En mi pueblo yo soy el gran poeta, aquel que repudia el coche y usa bicicleta. Cuando la gente me mira hago vista perdida, me acaricio la barbilla, así quedo interesante, y nadie pilla mi mentira. Aguantando un libro deteriorado en mano, camino hacia el parque, observo las madres de buen ver, y me siento en el banco más cercano. Mirada puesta en el cielo, saco una pluma caligráfica y hago como que anoto, simulo haber encontrado una inspiración entre el alboroto. Suspiro, bajo la mirada, y empiezo la lectura; pero realmente no estoy leyendo, es todo tomadura. Pero las madres en mi ya se han fijado; este tipo no es rudo y basto como mi marido, seguro que es cariñoso, sensible, y amoroso, ¡Qué distinguido! Y yo mientras imagino, dibujo una sonrisa, miro a esas mujeres, suspiro y cruzo las piernas, todo paulatino. Ellas se apresuran con sus hijos y rehuyen miradas, pero es normal, están intimidadas. Entonces, vuelvo a mi barbilla, la acaricio sensualmente, estoy que me salgo, no soy un tipo corriente.
Las madres ya se han marchado, realmente las he impresionado. Cojo el libro viejo y camino con talante, manos en la espalda, mirada segura, siempre relevante. Ahora toca ruta por la calle, como gran poeta que indaga inspirarse, que anhela encontrar la llave. Descanso delante los aparadores, para crear tensión e incertidumbre, los comerciantes desde dentro arrinconan sus labores; ahora soy yo el foco de aquel instante, ha llegado el hombre más importante. Personas que se cruzan en el camino me saludan con admiración; les dedico un ligero gesto, poco más, hay que mantener la reputación.
Pasada la tarde, me sitúo en la plaza más concurrida, y con pausa y delicadeza extraigo mi reloj de bolsillo, mientras con la otra mano acaricio el cinturón, desplazo mi mano suavemente por la hebilla, y como no, acto seguido me sobo la barbilla. Ya me puedo ir para casa, ya he pasado el día, sigo siendo ese gran hombre, poeta inalcanzable de la muchedumbre.
martes, 9 de agosto de 2011
lunes, 25 de julio de 2011
Reflexiones de una persona aburrida: la taza
Eran apenas las siete de la mañana. Y mientras desayunaba con las noticias televisivas marcando el ritmo de fondo, contemplaba mi taza del desayuno. Mírala ahí, repleta de café con leche, cereales y galletas integrales; sí, de esas galletas que te pones como para convencerte que tendrás un día mejor y más afortunado. Y entre tanta mezcla alimentaria, un recipiente mágico como la taza; con su asa sobresaliendo del cuerpo, para agarrarla meticulosamente, con cariño, como un pellizco duradero, y tan amable que me protege de quemaduras, de abrasarme ligeramente las manos. Todo un detalle.
Ella aguanta lo que sea, es capaz de quedarse minutos y minutos sosteniendo el calor, esperando que yo asiente y decida beber. Nunca decae, ni se queja, solo espera el momento. Es una pequeña héroe del día a día, de lo cotidiano. Solo aguarda servir y estar preparada para el día siguiente. Y la mía es verde, pero eso que más da. Puede ser roja, azul, con dibujos, e incluso de mal gusto, con la cara de un familiar o un mensaje de buenos días. Pero sea como sea, es una luchadora que pocas veces falla, y si lo hace no es por falta de coraje, sino porque ya ha derrochado toda su nobleza, o nosotros le hemos fallado, no supimos abrazarla como debíamos. Quisimos hacer demasiadas cosas a la vez, y la dejamos en un segundo plano, mientras nuestra mente se distraía por otros lugares, y se nos resbaló, la dejamos marchar como ella nunca hubiese hecho.
Y hora que ya estoy terminando el desayuno, la vuelvo a observar. Sigue inmutable, rígida en su tarea. Que egoísta he sido tantas veces al descuidarme de su valía; cuantas veces he dispuesto de sus servicios, y una vez exprimida, la he dejado abandonada, sucia y sin prestarle la más mínima atención. Rodeada de otros héroes utilizados y desatendidos: platos, vasos, tenedores, cucharas, cuchillos, y muchos más, demasiados. Y yo, egoísta como siempre, he priorizado descansar, disfrutar, o realizar cualquier otra actividad. Solo después, cuando he vuelto a requerir de ellos, incluso en momentos de urgencia, he decidido atenderlos.
Vaya, mi pequeña taza, no se como disculparme, y aunque sé que no está bien, y que te diga que no volverá a ocurrir, ambos sabemos que no será así. No será hoy, ni mañana, quizá dentro de cuatro días, pero desgraciadamente, y asumiendo mi vergüenza, volverás a darme más de lo que yo jamás te daré.
Ella aguanta lo que sea, es capaz de quedarse minutos y minutos sosteniendo el calor, esperando que yo asiente y decida beber. Nunca decae, ni se queja, solo espera el momento. Es una pequeña héroe del día a día, de lo cotidiano. Solo aguarda servir y estar preparada para el día siguiente. Y la mía es verde, pero eso que más da. Puede ser roja, azul, con dibujos, e incluso de mal gusto, con la cara de un familiar o un mensaje de buenos días. Pero sea como sea, es una luchadora que pocas veces falla, y si lo hace no es por falta de coraje, sino porque ya ha derrochado toda su nobleza, o nosotros le hemos fallado, no supimos abrazarla como debíamos. Quisimos hacer demasiadas cosas a la vez, y la dejamos en un segundo plano, mientras nuestra mente se distraía por otros lugares, y se nos resbaló, la dejamos marchar como ella nunca hubiese hecho.
Y hora que ya estoy terminando el desayuno, la vuelvo a observar. Sigue inmutable, rígida en su tarea. Que egoísta he sido tantas veces al descuidarme de su valía; cuantas veces he dispuesto de sus servicios, y una vez exprimida, la he dejado abandonada, sucia y sin prestarle la más mínima atención. Rodeada de otros héroes utilizados y desatendidos: platos, vasos, tenedores, cucharas, cuchillos, y muchos más, demasiados. Y yo, egoísta como siempre, he priorizado descansar, disfrutar, o realizar cualquier otra actividad. Solo después, cuando he vuelto a requerir de ellos, incluso en momentos de urgencia, he decidido atenderlos.
Vaya, mi pequeña taza, no se como disculparme, y aunque sé que no está bien, y que te diga que no volverá a ocurrir, ambos sabemos que no será así. No será hoy, ni mañana, quizá dentro de cuatro días, pero desgraciadamente, y asumiendo mi vergüenza, volverás a darme más de lo que yo jamás te daré.

lunes, 27 de junio de 2011
En blanco
Se puso a escribir sin demasiada ambición; para estar entretenido, básicamente. Así, empezó a mirar su entorno. Buscaba una inspiración, algún tema que tratar. Suspendió la mirada durante unos minutos de izquierda a derecha, de arriba a bajo, pero no encontró nada que sugiriese una historia, una trama, ni siquiera algo reseñable. Realmente no estaba inspirado. Pero quería escribir.
Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.
El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.
Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.
Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.
Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.
El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.
Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.
Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.

jueves, 2 de junio de 2011
Pe depé
En la casa de los Pés, Pepe era el papá de Pepito, y cuando encontraba un instante de soledad, se sentaba desahogado en su butaca, disfrutando de una buena pipa, inhalando humo, desplazando sus problemas, aplazando responsabilidades. A esto que llegaba Pepito, gritando y dando brincos, que si papá me he hecho pupa, que si papá me he hecho popó, que si papá que tengo pipi, y venga, el papá a aguantar todo el paripé. Que en esto que llega la Pepa, la mamá de Pepito, y el niño mimado deja a Pepe de lado, y ahora le toca a la Pepa. Pepa, Pepa, Pepa, que nunca le quiso llamar mamá, que si tengo pupa, popó, o pipi. Que niño más edulcorado, que niño más papanatas. En eso que llega el abuelo Papito, que al niño no le echéis la culpa, que la culpa es solo vuestra; que jamás he visto una manera más paupérrima de educar un niño que la realizada con Pepito. ¡Papá, por favor! Ahora será solo culpa nuestra, salta Pepe refunfuñando, harto de no poder disfrutar su pipa, y de aguantar los sermones de su papá. El niño mientras, a lo suyo, que tengo pupa, que tengo popó, que tengo pipi, que si papa, que si Pepa, que si Papito: pe, perepé, pe, parapá, aquí estoy yo, hacedme caso, que no pienso parar.
Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.
Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.

viernes, 29 de abril de 2011
El trepidante detective Jonny Monroe
No era un detective como los demás. Jonny era bien diferente a detectives como Ralph Croquet, Jeremy Rogers, o el maquiavélico Fernandez Lausson. Tampoco tenía nada que ver con los Monroe, ni los de la Marilyn, aunque a veces la gente le olisqueaba intentando encontrar fragancia a Chanel 5, ni con los amortiguadores Monroe de toda la vida. No, no tenía ninguna relación. Jonny Monroe era único. Solo había uno, por suerte o por desgracia. Metódicamente era capaz de percatarse de cualquier detalle. Quién no recuerda su frase en el caso de silver street, "si encontramos a alguien que le fascinen los donuts, tendremos a nuestro asesino", dijo con firmeza en aquel terrible suceso detrás del mostrador del Dunkin' Donuts. El resto de presentes, le miraron estupefactos. Que puto crack.
Hoy tenía un nuevo reto, un nuevo obstáculo que superar. Margaret Wilson había sido asesinada en su propia casa. Permanecía en el suelo, con notables signos de violencia. Su hijos, que habían alertado a la policía nada más encontrar a su madre tendida en el suelo, no estaban en casa en el momento del brutal asesinato; mientras, el marido de la víctima, había cogido poco después del crimen, apenas una hora, un avión para la República Dominicana. Jonny, situado quieto e inmutable en el epicentro del lugar de los hechos, mientras el resto de profesionales buscaban pistas y detalles y pretendían dar el caso por cerrado, descendió su mirada hacia el suelo, suspiró, miró su reloj, y alzó la cabeza con aplomo. "La víctima ha sufrido una brutal paliza. El marido estaba aquí y se fue corriendo, directamente fuera del país. ¿Miedo? Seguramente. Si encontramos a alguien que también quiera matar al marido, tendremos al asesino". Los presentes en aquel lugar lo miraron asombrados. Porque Jonny siempre asombraba y abrumaba a los demás.
Hoy tenía un nuevo reto, un nuevo obstáculo que superar. Margaret Wilson había sido asesinada en su propia casa. Permanecía en el suelo, con notables signos de violencia. Su hijos, que habían alertado a la policía nada más encontrar a su madre tendida en el suelo, no estaban en casa en el momento del brutal asesinato; mientras, el marido de la víctima, había cogido poco después del crimen, apenas una hora, un avión para la República Dominicana. Jonny, situado quieto e inmutable en el epicentro del lugar de los hechos, mientras el resto de profesionales buscaban pistas y detalles y pretendían dar el caso por cerrado, descendió su mirada hacia el suelo, suspiró, miró su reloj, y alzó la cabeza con aplomo. "La víctima ha sufrido una brutal paliza. El marido estaba aquí y se fue corriendo, directamente fuera del país. ¿Miedo? Seguramente. Si encontramos a alguien que también quiera matar al marido, tendremos al asesino". Los presentes en aquel lugar lo miraron asombrados. Porque Jonny siempre asombraba y abrumaba a los demás.

Suscribirse a:
Entradas (Atom)