo hacer? Si me coloco ahora en caja, ya no podré coger el producto que me falta, pero si no lo hago, me pasarán delante con las consecuencias que ello comporta. No hay vuelta atrás, hay que seguir, tengo que meterme en caja. No puedo esperar a ver que pasa. Es como en la guerra, tengo que seguir aunque otros hayan caído. Rápido, yo puedo llegar antes que ellos; yo soy uno, y ellos cuatro. Nuestras miradas se cruzan, saben que pienso situarme en la cola. Y lo hago. Estoy antes. Ellos me miran, y contornean la cabeza, diciéndose a si mismos que no puede ser. Les he pasado por delante.

Me siento satisfecho, realizado, tranquilo. Respiro profundamente. ¡Ah! Pero de golpe, una frase que procede de otra caja, hasta hace un momento vacía, altera mi gozoso estado: -¡Pueden pasar también por esta caja, ya está abierta!- Han abierto otra caja. ¿Qué hago? Sigo en mi fila, o me sitúo en la nueva. Es un momento tenso, si tardo mucho, irán otros; si me quedo, quizá pierda la oportunidad. Detrás de mi, la pareja con los niños hace el amago del primer paso. ¡No! Yo estaba antes. Voy para la caja recién abierta. Les adelanto. Pero justo cuando voy a llegar, tres personas se me colocan delante. ¿De dónde demonios han salido? ¡Estoy cuarto! Miro hacia atrás, quiero rectificar. Pero no puedo, la pareja con los niños, ya están en mi anterior sitio. Son los terceros de la fila. ¿Dios me ha castigado? No creo, Dios ni siquiera se atreve a asomar la cabeza en los supermercados. Es un terreno perdido. El supermercado ha sacado lo peor de mi, y he recibido el castigo. Pero bueno, lo hecho, hecho está. Miro hacia delante. Tengo tres personas, tres compras, tres obstáculos que ya no puedo sortear. Solo me queda esperar. Uno. Dos. Tres. Y miro a caja. Como no, es ella, la cajera del cambio, la que me tiró las monedas para el carro. Sonríe, y me mira. Su venganza está servida. Casi prefiero que no avance la fila. Casi lo prefiero.

jueves, 4 de marzo de 2010

La aventura del supermercado, 1ª parte

Después de una larga jornada laboral, ¿Hay algo mejor que adentrarse en la maravillosa aventura de ir a comprar?

Ah, el supermercado. Esa gran selva alimenticia. Repleta de personas hambrientas de líos, de bullas, de hostilidad. Esas colas repletas de agresividad y mala leche. Miradas penetrantes. Movimientos cortos pero precisos. -Estaba yo primero. -¿Me deja pasar, solo llevo esto? Estrategia posicional, estrategia emocional. Todo un ritual que se mejora año tras año; y es que ahí están muchas personas de avanzada edad demostrando toda la experiencia; todos esos años de supermercado al máximo nivel.
Ese cesto o carro que está en la cola, pero nadie sabe de quién es. Y justo en el momento que, definitivamente, parece que no tiene dueño, en el último momento, aparece el maestro -no nos engañemos, mayormente del sexo femenino- para declarar que es de su posesión, y por lo tanto, tiene derecho a colocarse en ese sitio. ¡Esto es estrategia, que aprenda el ejército español!

Y qué decir del uso del engaño, del acercamiento al enemigo, de ganarse su confianza, y después... ¡Zas!
-Perdón, ¿me deja pasar?, solo llevo el Nesquik para el niño...
-Sí, claro, pase.
Ja, qué gran error. ¿De verdad creías que solo llevaba el Nesquik? No. Acto seguido, te das cuenta que había un punto muerto en tu campo visual. Sí, llevaba un Nesquik en la mano izquierda. Pero en el brazo derecho, como por arte de magia, aparecen más productos: la barra de pan, los huevos, el jamón york, y la leche. Pero ya es tarde. Está delante tuyo, y no puedes reaccionar. Te la han colado amigo. Y por mucho que mires a la cajera con cara de incredulidad, como esperando que te reconduzca la situación, sabes que ella no moverá ni el más mínimo dedo por ti. Que le das igual. Que sencillamente quiere acabar su jornada y llegar a casa.

Es la ley del supermercado, y solo sobrevive el más fuerte.