sábado, 11 de diciembre de 2010
Un día con Francisco Cebollo
Tenía cuatro cabras, dos vacas, un perro, cinco gallinas, y un gorrión. Se levantaba cada día a las cinco de la mañana; ordeñaba a Racinta, su vaca más joven, los lunes, miércoles, y festivos, mientras que Corzuela, su vaca más longeva, era ordeñada los días restantes, martes, jueves, y viernes. Después de tomarse su leche fresca, con un trozo de pan, aceite, y queso fresco de sus propias cabras, Francisco Cebollo, nuestro hombre, se sentaba a reposar media hora en su butaca de madera de roble, acolchada con esponja y lana. Pasados los treinta minutos, se levantaba haciendo ligeros movimientos de estomago, y se apresuraba para ir al lavabo. En apenas cinco minutos, salía del mismo con una ligera expresión de bienestar, se arremangaba sus duros pantalones vaqueros, se colocaba sus botas de toda la vida, y se llevaba a la boca un desgastado palillo de madera. Salía de casa y se paseaba por lo alto de la pradera durante tres horas. Al regresar, llevaba consigo un gran saco repleto de ramas, que posteriormente situaba en su robusta chimenea para calentar el comedor. Mientras el calor iba tomando la estancia, se dedicaba a compartir su tiempo en el establo con sus amados animales. Al acabar, volvía a su comedor caliente y acogedor, y preparaba todo lo necesario para comer sobre su mesa de arce rojizo; que poco después estaba dispuesta con diversos manjares, desde los quesos más artesanales, hasta las hortalizas y las frutas más frescas. Al terminar la comida, nuestro querido amigo se sentaba nuevamente en su butaca, gozando de una siesta de tres horas acompañado del silencio más generoso y el ligero cantar de los pajarillos. Al despertar, después de dibujar un bostezo de dantescas proporciones, se disponía a controlar el establo y dejar todo listo para el día siguiente. Caía la noche, y Francisco Cebollo recargaba su chimenea con más ramas recogidas de la mañana, al tiempo que abría su pequeño armario del comedor, y extraía un viejo teléfono de rueda. Al cabo de cuarenta minutos, ya había llegado la pizza a su cabaña; la cena estaba lista, y al terminar, Francisco Cebollo se tumbaba sobre su cama de lana, preparándose así para otro día agotador.

sábado, 13 de noviembre de 2010
Gatos azules
Sé que no existen los gatos azules ni los ratones rojos. Pero seguía buscando. Un día intenté viajar a un país inexistente, en un avión de cuatro alas que nunca despegó, tal vez, porque me lo inventé; pero allí estuve, más de diez días malviviendo en el aeropuerto, esperando, hasta que fatigado, medité retomar el camino a casa. Pero no quise volver a mi menguado piso, donde cada día que pasa todo parece más pequeño y desdeñado. Así que tracé en mi mente una nueva casa con grandes ventanales, tejas rojas y amplias habitaciones. Estaba apenas a cincuenta metros del mar, donde el oleaje susurraba con delicadeza. Por esta razón, después de cinco días caminando, llegué a la costa y la busqué. De norte a sur, y de sur a norte, con los pies desnudos y los pantalones remangados, pisaba la arena húmeda y salada; pero nunca acerté con ella. Aprovechando que me hallaba en aquel lugar tan mágico, repleto de grandes historias y las más gloriosas epopeyas, tomé la decisión de tumbarme en la orilla, con el agua del mar oscilando hasta mis tobillos. Y soñé. Imaginé. Viajé. Surgieron en mi mente pequeños hombrecillos de color melocotón, de pieles satinadas y resbaladizas -que contradicción-, alados y con pequeñas aletas en las espaldas; brincaban por el mar y se sostenían en el aire, mientras susurraban pequeñas sintonías que empujaban las olas hasta las rocas. En el cielo varias nubes se reconvertían en formas fácilmente reconocibles, e interactuaban entre ellas; una nube se afianzaba en un botijo, y fue tal la recreación, que comenzó a echar agua de su orificio, una cascada que se deslizó por el aire templado y llano, hasta chocar contra unas inmensas rocas repletas de cangrejos amarillos, deslumbrantes y resplandecientes, que se zambullían en el agua e iluminaban las profundidades, como las faros han guiado durante tantos años a los navegantes más intrépidos.
De repente abrí los ojos. Otra vez ilusiones, otra vez una mentira. Seguía tumbado en la arena, sí, pero ni existían nubes con forma de botijo, ni cangrejos amarillos que iluminaban la oscuridad más profunda. Y por supuesto, no había ningún hombrecillo de color melocotón. Solo algunas colillas sobre la orilla, y una hilera de boyas balanceándose sobre el mar. Me levanté con dificultad, como si aún no hubiese despertado del todo, y tomé la decisión de volver a casa, a la de verdad, la que es un mero contenedor de supervivencia, de complacencia. Notaba que me costaba caminar. Mis músculos no respondían, se mostraban rebeldes con mi mente. Si pretendía dar un paso, estos se paralizaban, se enfadaban y hacían caso omiso. De repente, comenzaron a zarandearme. Y sin darme cuenta, estaba boca abajo y caminando con mis brazos. Estos daban enormes brincos, tanto que parecía que levitase todo mi cuerpo en el aire; me estaba desplazando velozmente, pero con suavidad. Era algo inusual, pero satisfactorio. Avanzaba con largos saltos, y mi cuerpo parecía ligero como una pluma. Contra más alto me alzaba, más grácil notaba mi cuerpo y sus movimientos. Hasta que llegó un momento donde comencé a planear, a sentirme como un pájaro bailando junto al cielo y dejándose llevar por las corrientes de aire, ofreciendo su viaje a merced de la naturaleza. Me crucé entonces con calabazas aladas que aleteaban rápidamente, como colibríes, para reflotar aquel rechoncho cuerpo. También con un enorme campo de flores voladoras que se alzaban rotando sus pétalos como hélices de una helicóptero. Pero inesperadamente mis músculos volvieron a rebelarse. Regresaron a su forma inicial; me noté pesado y rígido, pero sobretodo vulnerable. Caía en picado. Y de repente, abrí los ojos. Estaba en medio de un callejón, apoyado en una farola que daba sus últimos coletazos, parpadeando intensamente y a punto de fallecer. Delante mío, al otro lado de la calle, un cubo de basura se balanceaba nervioso. De dentro apareció un delgado gato azul con un ratón rojo entre sus colmillos.
De repente abrí los ojos. Otra vez ilusiones, otra vez una mentira. Seguía tumbado en la arena, sí, pero ni existían nubes con forma de botijo, ni cangrejos amarillos que iluminaban la oscuridad más profunda. Y por supuesto, no había ningún hombrecillo de color melocotón. Solo algunas colillas sobre la orilla, y una hilera de boyas balanceándose sobre el mar. Me levanté con dificultad, como si aún no hubiese despertado del todo, y tomé la decisión de volver a casa, a la de verdad, la que es un mero contenedor de supervivencia, de complacencia. Notaba que me costaba caminar. Mis músculos no respondían, se mostraban rebeldes con mi mente. Si pretendía dar un paso, estos se paralizaban, se enfadaban y hacían caso omiso. De repente, comenzaron a zarandearme. Y sin darme cuenta, estaba boca abajo y caminando con mis brazos. Estos daban enormes brincos, tanto que parecía que levitase todo mi cuerpo en el aire; me estaba desplazando velozmente, pero con suavidad. Era algo inusual, pero satisfactorio. Avanzaba con largos saltos, y mi cuerpo parecía ligero como una pluma. Contra más alto me alzaba, más grácil notaba mi cuerpo y sus movimientos. Hasta que llegó un momento donde comencé a planear, a sentirme como un pájaro bailando junto al cielo y dejándose llevar por las corrientes de aire, ofreciendo su viaje a merced de la naturaleza. Me crucé entonces con calabazas aladas que aleteaban rápidamente, como colibríes, para reflotar aquel rechoncho cuerpo. También con un enorme campo de flores voladoras que se alzaban rotando sus pétalos como hélices de una helicóptero. Pero inesperadamente mis músculos volvieron a rebelarse. Regresaron a su forma inicial; me noté pesado y rígido, pero sobretodo vulnerable. Caía en picado. Y de repente, abrí los ojos. Estaba en medio de un callejón, apoyado en una farola que daba sus últimos coletazos, parpadeando intensamente y a punto de fallecer. Delante mío, al otro lado de la calle, un cubo de basura se balanceaba nervioso. De dentro apareció un delgado gato azul con un ratón rojo entre sus colmillos.

miércoles, 3 de noviembre de 2010
Que llega el Papa
Ya queda menos para que se presente el Papa con su papa-móvil por los pavimentos de Barcelona. La ciudad condal volverá a ser, para bien y para mal, foco de atención del país y del mundo; y como sucedió en los Juegos Olímpicos, en el Fòrum, o en otros eventos de tal calibre y repercusión, los sastres del ayuntamiento tendrán un arduo trabajo de confección, remiendos, y parches por colocar en una ciudad que se tapa y destapa a su merced, según requiere la ocasión.
Circulará el Papa sin atarse el cinturón por las calles de la ciudad. Como un emperador en la cima, moverá sus brazos torpemente para el deleite de sus súbditos. Regalará maliciosas sonrisas y oraciones, y concederá paz y amor para aquellos que se abstienen a tolerar, entre otros tantos, que solo pretenden llenar sus dosis periódicas de cotilleos y morbosidad. No necesitará respetar ni semáforos ni peatones, y podrá reposar allá donde le plazca, sin pensar que es carril bus o zona azul. Eso sí, rodará el papa-móvil con ritmo angelical por el gris asfalto, marcha imperiosa y triunfante, por una calle despejada de los estúpidos coches sin privilegios, aquellos de los trabajadores del día a día, de los que pagan impuestos y multas, si no se portan demasiado bien.
Vía libre al Papa y su ejército Papal. Si se tiene que movilizar media ciudad, se moviliza. Si hay que gastarse una porción del presupuesto ciudadano, se gasta. Si hay que taparse los ojos delante los pecados de la iglesia, se tapan. Todo sea por la bendición y presencia de un Papa; orgullo de unos y vergüenza de otros.
Circulará el Papa sin atarse el cinturón por las calles de la ciudad. Como un emperador en la cima, moverá sus brazos torpemente para el deleite de sus súbditos. Regalará maliciosas sonrisas y oraciones, y concederá paz y amor para aquellos que se abstienen a tolerar, entre otros tantos, que solo pretenden llenar sus dosis periódicas de cotilleos y morbosidad. No necesitará respetar ni semáforos ni peatones, y podrá reposar allá donde le plazca, sin pensar que es carril bus o zona azul. Eso sí, rodará el papa-móvil con ritmo angelical por el gris asfalto, marcha imperiosa y triunfante, por una calle despejada de los estúpidos coches sin privilegios, aquellos de los trabajadores del día a día, de los que pagan impuestos y multas, si no se portan demasiado bien.
Vía libre al Papa y su ejército Papal. Si se tiene que movilizar media ciudad, se moviliza. Si hay que gastarse una porción del presupuesto ciudadano, se gasta. Si hay que taparse los ojos delante los pecados de la iglesia, se tapan. Todo sea por la bendición y presencia de un Papa; orgullo de unos y vergüenza de otros.

viernes, 22 de octubre de 2010
Siempre fiel
Le apasionaba el cruasán de chocolate. Era capaz de comerse uno para el desayuno y otro para el café de mediodía. Y llegada la merienda, seguía disfrutando de su tercer cruasán de chocolate con la misma fascinación, inocencia y entusiasmo; como aquel niño que le entregan un caramelo después de una larga espera, y dibuja una sonrisa de oreja a oreja, mientras los ojos se iluminan con vivaces destellos conformando una pequeña constelación de felicidad y regocijo. Era su mayor placer, no había duda. Un ritual; mordisquear una pequeña extremidad, ver el chocolate desconfiado, escondido entre la masa de hojaldre, y como tímidamente se asomaba para revelar su dulce textura, desnudándose sin temor, y propiciar insinuante, un nuevo bocado, esta vez mezclando sabores, un baile en sus papilas gustativas, movimientos suaves, sensaciones intensas.
Precisaba Rosalía, amiga de la infancia y compañera de viaje desde entonces, que el noviazgo entre Marta y el cruasán de chocolate surgió en plena infancia, y la fidelidad entre uno y otro proseguía firme y sin grietas, como un mantel galvanizado y pleno de centelleos. Y no precisamente por falta de pretendientes, que Marta era una moza de muy buen ver. Pero ni las esponjosas ensaimadas, los quebradizos hojaldres, o las cremosas tartas de manzana, habían perturbado aquel lazo de adoración; Marta y su cruasán de chocolate eran dos incansables viajeros abnegados, que surcaban el mar y nunca desvanecían a las fuertes tempestades y los constantes azotes de olas guerreras, que enmascaraban cánones de belleza de reducida moralidad. No, aquella relación era inalterable; hasta el fin.
Precisaba Rosalía, amiga de la infancia y compañera de viaje desde entonces, que el noviazgo entre Marta y el cruasán de chocolate surgió en plena infancia, y la fidelidad entre uno y otro proseguía firme y sin grietas, como un mantel galvanizado y pleno de centelleos. Y no precisamente por falta de pretendientes, que Marta era una moza de muy buen ver. Pero ni las esponjosas ensaimadas, los quebradizos hojaldres, o las cremosas tartas de manzana, habían perturbado aquel lazo de adoración; Marta y su cruasán de chocolate eran dos incansables viajeros abnegados, que surcaban el mar y nunca desvanecían a las fuertes tempestades y los constantes azotes de olas guerreras, que enmascaraban cánones de belleza de reducida moralidad. No, aquella relación era inalterable; hasta el fin.

sábado, 16 de octubre de 2010
El bocadillo del niño

-¿Paquito? ¿Eres tú? Escucha Paquito; que el niño se ha dejado el bocadillo en casa, ya sabes que últimamente no sabe ni donde tiene la cabeza, total, que me he dado cuenta hace un momento, después de limpiar los platos y arreglar la cocina. Y claro, el niño ya debe estar en el cole, que entran a las ocho y ya son casi y diez... ¿Estás en el bar o dónde estás? Porque si estás en el bar, podrías subir un momento y llevarle el bocadillo, ¿no, Paquito? ¿Cómo? ¿Qué ya estás trabajando? Coño Paquito, una vez que trabajas a tu hora y tiene que ser hoy. Déjalo, pues nada déjalo. Ay la madre. Ya miro de llevárselo yo en un momento. ¡Si es que tengo que hacerlo todo!-
Carmen colgó bruscamente el teléfono. Se dirigió rápidamente al dormitorio y se cambió de zapatillas; dejó en un rincón las de estar por casa, y se puso las de salir a la calle, rojas y más coquetas. También hizo lo mismo con su bata de cuadros, la cual tendió con desidia sobre la cama, y se vistió con la de estampado de flores azul turquesa. Agarró las llaves en una mano y el bocadillo en la otra, y zarpó del piso dando un enorme portazo. Pensó que ahorraría tiempo si en lugar de utilizar el ascensor, bajaba rápidamente, dando ligeros saltos por las escaleras; y Carmen comenzó el descenso a base de brincos, como una cabra se aventura por el monte. Primero de dos en dos, después de tres en tres; con sus zapatillas amortiguando, y su bata ondeándose con dulzura y suavidad, una bata bien lavada y secada, esponjosa y con un ligero olor a lavanda. En el último tramo de escalera, Carmen enloqueció: saltó cinco peldaños del tirón. Al hacerlo, se sintió con más fuerza, como una paloma en libertad, o un delfín nadando en el inmenso océano. -Qué subidón- pensó Carmen. Comenzó a correr. Salió del edificio, cruzó la calle, giró la esquina, se cruzó con Pepita, la del cuarto, con Fermín, el de la carnicería, con Guadalupe, la cuidadora de Rúcula, la vecina del quinto con nombre de ensalada, pensaba siempre Carmen con el esbozo de una tímida sonrisa. Siguió corriendo. Como nunca había hecho. El colegio estaba apenas a unos cuatrocientos metros. Carmen pensó que si seguía así, en cinco minutos podría estar allí para darle el bocadillo a Jorge. Así que, corría y corría. Sus pasos eran firmes pero ligeros, rápidos y largos; su zancada se levantaba del suelo y su cuerpo se mantenía a flote por segundos; como si la gravedad se diluyese con el viento. La bata de flores parecía la capa de un superhéroe; y no era Batman, ni Superman: era Carmen, que debía entregar el bocadillo a su hijo lo antes posible. Era la única persona capaz de realizar la hazaña. Mientras iba pensando en ello, se sentía más y más orgullosa; plena de alegría, valorada, y capaz de cualquier cosa.
Llegó a la calle principal, repleta de coches, motos, camiones, y peatones esperando que el semáforo mostrara su verde resplandeciente. Pero Carmen, que venía repleta de sensaciones, como nunca antes había sentido, no quiso esperar. Comenzó a acelerar, consiguiendo zancadas aún más largas y rápidas. Y cuando su pie alcanzó la primera franja del paso de peatones, se catapultó por encima de todos los vehículos que pasaban por aquel tramo; cruzó la calle de un solo bote, enlairándose a diez metros del suelo, flotando como una nube, con su capa ondeando al viento, y una amplia sonrisa en su rostro. Aterrizó al otro lado de la calle con una pirueta magnífica e inverosímil; sus zapatillas rojas se estremecieron contra la acera, pero Carmen se incorporó velozmente y prosiguió su carrera. Caracoleó con movimientos precisos entre el denso bosque de personas que circulaban por la calle central, sin perder ni una pizca de aceleración, y divisó, a cien metros, el colegio de Jorge. Y siguió corriendo con el bocadillo en la mano, con la mirada fija, con sus zapatillas intactas, y una bata transfigurada en capa. Nadie osaba oponerse al propósito de aquella madre; héroe sin máscara, sin trampa ni cartón. En la lejanía, con el sol reluciente y cálido a media distancia, la silueta de Carmen era como la de un guepardo cruzando el desierto en solitario, con sus dulces movimientos, acariciando el suelo, bailando en veloz carrera, guiándose por su instinto. Llegó Carmen frente al colegio sin más oposición que la del propio tiempo, que se limitaba a seguir existiendo. Entonces, de repente, sin ningún tipo de declaración, la atenta madre y héroe, frenó. En seco, sin retroceso, sin gastar más energía de la necesaria. Completamente firme, con la espalda recta y la mirada afianzada en aquel edificio, agarró con fuerza la larga tira de su bata, y estiró con convicción, apretando la prenda holgada a su alrededor; el lado derecho hacia la izquierda, y el lado izquierdo hacia la derecha, haciendo posteriormente un nudo poderoso e invulnerable. Después, suspiró profundamente; como quién se desprende a través del mismo de todos sus miedos y preocupaciones. Avanzó hacia delante, esta vez caminando, paso a paso, pero con la misma convicción.
Carmen entró en el colegio. Habló con el conserje, y el conserje citó al director. El director, con un gesto apacible, asentó la cabeza y contestó al conserje, el conserje recorrió tres pasillos hasta llegar a la clase de Jorge, y el profesor de matemáticas, que en ese preciso momento estaba revisando los deberes del día anterior, hizo salir de clase a Jorge. Al cabo de unos minutos, Jorge apareció, con un ligero sonrojo, frente a su madre.
- Cariño, que te has dejado el bocadillo en casa- dijo Carmen, con alivio y distensión.
- Jo, mamá, que vergüenza, otro día no vengas, ya me hubiese comprado cualquier cosa. ¿De qué es?- contestó Jorge, cabizbajo y un tanto irritado.
- De mortadela.
- Buf, - resopló el niño- si sabes que no me gusta.
- Pues te lo comes, que soy tu madre.

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