Esta rosa está marchita. Tírala ya. No va a revivir por mucho que le cambies el agua y la asientes cada mañana en la terraza. ¿No te das cuenta? No se puede hacer nada por ella. Está arrugada por el tiempo; agrietada por las ráfagas de viento que ha sufrido; seca y cabizbaja; no puede mirar al frente; deja caer sus pétalos como si fueran lágrimas, rozan en su tallo y reposan en la tierra. Tírala ya. No va a revivir. Mañana compramos otra, sana y recia, repleta de vida, que ofrezca belleza a tu terraza, nos otorgue más satisfacciones que penas.
-No. No es justo. Esta rosa me otorgó todas esas cosas que comentas, sin apenas darle nada a cambio. Cambiaré su agua cada día, la acomodaré en la terraza por las mañanas, recogeré todos sus pétalos caídos, y levantaré su tallo cuando haga falta. Esa será mi mayor satisfacción.
martes, 27 de abril de 2010
domingo, 25 de abril de 2010
Está usted pagando más de lo que debería
Buenos días señora, ¿me permite que le quite un poquito de su tiempo? No, en serio, solo será un momento. Disculpe, entiendo que esté ocupada, pero solo será un momento, de verdad, un ratito. Apenas un minuto. ¿Usted no quiere pagar menos en su factura de la luz? Seguro que sí; pues yo vengo a ayudarle, a conseguir que cada mes pague un poquito menos; y con ese dinero que se ahorrará, pues podrá permitirse algunos caprichos, ¡que seguro se lo merece! Mire, solo un momento, de verdad, sino es más que cinco minutos. ¿Tiene alguna factura de la luz en casa? ¡Seguro que sí! Solo necesito eso, y haré que pague mucho menos. Solo necesito ver esa factura. No se preocupe, claro que soy de la compañía, por eso no tenga miedo, ¿no ve mi placa? A ver donde la he puesto... ah sí, aquí, mire, mire, perdón, si la tenía por aquí, estaba por aquí. Sabe que pasa, que nadie me la pide, pero hace bien usted en perdirla, ¿eh?, que hoy en día vaya usted a saber a quién le abre la puerta. Vaya, creo que me la he dejado en el coche, ¿quiere que baje a buscarla? Aunque solo será un momentito, de verdad. Déjeme una factura, cualquiera; de este mes, del pasado, de hace tres meses, todas me sirven. Sí. Espero.
A ver. Sí, esta me vale. Veamos, ajá, titular, tipo de contrato, sí, muy bien, veamos, ajá, ajá. Huy, esto se lo podemos mejorar. Y tanto; usted está pagando más de lo que debe. Sí, claro. Es que paga por servicios que no utiliza, y algunos los podemos optimizar. Verá, ¿le hago un calculo de lo que pagaría con nosotros? Pues mire, teniendo en cuenta el contrato, estos parámetros, y estos otros. En total... a ver; claro, esto lo podemos quitar, esto lo está pagando para nada. Mire mire, ahora paga esto, ¿lo ve? Pues con nosotros se le quedaría, sumo esto, hago el descuento, y vemos, veamos, igual a... ¡Usted pagaría un euro con sesenta menos al mes! ¿Lo ve como solo ha sido un momento? Ahora solo debe rellenarme estas hojas, darme los datos de facturación, llamar a este teléfono para verificar su cambio de contrato, y darse de baja de este otro servicio. ¿Qué le parece? En serio, estamos para servirle, no se preocupe.
A ver. Sí, esta me vale. Veamos, ajá, titular, tipo de contrato, sí, muy bien, veamos, ajá, ajá. Huy, esto se lo podemos mejorar. Y tanto; usted está pagando más de lo que debe. Sí, claro. Es que paga por servicios que no utiliza, y algunos los podemos optimizar. Verá, ¿le hago un calculo de lo que pagaría con nosotros? Pues mire, teniendo en cuenta el contrato, estos parámetros, y estos otros. En total... a ver; claro, esto lo podemos quitar, esto lo está pagando para nada. Mire mire, ahora paga esto, ¿lo ve? Pues con nosotros se le quedaría, sumo esto, hago el descuento, y vemos, veamos, igual a... ¡Usted pagaría un euro con sesenta menos al mes! ¿Lo ve como solo ha sido un momento? Ahora solo debe rellenarme estas hojas, darme los datos de facturación, llamar a este teléfono para verificar su cambio de contrato, y darse de baja de este otro servicio. ¿Qué le parece? En serio, estamos para servirle, no se preocupe.
jueves, 22 de abril de 2010
Cena en casa de los Garcia
Fernando Garcia llegó a las nueve, sustentando entre sus manos una enorme bandeja, justo antes de que entrara Enrique, su hermano. Media hora antes, Sandra, la sobrina de Carlos, el novio de Julieta, hermana de Fernando y Enrique, y madre de Magdalena, llegaba a la casa de la señora Marisa, con el vestido repleto de manchas de aceite. Marisa, aquella tarde, había estado en la cocina desde las cuatro, mientras su marido Gustavo fue a echar una partida de dominó al bar del pueblo, junto con varios amigos, entre ellos, los güisquis dobles; aunque poco antes de llegar y sentar sus aposentos en la silla para no levantarse hasta pasadas las ocho, hora que decidió volver a casa, se encontró por el camino con Julieta y Rosa, ésta ultima, la mujer de Fernando, que se dirigían a casa de su mujer para ayudar en los preparativos de la cena.
En la casa, antes que llegaran Julieta y Rosa, junto con Marisa, se encontraba también Laura, eficiente y servicial como siempre, que llegó pasadas las tres del mediodía con un recetario para dar ideas a su suegra; gran error, pues a pesar de la gran persona que era Marisa, todos sabían que si algo no aguantaba, mujer tradicional como era ella, es que le quisieran dar ideas en la cocina. Pasadas las cinco, apareció Bonifacio con un balón de cuero entre las manos, oficial FIFA, pijo como de costumbre, para preguntar por su primo Roque, hijo de Laura, y posiblemente de Enrique, aunque las malas lenguas no se atrevían a asegurarlo. Pero Roque, tal y como dijo Laura a Bonifacio, había ido a jugar con Luisa y Magdalena, porque Roque podría ser bastardo, pero de tonto no tenía ni un pelo.
Aquella tarde, Fernando, el más pequeño de los hermanos, aprovechando la ausencia de su mujer, se había quedado en casa cuidando de Sandra, haciendo ese rol de padre que tantas veces le habían recriminado Marisa, Julieta, y Laura, siempre que veían atareada a la pobre Rosa; también llamada como la malabarista del hogar. Pero nada más pasar veinte minutos, Lucas, el hermano de Gustavo, y marido de Blanca, vino a su casa para recoger la Black&Decker que le había prestado, y de paso, tomar unas copas en el bar del pueblo, donde acababa de llegar Gustavo para echar su partida. Fernando, como no quería dejar sola a Sandra, decidió llevársela al bar, junto con Lucas y la Black&Decker. Por el camino, se cruzaron con Luisa y Magdalena, que habían quedado en el árbol del arroyo con Roque, nieto de Marisa y Gustavo, e hijo de Laura, y a saber, si de Enrique. Fernando, viendo la oportunidad que se le presentaba, animó a su hija a acompañarlas. Sandra, que no tenía demasiado entusiasmo con la compañía de su padre, aceptó, aunque a mitad de camino se separó de Luisa y Magdalena, con la intención de volver a su casa y hacerse una merienda digna de una reina; y es que Sandra, tenía el mote de la bolita del Yucatán, por razones ligadas a su tremenda adicción por la comida.
En el árbol del arroyo, poco después, Roque saludaba calurosamente a Luisa y Magdalena, recién llegadas al lugar, algo cansadas y necesitadas de agua. Inclinándose las dos ante aquella agua fresca, bebieron durante un buen rato. Mientras, algo lejos de allí, Sandra se preparaba unas tostadas, se subía a una silla y pescaba del armario todo tipo de galletas, magdalenas, bizcochos, y demás alimentos con el azúcar por bandera. Lucas y Fernando, por su parte, llegaban al bar del pueblo, donde sentado en la mesa más vieja del local, se encontraba Gustavo, con sus amigos de toda la vida, Jacinto, el Toño, y Ramiro. Con un saludo ligero y escueto se dijeron todo lo que se tenían que decir. Gustavo continuó sumergido en su partida, mientras Lucas y Fernando se sentaron en unos taburetes viejos al borde de la barra; dos cervezas, por favor. Entretanto, a quinientos metros de la casa de Marisa, Enrique pasaba por la pastelería de Don Fermín, viudo de Leopolda, la que fue hija de los Carmona, una de las familias más detestadas del pueblo a raíz del enfrentamiento, décadas atrás, con los Rodríguez. Como era un poco tarde, poca variedad tuvo para elegir, así que Enrique, que conocía muy bien a su madre, compró el clásico pastel de nata y bizcocho.
Llegadas ya las ocho, el pequeño Bonifacio fue a casa Rosa y Fernando, aunque allí solo estaba Sandra, que le abrió la puerta con los labios repletos de chocolate y una sonrisa amplia y maliciosa. Sandra y Bonifacio se quedaron en la cocina. Pero Bonifacio, mimado como siempre, empezó a dar golpeos al balón hasta que impactó en el aceitero, saliendo disparado contra Sandra, que quedó totalmente embadurnada de aceite. Llorando y gritando salió corriendo la jovencita, mientras Bonifacio, tan valiente como su padre Carlos, marido de Julieta, se fue directamente a la cena de sus abuelos; donde estaban Rosa, Julieta, Laura, Marisa, y Blanca, que acababa de llegar preguntando por su marido, que tendría que haber vuelto a casa hacia las siete más o menos. A la vez, Enrique, con el pastel en sus brazos, pensó en pasar por casa de Fernando a pedirle una bandeja, pero al llegar allí, encontró la puerta abierta y la cocina totalmente desordenada y sucia; así que salió disparado hacia la comisaría de policía, cerrando la puerta de un portazo. Mientras, en el bar, Fernando y Lucas se alejaban de la barra para despedirse. Fernando, solo llegar a su casa, vio la cocina desordenada y un pastel encima la mesa. Que desorden, todo por un pastel, pensó. Cogió el pastel, una bandeja, y se dirigió a casa de sus padres.
En casa de los Garcia, Marisa tenía todo preparado. Sandra llegó con el vestido lleno de aceite, se agarró a Rosa, y comenzó a llorar. Julieta, la mujer de Carlos, cogió el balón de Bonifacio, salió al exterior de la casa, abrió el cubo de la basura, y encontró tirado junto con cáscaras, grasas, y demás, un libro de cocina. Al poco, llegó Fernando, con una bandeja en sus manos; le comentó a Blanca, que su marido, Lucas, ya habría llegado a su casa. Y un instante después, entró Enrique, sensiblemente irritado, porque la policía no estaba en la comisaria.
Carlos llegó a las nueve y media, con un traje de rayas y corbata blanca, totalmente desentendido con el resto de la familia. En la mesa, Marisa, Gustavo, Rosa, Fernando, el mismo Carlos, Julieta, Enrique, Laura, Sandra, y Bonifacio, esperaban a Luisa, Magdalena, y Roque, que apareció, el joven de catorce años, con la camisa a rayas desencajada, y una amplia sonrisa, así como Luisa y Magdalena, que venían algo retrasadas del joven, ambas, con los pómulos sonrojados.
En la casa, antes que llegaran Julieta y Rosa, junto con Marisa, se encontraba también Laura, eficiente y servicial como siempre, que llegó pasadas las tres del mediodía con un recetario para dar ideas a su suegra; gran error, pues a pesar de la gran persona que era Marisa, todos sabían que si algo no aguantaba, mujer tradicional como era ella, es que le quisieran dar ideas en la cocina. Pasadas las cinco, apareció Bonifacio con un balón de cuero entre las manos, oficial FIFA, pijo como de costumbre, para preguntar por su primo Roque, hijo de Laura, y posiblemente de Enrique, aunque las malas lenguas no se atrevían a asegurarlo. Pero Roque, tal y como dijo Laura a Bonifacio, había ido a jugar con Luisa y Magdalena, porque Roque podría ser bastardo, pero de tonto no tenía ni un pelo.
Aquella tarde, Fernando, el más pequeño de los hermanos, aprovechando la ausencia de su mujer, se había quedado en casa cuidando de Sandra, haciendo ese rol de padre que tantas veces le habían recriminado Marisa, Julieta, y Laura, siempre que veían atareada a la pobre Rosa; también llamada como la malabarista del hogar. Pero nada más pasar veinte minutos, Lucas, el hermano de Gustavo, y marido de Blanca, vino a su casa para recoger la Black&Decker que le había prestado, y de paso, tomar unas copas en el bar del pueblo, donde acababa de llegar Gustavo para echar su partida. Fernando, como no quería dejar sola a Sandra, decidió llevársela al bar, junto con Lucas y la Black&Decker. Por el camino, se cruzaron con Luisa y Magdalena, que habían quedado en el árbol del arroyo con Roque, nieto de Marisa y Gustavo, e hijo de Laura, y a saber, si de Enrique. Fernando, viendo la oportunidad que se le presentaba, animó a su hija a acompañarlas. Sandra, que no tenía demasiado entusiasmo con la compañía de su padre, aceptó, aunque a mitad de camino se separó de Luisa y Magdalena, con la intención de volver a su casa y hacerse una merienda digna de una reina; y es que Sandra, tenía el mote de la bolita del Yucatán, por razones ligadas a su tremenda adicción por la comida.
En el árbol del arroyo, poco después, Roque saludaba calurosamente a Luisa y Magdalena, recién llegadas al lugar, algo cansadas y necesitadas de agua. Inclinándose las dos ante aquella agua fresca, bebieron durante un buen rato. Mientras, algo lejos de allí, Sandra se preparaba unas tostadas, se subía a una silla y pescaba del armario todo tipo de galletas, magdalenas, bizcochos, y demás alimentos con el azúcar por bandera. Lucas y Fernando, por su parte, llegaban al bar del pueblo, donde sentado en la mesa más vieja del local, se encontraba Gustavo, con sus amigos de toda la vida, Jacinto, el Toño, y Ramiro. Con un saludo ligero y escueto se dijeron todo lo que se tenían que decir. Gustavo continuó sumergido en su partida, mientras Lucas y Fernando se sentaron en unos taburetes viejos al borde de la barra; dos cervezas, por favor. Entretanto, a quinientos metros de la casa de Marisa, Enrique pasaba por la pastelería de Don Fermín, viudo de Leopolda, la que fue hija de los Carmona, una de las familias más detestadas del pueblo a raíz del enfrentamiento, décadas atrás, con los Rodríguez. Como era un poco tarde, poca variedad tuvo para elegir, así que Enrique, que conocía muy bien a su madre, compró el clásico pastel de nata y bizcocho.
Llegadas ya las ocho, el pequeño Bonifacio fue a casa Rosa y Fernando, aunque allí solo estaba Sandra, que le abrió la puerta con los labios repletos de chocolate y una sonrisa amplia y maliciosa. Sandra y Bonifacio se quedaron en la cocina. Pero Bonifacio, mimado como siempre, empezó a dar golpeos al balón hasta que impactó en el aceitero, saliendo disparado contra Sandra, que quedó totalmente embadurnada de aceite. Llorando y gritando salió corriendo la jovencita, mientras Bonifacio, tan valiente como su padre Carlos, marido de Julieta, se fue directamente a la cena de sus abuelos; donde estaban Rosa, Julieta, Laura, Marisa, y Blanca, que acababa de llegar preguntando por su marido, que tendría que haber vuelto a casa hacia las siete más o menos. A la vez, Enrique, con el pastel en sus brazos, pensó en pasar por casa de Fernando a pedirle una bandeja, pero al llegar allí, encontró la puerta abierta y la cocina totalmente desordenada y sucia; así que salió disparado hacia la comisaría de policía, cerrando la puerta de un portazo. Mientras, en el bar, Fernando y Lucas se alejaban de la barra para despedirse. Fernando, solo llegar a su casa, vio la cocina desordenada y un pastel encima la mesa. Que desorden, todo por un pastel, pensó. Cogió el pastel, una bandeja, y se dirigió a casa de sus padres.
En casa de los Garcia, Marisa tenía todo preparado. Sandra llegó con el vestido lleno de aceite, se agarró a Rosa, y comenzó a llorar. Julieta, la mujer de Carlos, cogió el balón de Bonifacio, salió al exterior de la casa, abrió el cubo de la basura, y encontró tirado junto con cáscaras, grasas, y demás, un libro de cocina. Al poco, llegó Fernando, con una bandeja en sus manos; le comentó a Blanca, que su marido, Lucas, ya habría llegado a su casa. Y un instante después, entró Enrique, sensiblemente irritado, porque la policía no estaba en la comisaria.
Carlos llegó a las nueve y media, con un traje de rayas y corbata blanca, totalmente desentendido con el resto de la familia. En la mesa, Marisa, Gustavo, Rosa, Fernando, el mismo Carlos, Julieta, Enrique, Laura, Sandra, y Bonifacio, esperaban a Luisa, Magdalena, y Roque, que apareció, el joven de catorce años, con la camisa a rayas desencajada, y una amplia sonrisa, así como Luisa y Magdalena, que venían algo retrasadas del joven, ambas, con los pómulos sonrojados.
domingo, 18 de abril de 2010
Un helado, por favor
Hay que ver lo que me cuesta decidirme. De cualquier nimiedad, puedo hallarme chapoteando en un mar de dudas; tan extenso de superficie como inalcanzable de profundidad. Y ahora, después de tomar una decisión, hace apenas unos segundos, vuelvo a estar frente a otro dilema.
¿Porqué todo tiene que ser tan difícil? Incluso sabiendo que el resultado de una opción u otra, será totalmente satisfactorio, y en el peor de los casos, una decisión será menos buena que la otra, mi firmeza se hace trizas.
Vaya, que lo único que tengo que hacer es decirle a la dependienta, señora, quiero el de vainilla, o el de chocolate, de frambuesa o pistacho. ¿Y porqué oscilo tanto? Solo tengo que elegir un sabor de helado, o dos, si compro el cucurucho mediano, claro. Porque incluso decidirme por un cucurucho, pequeño, medio, o grande, es un reto complicado. Y si me surgen dudas por la medida del cucurucho, que solo hay tres, para escoger un sabor, que los hay a decenas, todo puede llegar a límites dantescos. Pero claro, dándole vueltas al asunto, también es cierto que la proporción del cucurucho me puede beneficiar en la nominación de sabores; pues con el cucurucho pequeño, solo podría seleccionar un sabor; en el mediano, dos; y en el grande, hasta tres sabores.
Es decir, ahora hemos cambiado de casilla. No, de hecho estoy entre dos casillas. Ya no estoy dudando tanto por el sabor, que realmente todos son de mi agrado, sino por el tamaño del cucurucho. Digamos que ahora me encuentro situado con un pie en cada baldosa. Ambas elecciones están relacionadas, y en estos momentos, debo barajar todo tipo de combinaciones. El primer problema, es que me encantan los helados, y no hago ascos a ningún sabor. Quisiera probarlos todos, pero sé que este pensamiento es demasiado infantil e inverosímil. Además, las consecuencias físicas, de mi propio cuerpo, se entiende, serían claramente nefastas. Por así decirlo, recaudaría algunos gramos de más. En resumen, que uno también debe cuidarse.
Pero dicho esto, si me decido por el cucurucho pequeño, después volveré a tambalearme entre sabores. Veamos y consideremos. Viendo que el pequeño me haría imposible la tarea de escoger sabor, y el grande, sencillamente me dejaría el complejo de culpabilidad por las nubes, creo que, definitivamente, me lanzaré por el cucurucho mediano. ¡Sí! Exacto. El mediano.
En fin, por fin vuelvo a tener los pies sobre una sola baldosa; ahora solo falta confeccionar una apetecible combinación con un par de sabores. Esto avanza. A paso lento, pero avanza.
Tengo un par de minutos para decidir los sabores. Soy el tercero de la cola, y cuando llegue mi turno, todo debe estar decidido. Aún tengo algo de tiempo, y debo aprovecharlo.
Vainilla. Me encanta la vainilla. Pero bien es cierto que suelo degustarla a menudo, y podría aprovechar la ocasión para probar otro de nuevo, como leche merengada, mango, melón, o stracciatella. Pero por contra, si me decido por un nuevo sabor, y no me acaba de gustar, pensaré que he desaprovechado la ocasión de poder gozar de la dulce y cremosa vainilla. Y el coco, el coco aún me gusta más. El helado de coco es fantástico; un auténtico placer. Pero claro, es un clásico, junto a la vainilla, y quizá hoy es el momento de lanzarme, agarrar la rutina bien fuerte, y arrojarla por el acantilado. Hoy puede ser un día de cambios, de riesgos gustativos. Sí, ya basta de ser tan predecible. Venga, ¡voy a contemplar otros sabores! Ajá, veamos qué tenemos aquí. Madre mía, que cantidad; avellana, café, limón, kiwi, nuez, nata, tiramisú, buf, este debe estar buenísimo, piña, plátano, queso, ¿queso?, no sé, no sé, que curioso, un helado de queso, vaya, es que hay tantos. Pero queso no, queso es demasiado arriesgado. Solo hace falta que me compre un helado y encima no me guste. Para nada. El queso queda descartado. Recórcholis, solo me queda una persona delante. Tengo que decidirme rápido. A ver, a ver. Dos sabores, ¿no?. Aunque si cojo el cucurucho grande, podré elegir tres. Por un día que me de un capricho no pasa nada. Pero no, no debo. ¿Qué estoy diciendo? Esto ya estaba decidido. A parte, tampoco necesito comerme un cucurucho de tres bolas, con dos ya tengo suficiente, y además, después me arrepentiré, pensaré, no debía haber comido tanto. Trufa, menta, pasas, melón, chocolate blanco, madre mía, que pinta el de chocolate blanco, pero demasiado empalagoso, debe engordar una barbaridad. Para eso me cojo tres bolas, pero de helados de frutas. No, chocolate blanco, no. Ay, ¡que ya me toca! Mierda. Que rápido ha ido la cola, para una vez que quiero que demore la cosa, y... Sí, por favor, a ver, esto, sí, veamos, un cucurucho mediano, que son dos bolas, ¿no?, de acuerdo, pues veamos, pongame, a ver, esto, mire, perdón, no sé, disculpe, ostras, es que no he tenido tiempo, perdone, a ver, pues una bola de vainilla y otra de coco.
Pero dicho esto, si me decido por el cucurucho pequeño, después volveré a tambalearme entre sabores. Veamos y consideremos. Viendo que el pequeño me haría imposible la tarea de escoger sabor, y el grande, sencillamente me dejaría el complejo de culpabilidad por las nubes, creo que, definitivamente, me lanzaré por el cucurucho mediano. ¡Sí! Exacto. El mediano.
En fin, por fin vuelvo a tener los pies sobre una sola baldosa; ahora solo falta confeccionar una apetecible combinación con un par de sabores. Esto avanza. A paso lento, pero avanza.
Tengo un par de minutos para decidir los sabores. Soy el tercero de la cola, y cuando llegue mi turno, todo debe estar decidido. Aún tengo algo de tiempo, y debo aprovecharlo.
Vainilla. Me encanta la vainilla. Pero bien es cierto que suelo degustarla a menudo, y podría aprovechar la ocasión para probar otro de nuevo, como leche merengada, mango, melón, o stracciatella. Pero por contra, si me decido por un nuevo sabor, y no me acaba de gustar, pensaré que he desaprovechado la ocasión de poder gozar de la dulce y cremosa vainilla. Y el coco, el coco aún me gusta más. El helado de coco es fantástico; un auténtico placer. Pero claro, es un clásico, junto a la vainilla, y quizá hoy es el momento de lanzarme, agarrar la rutina bien fuerte, y arrojarla por el acantilado. Hoy puede ser un día de cambios, de riesgos gustativos. Sí, ya basta de ser tan predecible. Venga, ¡voy a contemplar otros sabores! Ajá, veamos qué tenemos aquí. Madre mía, que cantidad; avellana, café, limón, kiwi, nuez, nata, tiramisú, buf, este debe estar buenísimo, piña, plátano, queso, ¿queso?, no sé, no sé, que curioso, un helado de queso, vaya, es que hay tantos. Pero queso no, queso es demasiado arriesgado. Solo hace falta que me compre un helado y encima no me guste. Para nada. El queso queda descartado. Recórcholis, solo me queda una persona delante. Tengo que decidirme rápido. A ver, a ver. Dos sabores, ¿no?. Aunque si cojo el cucurucho grande, podré elegir tres. Por un día que me de un capricho no pasa nada. Pero no, no debo. ¿Qué estoy diciendo? Esto ya estaba decidido. A parte, tampoco necesito comerme un cucurucho de tres bolas, con dos ya tengo suficiente, y además, después me arrepentiré, pensaré, no debía haber comido tanto. Trufa, menta, pasas, melón, chocolate blanco, madre mía, que pinta el de chocolate blanco, pero demasiado empalagoso, debe engordar una barbaridad. Para eso me cojo tres bolas, pero de helados de frutas. No, chocolate blanco, no. Ay, ¡que ya me toca! Mierda. Que rápido ha ido la cola, para una vez que quiero que demore la cosa, y... Sí, por favor, a ver, esto, sí, veamos, un cucurucho mediano, que son dos bolas, ¿no?, de acuerdo, pues veamos, pongame, a ver, esto, mire, perdón, no sé, disculpe, ostras, es que no he tenido tiempo, perdone, a ver, pues una bola de vainilla y otra de coco.
jueves, 15 de abril de 2010
Cartaginesis postilefante
Alteración del lenguaje. Así se puede definir las sensaciones que postimbulaban en mi cabeza. Miraba hacia cualquier circumbalencia, a través de cuatificaciones, y solo veía alteraciones. ¿Qué me estaba sucediendo? Por lapsos de tiempo iba perdiendo memoridaciones. Dios mío, la cabeza me vacilaba, mis ecuaciones internas se descontrolaban y elegían caminos inadecuados. De repente, me salían palabras inexistentes, pero que rápidamente eran asimilables a su significado; como cuando una madre dice cocretas, cloquetas, e incluso coroquetas. ¡Yo distorsionaba mi volaculario! Ya no iba a comprar al Schlecker, sino al Eskel. Ni me comía una sandía, sino una esandría. Los bomberos tampoco apagaban incendios, sino inciendos. Y la cabeza, seguía dando vueltas. Voletas y más voletas. Me encontraba mucho peor. Mi curepo zandaleaba de costado a costado. ¡Maldita puliverancia! ¡No, no! Relájate, relájate. Esto tiene que irse, no puede consiverarse por mucho tiempo. Claro, es del setrés, qué digo, del estrés. Sacto, el estrés. O aquellas plastillas que postimulé por la mañana.
¿Posti qué? Ya ni siquiera decía palabras similares, ligeramente variadas, no. Ahora eran completamente diferentes. No tenían relación alguna. ¡Palisicuante! ¿Qué? ¿Palisicuante? Postiderante... mierda, mi cabeza. Mi cabeza. ¿Qué maliveraciones ecuantofóbicas podían llegar a salir de mi dilatado celebero? ¡Odioso momento pusiforme! Aah. No por favor. Basta ya, basta ya. Estoy demalisado limanifantrico. Quiero despertarme de esta pesadilla. Un pellizco, otro pellizco, un tercer pellizco. Pero nada. Esto es real. Esto es de verdura. Casimiforme, flogilizante, puliquiavélico, ertoñoqueante. Dios mío. Dios mío. ¡Fuera cartaginesis, fuera cartaginesis! Cartaginesis postilefante.
miércoles, 14 de abril de 2010
Hacia delante
Llevaba varios días viajando, sin rumbo específico, sin necesidad de saber a dónde llegaría. Marta solo quería viajar. Ver pasar árboles, casas, gasolineras, parques, montañas; tener la sensación que su vida iba hacia adelante, que no se quedaba anclada en un instante del que necesitaba salir. Pero por muchos quilómetros que hiciese, por muchos pueblos que dejara a sus espaldas, seguía viendo su asiento derecho totalmente vacío. Un asiento que durante un largo tiempo, más de diez años, siempre había tenido un ocupante. Marta miraba de reojo cada tantos minutos, cada tantos pueblos, cada tantos árboles, cada tantos llantos. Quería imaginarse alguien a su lado; pero sabía perfectamente que la única compañía permanecía en sus recuerdos y sus esperanzas. La realidad era otra bien distinta. Aquel asiento seguiría vacío.
Y de todos los tipos de vacíos, aquel era el más cruel. El que nace de un adiós, de una despedida. De lo que hubo y ya no habrá. De lo que pudo palpar, abrazar, tocar, y nunca más podrá. Pero seguía viajando. No tenía claro porqué; olvidar, recuperar, despertar. O sencillamente, sentirse en movimiento. Creer en la casualidad, en el azar, en un golpe de suerte. Que alguien se cruzaría en su camino para atrapar sus pequeñas ráfagas de esperanza y ubicarlas en un pequeño saco que le ayudaría a retomar su camino; siempre en compañía. Sin la sensación de viajar en solitario, expuesta ante su peor enemigo, su propio ego.
Otra vez ojeó a su derecha; otro abismo en su corazón. El asiento estaba vacío. Delante, en la carretera, todo avanzaba, sin detenerse, sin alterar su camino. Abrió la guantera y se adueñó, con fuerza y enojo, de una caja de cigarrillos. Sujetando el volante con su mano izquierda, maniobró con la derecha para abrir la cajetilla. Las manos temblorosas no parecían suyas, demasiado difíciles de domar. Solo pensaba en fumarse un cigarro, seguir conduciendo, y esperar.
Y de todos los tipos de vacíos, aquel era el más cruel. El que nace de un adiós, de una despedida. De lo que hubo y ya no habrá. De lo que pudo palpar, abrazar, tocar, y nunca más podrá. Pero seguía viajando. No tenía claro porqué; olvidar, recuperar, despertar. O sencillamente, sentirse en movimiento. Creer en la casualidad, en el azar, en un golpe de suerte. Que alguien se cruzaría en su camino para atrapar sus pequeñas ráfagas de esperanza y ubicarlas en un pequeño saco que le ayudaría a retomar su camino; siempre en compañía. Sin la sensación de viajar en solitario, expuesta ante su peor enemigo, su propio ego.
Otra vez ojeó a su derecha; otro abismo en su corazón. El asiento estaba vacío. Delante, en la carretera, todo avanzaba, sin detenerse, sin alterar su camino. Abrió la guantera y se adueñó, con fuerza y enojo, de una caja de cigarrillos. Sujetando el volante con su mano izquierda, maniobró con la derecha para abrir la cajetilla. Las manos temblorosas no parecían suyas, demasiado difíciles de domar. Solo pensaba en fumarse un cigarro, seguir conduciendo, y esperar.
domingo, 11 de abril de 2010
Que gran momento
Sin prisas, con tiempo, sin cuenta atrás. Una sonrisa de oreja a oreja, ojos brillantes y amplios, calma intensa que recorre mi cuerpo como olas que oscilan en un mar templado. Acomodado en una butaca color cerezo, con ligeros destellos propiciados por el rejuvenecedor sol que asoma y me saluda a través de la ventana. El televisor mostrando mi programa favorito, y el diario perfectamente dispuesto al lado izquierdo sobre la mesita de cristal. En el centro, la joya de la corona; un inmenso tazón de café con leche, un surtido de galletas, desde integrales de avena a dulces con chocolate, varias rebanadas de pan recién tostado, el bote de crema de cacao rebosando, mermelada de frambuesa y fresas, mantequilla, un aceitero de cerámica repleto de virgen extra de oliva, varias lonchas de queso, y dos tipos de cereales, copos azucarados e integrales con muesli, por eso de cuidar la línea, como siempre se dice con una traviesa sonrisa.
Mmm, desayuno en un día festivo, ¡como te echaba de menos!
Mmm, desayuno en un día festivo, ¡como te echaba de menos!
martes, 6 de abril de 2010
Vendiendo bragas
Oiga, ¡bragas a un euro! ¡Que me las quitan de las manos! Mire señora, mire. Mire que bragas, que tacto, que maravilla. De todos los colores, azules, rojas, blancas, y con dibujos modernos. Las que se llevan ahora. ¡Mire que bonitas! Que acabados, que costuras, madre mía; que coquetas y seductoras. No las puede dejar escapar. ¡Que me las quitan de las manos! Que su novio le mirará con unos ojazos, que no se podrá resistir. ¡Un euro! ¡Un euro! Y que no estamos locos, es que somos de un generoso que no es normal. Aproveche, aproveche, que esto no se ve todos los días. Mire, mire. Mire estas de color crudo; madre mía, que preciosidad, que alegría para su cuerpo. Que estas ofertas no se pueden dejar escapar, que lo digo yo, y lo dicen en la China: estas bragas, son cosa fina.
domingo, 4 de abril de 2010
En siete días no se pueden hacer las cosas
Está claro que el primer caso de explotación laboral lo tiene el propio Dios a sus espaldas. Él mismo quiso finiquitar la creación de la tierra entera en tan solo siete días. Y claro, pasó lo que pasó: errores de producción, bajos niveles de calidad, incoherencias en la distribución, elementos inacabados, y un largo etcétera de erratas. Y que conste que ya hizo bastante, pero vaya, nadie le dijo que tenía que estar todo acabado en siete días, de hecho, se podría haber tomado unos cuantos más y haber hecho sus merecidos descansos para rendir más. Pero no, las ansias de acabarlo todo lo antes posible le pudieron.
Y claro, ahí tenemos a la pobre gallina, que la quiso moldear como un pájaro más, pero le salió un despropósito, y se dijo, bah, ya está bien. Claro, ya está bien. Díselo a ella. Pobre. Le pones plumas, paticorta, un cuerpo de botijo, y unas alas que dan pena. La desgraciada tiene lo peor de un pájaro, y encima ni vuela. ¿Y realmente esperabas que sobreviviera en estado salvaje? Al final solo sirve para poner huevos y hacer rico al señor Kentucky.
¿Y qué me dices del oso panda? Porque si la gallina no tiene demasiado sentido, ya me dirás el pobre panda. Gordo, lento, y torpe. Lo metes a vivir en medio de la frondosa y verde selva, pero para putearlo aún más lo pintas de blanco y negro. Eso, encima que es limitadito moviéndose, que se vea bien de lejos. ¿Para qué le vamos a dar la posibilidad de esconderse, no? Pero ahí no acaba todo, no. Aún es posible amargarle más la vida. Aún es posible arriesgar su supervivencia un nivel más. Pues venga, le damos la alegría de una dieta a base de bambú. Ahí, todo el día comiendo cañas, una detrás de otra, que aportan menos calorías que el mismísimo aire que respira. Y venga, el último detalle: que resulte tierno y apetecible para el ser humano, para sus zoológicos y demás injusticias. Vaya, que ahí lo tenemos como icono universal de los animales en peligro de extinción. ¿Y qué esperabas? ¿Qué con las noblezas que le otorgaste fuera el nuevo amo del mundo? No sé qué hiciste con ese trozo de arcilla, pero te despachaste a gusto.
Imagino también que ni siquiera hiciste un buen ejercicio de pre-producción. Vaya, que te pusiste manos a la obra sin hacer un planteamiento como es debido. Ni siquiera un croquis o una pequeña lluvia de ideas. Ni te pasaron un briefing, ni guión, ni nada de nada. Pensaste, ya irá saliendo. Pues mira, empezaste a poner arbolitos, plantas tropicales, rocambolescos pasajes, enormes montañas, rocas con formas de esto y lo otro, un bonito río, un mar descomunal, patatín y patatán. Y claro, te quedaste sin arcilla antes de tiempo. Pues bueno, aquí pondré un desierto. ¡Ja! Me río yo del desierto. No te lo crees ni tú que tenías en mente dejar ahí una zona pelada, desnuda, y más vacía que el cajón de ofertas de empleo. Fue un error de logística, de previsión, y te quedaste tan ancho.
Pero no te culpo. El empleo está fatal, y pasa lo que pasa cuando se trabaja así. Y mira, ahora pasa lo mismo. O sea, que como ves, las cosas no han cambiado demasiado. No, todo sigue igual.
Y claro, ahí tenemos a la pobre gallina, que la quiso moldear como un pájaro más, pero le salió un despropósito, y se dijo, bah, ya está bien. Claro, ya está bien. Díselo a ella. Pobre. Le pones plumas, paticorta, un cuerpo de botijo, y unas alas que dan pena. La desgraciada tiene lo peor de un pájaro, y encima ni vuela. ¿Y realmente esperabas que sobreviviera en estado salvaje? Al final solo sirve para poner huevos y hacer rico al señor Kentucky.
¿Y qué me dices del oso panda? Porque si la gallina no tiene demasiado sentido, ya me dirás el pobre panda. Gordo, lento, y torpe. Lo metes a vivir en medio de la frondosa y verde selva, pero para putearlo aún más lo pintas de blanco y negro. Eso, encima que es limitadito moviéndose, que se vea bien de lejos. ¿Para qué le vamos a dar la posibilidad de esconderse, no? Pero ahí no acaba todo, no. Aún es posible amargarle más la vida. Aún es posible arriesgar su supervivencia un nivel más. Pues venga, le damos la alegría de una dieta a base de bambú. Ahí, todo el día comiendo cañas, una detrás de otra, que aportan menos calorías que el mismísimo aire que respira. Y venga, el último detalle: que resulte tierno y apetecible para el ser humano, para sus zoológicos y demás injusticias. Vaya, que ahí lo tenemos como icono universal de los animales en peligro de extinción. ¿Y qué esperabas? ¿Qué con las noblezas que le otorgaste fuera el nuevo amo del mundo? No sé qué hiciste con ese trozo de arcilla, pero te despachaste a gusto.
Imagino también que ni siquiera hiciste un buen ejercicio de pre-producción. Vaya, que te pusiste manos a la obra sin hacer un planteamiento como es debido. Ni siquiera un croquis o una pequeña lluvia de ideas. Ni te pasaron un briefing, ni guión, ni nada de nada. Pensaste, ya irá saliendo. Pues mira, empezaste a poner arbolitos, plantas tropicales, rocambolescos pasajes, enormes montañas, rocas con formas de esto y lo otro, un bonito río, un mar descomunal, patatín y patatán. Y claro, te quedaste sin arcilla antes de tiempo. Pues bueno, aquí pondré un desierto. ¡Ja! Me río yo del desierto. No te lo crees ni tú que tenías en mente dejar ahí una zona pelada, desnuda, y más vacía que el cajón de ofertas de empleo. Fue un error de logística, de previsión, y te quedaste tan ancho.
Pero no te culpo. El empleo está fatal, y pasa lo que pasa cuando se trabaja así. Y mira, ahora pasa lo mismo. O sea, que como ves, las cosas no han cambiado demasiado. No, todo sigue igual.
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