Fernando Garcia llegó a las nueve, sustentando entre sus manos una enorme bandeja, justo antes de que entrara Enrique, su hermano. Media hora antes, Sandra, la sobrina de Carlos, el novio de Julieta, hermana de Fernando y Enrique, y madre de Magdalena, llegaba a la casa de la señora Marisa, con el vestido repleto de manchas de aceite. Marisa, aquella tarde, había estado en la cocina desde las cuatro, mientras su marido Gustavo fue a echar una partida de dominó al bar del pueblo, junto con varios amigos, entre ellos, los güisquis dobles; aunque poco antes de llegar y sentar sus aposentos en la silla para no levantarse hasta pasadas las ocho, hora que decidió volver a casa, se encontró por el camino con Julieta y Rosa, ésta ultima, la mujer de Fernando, que se dirigían a casa de su mujer para ayudar en los preparativos de la cena.
En la casa, antes que llegaran Julieta y Rosa, junto con Marisa, se encontraba también Laura, eficiente y servicial como siempre, que llegó pasadas las tres del mediodía con un recetario para dar ideas a su suegra; gran error, pues a pesar de la gran persona que era Marisa, todos sabían que si algo no aguantaba, mujer tradicional como era ella, es que le quisieran dar ideas en la cocina. Pasadas las cinco, apareció Bonifacio con un balón de cuero entre las manos, oficial FIFA, pijo como de costumbre, para preguntar por su primo Roque, hijo de Laura, y posiblemente de Enrique, aunque las malas lenguas no se atrevían a asegurarlo. Pero Roque, tal y como dijo Laura a Bonifacio, había ido a jugar con Luisa y Magdalena, porque Roque podría ser bastardo, pero de tonto no tenía ni un pelo.
Aquella tarde, Fernando, el más pequeño de los hermanos, aprovechando la ausencia de su mujer, se había quedado en casa cuidando de Sandra, haciendo ese rol de padre que tantas veces le habían recriminado Marisa, Julieta, y Laura, siempre que veían atareada a la pobre Rosa; también llamada como la malabarista del hogar. Pero nada más pasar veinte minutos, Lucas, el hermano de Gustavo, y marido de Blanca, vino a su casa para recoger la Black&Decker que le había prestado, y de paso, tomar unas copas en el bar del pueblo, donde acababa de llegar Gustavo para echar su partida. Fernando, como no quería dejar sola a Sandra, decidió llevársela al bar, junto con Lucas y la Black&Decker. Por el camino, se cruzaron con Luisa y Magdalena, que habían quedado en el árbol del arroyo con Roque, nieto de Marisa y Gustavo, e hijo de Laura, y a saber, si de Enrique. Fernando, viendo la oportunidad que se le presentaba, animó a su hija a acompañarlas. Sandra, que no tenía demasiado entusiasmo con la compañía de su padre, aceptó, aunque a mitad de camino se separó de Luisa y Magdalena, con la intención de volver a su casa y hacerse una merienda digna de una reina; y es que Sandra, tenía el mote de la bolita del Yucatán, por razones ligadas a su tremenda adicción por la comida.
En el árbol del arroyo, poco después, Roque saludaba calurosamente a Luisa y Magdalena, recién llegadas al lugar, algo cansadas y necesitadas de agua. Inclinándose las dos ante aquella agua fresca, bebieron durante un buen rato. Mientras, algo lejos de allí, Sandra se preparaba unas tostadas, se subía a una silla y pescaba del armario todo tipo de galletas, magdalenas, bizcochos, y demás alimentos con el azúcar por bandera. Lucas y Fernando, por su parte, llegaban al bar del pueblo, donde sentado en la mesa más vieja del local, se encontraba Gustavo, con sus amigos de toda la vida, Jacinto, el Toño, y Ramiro. Con un saludo ligero y escueto se dijeron todo lo que se tenían que decir. Gustavo continuó sumergido en su partida, mientras Lucas y Fernando se sentaron en unos taburetes viejos al borde de la barra; dos cervezas, por favor. Entretanto, a quinientos metros de la casa de Marisa, Enrique pasaba por la pastelería de Don Fermín, viudo de Leopolda, la que fue hija de los Carmona, una de las familias más detestadas del pueblo a raíz del enfrentamiento, décadas atrás, con los Rodríguez. Como era un poco tarde, poca variedad tuvo para elegir, así que Enrique, que conocía muy bien a su madre, compró el clásico pastel de nata y bizcocho.
Llegadas ya las ocho, el pequeño Bonifacio fue a casa Rosa y Fernando, aunque allí solo estaba Sandra, que le abrió la puerta con los labios repletos de chocolate y una sonrisa amplia y maliciosa. Sandra y Bonifacio se quedaron en la cocina. Pero Bonifacio, mimado como siempre, empezó a dar golpeos al balón hasta que impactó en el aceitero, saliendo disparado contra Sandra, que quedó totalmente embadurnada de aceite. Llorando y gritando salió corriendo la jovencita, mientras Bonifacio, tan valiente como su padre Carlos, marido de Julieta, se fue directamente a la cena de sus abuelos; donde estaban Rosa, Julieta, Laura, Marisa, y Blanca, que acababa de llegar preguntando por su marido, que tendría que haber vuelto a casa hacia las siete más o menos. A la vez, Enrique, con el pastel en sus brazos, pensó en pasar por casa de Fernando a pedirle una bandeja, pero al llegar allí, encontró la puerta abierta y la cocina totalmente desordenada y sucia; así que salió disparado hacia la comisaría de policía, cerrando la puerta de un portazo. Mientras, en el bar, Fernando y Lucas se alejaban de la barra para despedirse. Fernando, solo llegar a su casa, vio la cocina desordenada y un pastel encima la mesa. Que desorden, todo por un pastel, pensó. Cogió el pastel, una bandeja, y se dirigió a casa de sus padres.
En casa de los Garcia, Marisa tenía todo preparado. Sandra llegó con el vestido lleno de aceite, se agarró a Rosa, y comenzó a llorar. Julieta, la mujer de Carlos, cogió el balón de Bonifacio, salió al exterior de la casa, abrió el cubo de la basura, y encontró tirado junto con cáscaras, grasas, y demás, un libro de cocina. Al poco, llegó Fernando, con una bandeja en sus manos; le comentó a Blanca, que su marido, Lucas, ya habría llegado a su casa. Y un instante después, entró Enrique, sensiblemente irritado, porque la policía no estaba en la comisaria.
Carlos llegó a las nueve y media, con un traje de rayas y corbata blanca, totalmente desentendido con el resto de la familia. En la mesa, Marisa, Gustavo, Rosa, Fernando, el mismo Carlos, Julieta, Enrique, Laura, Sandra, y Bonifacio, esperaban a Luisa, Magdalena, y Roque, que apareció, el joven de catorce años, con la camisa a rayas desencajada, y una amplia sonrisa, así como Luisa y Magdalena, que venían algo retrasadas del joven, ambas, con los pómulos sonrojados.
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