Llevaba varios días viajando, sin rumbo específico, sin necesidad de saber a dónde llegaría. Marta solo quería viajar. Ver pasar árboles, casas, gasolineras, parques, montañas; tener la sensación que su vida iba hacia adelante, que no se quedaba anclada en un instante del que necesitaba salir. Pero por muchos quilómetros que hiciese, por muchos pueblos que dejara a sus espaldas, seguía viendo su asiento derecho totalmente vacío. Un asiento que durante un largo tiempo, más de diez años, siempre había tenido un ocupante. Marta miraba de reojo cada tantos minutos, cada tantos pueblos, cada tantos árboles, cada tantos llantos. Quería imaginarse alguien a su lado; pero sabía perfectamente que la única compañía permanecía en sus recuerdos y sus esperanzas. La realidad era otra bien distinta. Aquel asiento seguiría vacío.
Y de todos los tipos de vacíos, aquel era el más cruel. El que nace de un adiós, de una despedida. De lo que hubo y ya no habrá. De lo que pudo palpar, abrazar, tocar, y nunca más podrá. Pero seguía viajando. No tenía claro porqué; olvidar, recuperar, despertar. O sencillamente, sentirse en movimiento. Creer en la casualidad, en el azar, en un golpe de suerte. Que alguien se cruzaría en su camino para atrapar sus pequeñas ráfagas de esperanza y ubicarlas en un pequeño saco que le ayudaría a retomar su camino; siempre en compañía. Sin la sensación de viajar en solitario, expuesta ante su peor enemigo, su propio ego.
Otra vez ojeó a su derecha; otro abismo en su corazón. El asiento estaba vacío. Delante, en la carretera, todo avanzaba, sin detenerse, sin alterar su camino. Abrió la guantera y se adueñó, con fuerza y enojo, de una caja de cigarrillos. Sujetando el volante con su mano izquierda, maniobró con la derecha para abrir la cajetilla. Las manos temblorosas no parecían suyas, demasiado difíciles de domar. Solo pensaba en fumarse un cigarro, seguir conduciendo, y esperar.
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