Señor comisario, no se enfade conmigo, estoy indagando cuanto puedo en mi memoria; que ya lo consiga, es otra historia. Recuerdo que aquella noche me bebí dos copas de ron, porrom pom pom, chim pom. Después dos copas de champán, parram pam pam, chim pam. Y cuando la noche abrazaba a la mañana, y la luna y el sol se saludaban, acabé con tres cubatas de malibú, param pam pum, chim pum.
Y aunque no lo crea, aquel fue un día sin demasiado alcohol; porque me salté mi querido pacharán, que me tomo en un pim pam. Ni visité a mi Tía María, pues de ron ya tenía suficiente, y el café me era indiferente. Pero ya le digo mi comisario, de aquella noche no tengo ni un solo recuerdo que le pueda ayudar, por lo menos de momento, quizá después, ya será otro cantar.
Aunque ahora que lo dice, y no sé si le puede interesar, recuerdo sonidos estridentes, y luces moviéndose al compás. Una burbuja que sube por mi cabeza se ha topado con alguna pared, ha explotado, y mire, me lo ha hecho rememorar. Espere, espere, que creo que me viene más, dos burbujitas acaban de colisionar. Ahora mismo miro al suelo, y todo está normal, pero aquella noche tenía un suelo algo inusual; líneas blancas y grises se acompañaban sin llegarse a tocar, como aquellos amigos de siempre que sabes que nada pasará. Ay, mi cabeza, me ha dado una sacudida. Aguarde, aguarde, exacto, otra burbuja se ha dado cita. Creo recordar, o por lo menos parece real, que había alguna relación entre los sonidos y las líneas, pues mientras admiraba con cierta borrosidad ese suelo rayado, me viene con paupérrimos detalles que los sonidos no eran nada agradables; no, no parecían de personas, no eran ni gritos ni lamentos, eran una chispa estridentes. Lo siento comisario, pero no me viene nada más, entienda que estoy algo cansado, sea benevolente.
Puf, que dolor de cabeza. Y no se enfade conmigo comisario, que acordarme de algo ya es toda una proeza. A ver, por donde dejé la declaración de aquella noche; ah sí, en el suelo de rayas y los sonidos de los coches. ¡Vaya! Que memoria más traviesa, que ahora se presenta con detalle, está claro que un hecho se me desnuda, aquellos sonidos eran de bocina, de los coches que pasaban por la calle. Y aquellas luces que bailaban, en perfecto balanceo, quizá eran coches que me esquivaban, porque lo reconozco comisario, seguramente iba un poco peo. Ay, mi comisario, que va a ser que no me han secuestrado. Que lo mismo fui yo el que se durmió en calzoncillos en aquel escampado.
sábado, 12 de noviembre de 2011
martes, 1 de noviembre de 2011
Barreras inexplicables
# Artículo publicado en la revista informativa de ASEM Catalunya
# Descargar revista en formato PDF
Para fortuna de todos, con el paso de los años las instituciones públicas
Para fortuna de todos, con el paso de los años las instituciones públicas
han evolucionado hacia una mayor sensibilidad y preocupación en lo
referente a las barreras arquitectónicas en ciudades y poblaciones. Está
claro que todo no se puede arreglar de la noche a la mañana, hay un
proceso, y aún queda mucho trabajo por hacer. Permanecen muchas barreras
por eliminar, y aún existen demasiadas situaciones comprometidas para
aquellas personas que no tenemos una movilidad plena; situaciones que en
muchos casos no son perceptibles para el resto de los ciudadanos, y
posiblemente pasan desapercibidas. El simple hecho de tener dos escalones,
lo que para la mayoría son simplemente dos zancadas, para personas con
movilidad reducida puede ser un mundo.
Y como bien comentaba, a veces se puede entender que esto es un proceso,
que requiere un tiempo; que al igual que hace diez años estábamos mucho
peor, dentro de diez años la situación será mucho mejor que la actual.
Pero dicho esto, y centrándome en la capital catalana, Barcelona, me
gustaría criticar algunos detalles que no tienen explicación. Detalles que
no permiten justificación de proceso, ni ningún tipo de compasión. Que no
requieren esperar, sino exigir.
Vamos a la estación del Clot, una de las importantes de la capital. Una
estación donde se congregan varias líneas de metro y ferrocarriles, y
donde pasan miles de personas cada día. Pues bien, en un lugar tan
importante y concurrido, vemos con asombro como aún a día de hoy existen
un gran número de barreras arquitectónicas. Bastante inexplicables, cabe
remarcar. Nada más bajar de la línea roja del metro, la L1, tenemos una
gran cascada de escalones para salir de la estación o acceder al camino de
ferrocarriles. Ni escaleras eléctricas ni ascensores. ¿Se han preguntado
los responsables del transporte metropolitano, cómo una persona con
problemas de movilidad puede acceder por si sola a una estación tan
importante? Si los problemas de movilidad son leves, pues coges aire, y te
enfrentas a un gran número de escaleras, dando por sentado que todas las
miradas de los demás ciudadanos se clavarán en tus anomalías, e incluso se
enojaran por no poder avanzar con total normalidad -para muchos, el tiempo
es demasiado importante-. Pero si además tienes una movilidad muy
reducida, ni coger aire ni echarle agallas. Sencillamente no se puede; la
independencia, en lo relativo a la movilidad, queda echa añicos.
Podríamos pensar que estamos ante un ejemplo de paciencia; que aún no se
han podido eliminar las barreras. Pero no, en este caso debemos exigir y
pedir explicaciones. Porque si avanzamos por el pasillo que nos lleva a la
Renfe y a varías salidas del exterior, veremos ante nuestro asombro que
tenemos un nuevo cúmulo de escaleras. En el mejor caso, en el acceso a la
Renfe, solo existen unas escaleras eléctricas para subir, pero nada para
bajar. Y ademas, una vez abajo, tenemos tres series de dos escalones,
puestos más que nada para joder, como se diría coloquialmente, y que aún
dificulta más el acceso a Rodalies. Pero no está todo explicado, porque
una vez pasamos el billete y queremos acceder a cualquier andén, volvemos
a vernos en la misma situación. Escalones y más escalones, sin más
alternativa que pasar por ellos. ¿Realmente los responsables de la
estación no se han percatado de la cantidad de obstáculos que hay para
viajar en un tren o metro que después presumen de adaptados? Pero la
indignación no viene únicamente por lo comentado hasta ahora. No. Lo peor
está por llegar. Y lo peor, es que mientras nos indignamos con todo este
recorrido, observamos atónitos como hace apenas uno o dos años, se
hicieron obras en la zona de Renfe, donde se situaron unas oficinas bien
monas: con sus enormes vidrios, la imagen corporativa, y paredes de
mármol; todo, con la última tecnología en el interior. Pero a nadie se le
ocurrió aprovechar ese momento para gastar una pequeña parte de dicho
presupuesto; en adaptar un poquito más la estación, y pensar en los que
más difícil lo tienen. Ni unas sencillas rampas, ni un ascensor, ni nada.
El dinero se quedó en las oficinas, que eso sí, lucen mucho y permiten
fardar de infraestructuras.
Y hoy hablamos del Clot, pero podríamos hablar de tantas otras
estaciones... La cuestión es que hablemos, y sepamos cuando hay que
esperar o exigir. Y en este caso, hay que exigir.
viernes, 7 de octubre de 2011
sábado, 20 de agosto de 2011
El Sol también es inalámbrico
En estos tiempos que el Wi-Fi está de moda y que parece que estas ondas que vuelan por el aire son lo más, me planteaba, ¿Había algo similar antes que el Wi-Fi? Ahora, vas a cualquier sitio, sacas tu portátil, smartphone, o lo que sea, y encuentras un enorme número de redes viajando por el aire; que si la comtrend de la típica víctima de telefónica que ni sabe que le han puesto en casa, la Juan y Patricia, que guay, somos felices y lo queremos dejar claro para todos los vecinos, o la del típico friki que experimenta semanalmente cambios de contraseñas, nombres, y demás configuraciones, pensando que así nadie abusara de su tan preciado tesoro y fliparán con su nivel informático. Pero antes de todo esto, ¿Qué había por el aire?
Hombre, teníamos las ondas de radio, ¿no? Ahora que hay tanta incertidumbre sobre las futuras repercusiones del Wi-fi o del propio móvil, también deberíamos plantearnos por qué nadie nombró nunca las ondas de radio o de televisión, por poner otro ejemplo. Lo mismo estas señales analógicas, pero también nómadas del aire, nos dejaron medio tontos, nunca se sabe. La cuestión es que desde que nacimos, hemos estado rodeados, incluso en aquellos momentos donde pensábamos que nadie nos observaba y dimos rienda suelta a nuestros más oscuros pensamientos. No seáis mal pensados, hablo de levantarse a escondidas para comerse un helado, o acabar la barra de chocolate que está en el armario.
Y dicho todo esto, voy a lo que voy. Total, que pensando y pensando, como quién no tiene nada mejor que hacer, encontré la onda más antigua: el Sol. ¡Joder! Pensé. Tanto rollo de nuevas tecnologías, y el sol lleva toda su vida haciendo uso del Wi-fi, Wireless, o como lo queráis llamar. ¿Os imagináis que el pobre hubiese tenido que utilizar cable para darnos su energía? Estaría media humanidad enredada, y sin duda, las muertes por asfixia serían desesperantes. Por no decir que las pobres plantas más que hacer la fotosíntesis, parecerían seres en la UVI, con cables por todos lados y sin decir ni pío. Pero no, la naturaleza es sabía, y ya vio que el futuro sería inalámbrico.
Hombre, teníamos las ondas de radio, ¿no? Ahora que hay tanta incertidumbre sobre las futuras repercusiones del Wi-fi o del propio móvil, también deberíamos plantearnos por qué nadie nombró nunca las ondas de radio o de televisión, por poner otro ejemplo. Lo mismo estas señales analógicas, pero también nómadas del aire, nos dejaron medio tontos, nunca se sabe. La cuestión es que desde que nacimos, hemos estado rodeados, incluso en aquellos momentos donde pensábamos que nadie nos observaba y dimos rienda suelta a nuestros más oscuros pensamientos. No seáis mal pensados, hablo de levantarse a escondidas para comerse un helado, o acabar la barra de chocolate que está en el armario.
Y dicho todo esto, voy a lo que voy. Total, que pensando y pensando, como quién no tiene nada mejor que hacer, encontré la onda más antigua: el Sol. ¡Joder! Pensé. Tanto rollo de nuevas tecnologías, y el sol lleva toda su vida haciendo uso del Wi-fi, Wireless, o como lo queráis llamar. ¿Os imagináis que el pobre hubiese tenido que utilizar cable para darnos su energía? Estaría media humanidad enredada, y sin duda, las muertes por asfixia serían desesperantes. Por no decir que las pobres plantas más que hacer la fotosíntesis, parecerían seres en la UVI, con cables por todos lados y sin decir ni pío. Pero no, la naturaleza es sabía, y ya vio que el futuro sería inalámbrico.
martes, 9 de agosto de 2011
El poeta del pueblo
En mi pueblo yo soy el gran poeta, aquel que repudia el coche y usa bicicleta. Cuando la gente me mira hago vista perdida, me acaricio la barbilla, así quedo interesante, y nadie pilla mi mentira. Aguantando un libro deteriorado en mano, camino hacia el parque, observo las madres de buen ver, y me siento en el banco más cercano. Mirada puesta en el cielo, saco una pluma caligráfica y hago como que anoto, simulo haber encontrado una inspiración entre el alboroto. Suspiro, bajo la mirada, y empiezo la lectura; pero realmente no estoy leyendo, es todo tomadura. Pero las madres en mi ya se han fijado; este tipo no es rudo y basto como mi marido, seguro que es cariñoso, sensible, y amoroso, ¡Qué distinguido! Y yo mientras imagino, dibujo una sonrisa, miro a esas mujeres, suspiro y cruzo las piernas, todo paulatino. Ellas se apresuran con sus hijos y rehuyen miradas, pero es normal, están intimidadas. Entonces, vuelvo a mi barbilla, la acaricio sensualmente, estoy que me salgo, no soy un tipo corriente.
Las madres ya se han marchado, realmente las he impresionado. Cojo el libro viejo y camino con talante, manos en la espalda, mirada segura, siempre relevante. Ahora toca ruta por la calle, como gran poeta que indaga inspirarse, que anhela encontrar la llave. Descanso delante los aparadores, para crear tensión e incertidumbre, los comerciantes desde dentro arrinconan sus labores; ahora soy yo el foco de aquel instante, ha llegado el hombre más importante. Personas que se cruzan en el camino me saludan con admiración; les dedico un ligero gesto, poco más, hay que mantener la reputación.
Pasada la tarde, me sitúo en la plaza más concurrida, y con pausa y delicadeza extraigo mi reloj de bolsillo, mientras con la otra mano acaricio el cinturón, desplazo mi mano suavemente por la hebilla, y como no, acto seguido me sobo la barbilla. Ya me puedo ir para casa, ya he pasado el día, sigo siendo ese gran hombre, poeta inalcanzable de la muchedumbre.
Las madres ya se han marchado, realmente las he impresionado. Cojo el libro viejo y camino con talante, manos en la espalda, mirada segura, siempre relevante. Ahora toca ruta por la calle, como gran poeta que indaga inspirarse, que anhela encontrar la llave. Descanso delante los aparadores, para crear tensión e incertidumbre, los comerciantes desde dentro arrinconan sus labores; ahora soy yo el foco de aquel instante, ha llegado el hombre más importante. Personas que se cruzan en el camino me saludan con admiración; les dedico un ligero gesto, poco más, hay que mantener la reputación.
Pasada la tarde, me sitúo en la plaza más concurrida, y con pausa y delicadeza extraigo mi reloj de bolsillo, mientras con la otra mano acaricio el cinturón, desplazo mi mano suavemente por la hebilla, y como no, acto seguido me sobo la barbilla. Ya me puedo ir para casa, ya he pasado el día, sigo siendo ese gran hombre, poeta inalcanzable de la muchedumbre.
lunes, 25 de julio de 2011
Reflexiones de una persona aburrida: la taza
Eran apenas las siete de la mañana. Y mientras desayunaba con las noticias televisivas marcando el ritmo de fondo, contemplaba mi taza del desayuno. Mírala ahí, repleta de café con leche, cereales y galletas integrales; sí, de esas galletas que te pones como para convencerte que tendrás un día mejor y más afortunado. Y entre tanta mezcla alimentaria, un recipiente mágico como la taza; con su asa sobresaliendo del cuerpo, para agarrarla meticulosamente, con cariño, como un pellizco duradero, y tan amable que me protege de quemaduras, de abrasarme ligeramente las manos. Todo un detalle.
Ella aguanta lo que sea, es capaz de quedarse minutos y minutos sosteniendo el calor, esperando que yo asiente y decida beber. Nunca decae, ni se queja, solo espera el momento. Es una pequeña héroe del día a día, de lo cotidiano. Solo aguarda servir y estar preparada para el día siguiente. Y la mía es verde, pero eso que más da. Puede ser roja, azul, con dibujos, e incluso de mal gusto, con la cara de un familiar o un mensaje de buenos días. Pero sea como sea, es una luchadora que pocas veces falla, y si lo hace no es por falta de coraje, sino porque ya ha derrochado toda su nobleza, o nosotros le hemos fallado, no supimos abrazarla como debíamos. Quisimos hacer demasiadas cosas a la vez, y la dejamos en un segundo plano, mientras nuestra mente se distraía por otros lugares, y se nos resbaló, la dejamos marchar como ella nunca hubiese hecho.
Y hora que ya estoy terminando el desayuno, la vuelvo a observar. Sigue inmutable, rígida en su tarea. Que egoísta he sido tantas veces al descuidarme de su valía; cuantas veces he dispuesto de sus servicios, y una vez exprimida, la he dejado abandonada, sucia y sin prestarle la más mínima atención. Rodeada de otros héroes utilizados y desatendidos: platos, vasos, tenedores, cucharas, cuchillos, y muchos más, demasiados. Y yo, egoísta como siempre, he priorizado descansar, disfrutar, o realizar cualquier otra actividad. Solo después, cuando he vuelto a requerir de ellos, incluso en momentos de urgencia, he decidido atenderlos.
Vaya, mi pequeña taza, no se como disculparme, y aunque sé que no está bien, y que te diga que no volverá a ocurrir, ambos sabemos que no será así. No será hoy, ni mañana, quizá dentro de cuatro días, pero desgraciadamente, y asumiendo mi vergüenza, volverás a darme más de lo que yo jamás te daré.
Ella aguanta lo que sea, es capaz de quedarse minutos y minutos sosteniendo el calor, esperando que yo asiente y decida beber. Nunca decae, ni se queja, solo espera el momento. Es una pequeña héroe del día a día, de lo cotidiano. Solo aguarda servir y estar preparada para el día siguiente. Y la mía es verde, pero eso que más da. Puede ser roja, azul, con dibujos, e incluso de mal gusto, con la cara de un familiar o un mensaje de buenos días. Pero sea como sea, es una luchadora que pocas veces falla, y si lo hace no es por falta de coraje, sino porque ya ha derrochado toda su nobleza, o nosotros le hemos fallado, no supimos abrazarla como debíamos. Quisimos hacer demasiadas cosas a la vez, y la dejamos en un segundo plano, mientras nuestra mente se distraía por otros lugares, y se nos resbaló, la dejamos marchar como ella nunca hubiese hecho.
Y hora que ya estoy terminando el desayuno, la vuelvo a observar. Sigue inmutable, rígida en su tarea. Que egoísta he sido tantas veces al descuidarme de su valía; cuantas veces he dispuesto de sus servicios, y una vez exprimida, la he dejado abandonada, sucia y sin prestarle la más mínima atención. Rodeada de otros héroes utilizados y desatendidos: platos, vasos, tenedores, cucharas, cuchillos, y muchos más, demasiados. Y yo, egoísta como siempre, he priorizado descansar, disfrutar, o realizar cualquier otra actividad. Solo después, cuando he vuelto a requerir de ellos, incluso en momentos de urgencia, he decidido atenderlos.
Vaya, mi pequeña taza, no se como disculparme, y aunque sé que no está bien, y que te diga que no volverá a ocurrir, ambos sabemos que no será así. No será hoy, ni mañana, quizá dentro de cuatro días, pero desgraciadamente, y asumiendo mi vergüenza, volverás a darme más de lo que yo jamás te daré.
lunes, 27 de junio de 2011
En blanco
Se puso a escribir sin demasiada ambición; para estar entretenido, básicamente. Así, empezó a mirar su entorno. Buscaba una inspiración, algún tema que tratar. Suspendió la mirada durante unos minutos de izquierda a derecha, de arriba a bajo, pero no encontró nada que sugiriese una historia, una trama, ni siquiera algo reseñable. Realmente no estaba inspirado. Pero quería escribir.
Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.
El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.
Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.
Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.
Encendió la televisión, cambió continuamente de canal, revisó del uno al cincuenta, revertió la búsqueda del cincuenta al uno. Pero nada. Parecía increíble, pero ni las tertulias políticas, los programas de variedades, algún que otro documental, las series americanas y nacionales, o el culebrón de turno, no le inspiraron ni una fugaz historia. Apagó la televisión. Levantó la mirada, y observó el techo más de cinco minutos. Manchas suaves, y algún coágulo de pintura, pero poco más en las alturas. Todo blanco, blanco grisáceo, como su mente; una habitación que en otros tiempos había tenido un jolgorio dentro, pleno de aventuras, relatos, aviones que surcaban el cielo expulsando nata montada, barcos que navegaban por mares de chocolate, y mosquitos que susurraban a pequeños seres de otro planeta. Pero ahora, nada. Estaba completamente vacía, ni siquiera una ventana para mirar al exterior.
El aburrimiento inicial, aquel que le animó a escribir, ahora se había encerrado en un frasco pequeño repleto de aditivos de angustia A-230, como él había imaginado que se le denominaba. Nervioso, se levantó apresuradamente, suspiró, y se abalanzó sobre la baranda del balcón, asomando la cabeza y esperanzado en cazar algo excepcional; una situación necesitada de plasmarse en palabras y párrafos, siempre alineados a la izquierda, y nunca justificados. Pero la habitación seguía vacía. Parecía asombroso: una mujer con un carrito de bebé, y su correspondiente pequeño haciendo balbuceos sin cesar; un hombre con un gran tubo de cobre a sus espaldas y un viejo puro en los labios, sin encender, y tambaleándolo de costado a costado, ejerciendo consistentes muecas en su rostro; una pareja de jubilados manteniendo una conversación sin sentido, el hombre hablando de las obras de un piso nuevo a treinta metros de la calle principal, y que las construcciones de ahora no son como lo de antes, y la mujer, con un paso lento y distante al marido, recordando en voz alta que tenían que comprar garbanzos y judías, que se habían acabado. Pero ni aún así, en una jungla de situaciones y experiencias, encontró inspiración. Ni aunque aquella calle hubiese sido lugar del hecho más inesperado y extraño de cuantos se hayan documentado en todos los periódicos del país, hubiese encontrado algo que contar. Hoy no.
Se aguardó nuevamente dentro de casa, caminó por el pasillo, mirando paredes, techo, suelo, cuadros colgados, figuritas de cerámica, los muebles, o aquellos regalos indeseados que no te queda más remedio que colocarlos a la vista, para no hacer el feo; el plato recuerdo de Teruel era uno de ellos. ¿Para qué diantre necesitaba un plato para recordar Teruel? Si nunca estuvo en Teruel, y no sabía nada de la ciudad, ni siquiera sentía la más mínima simpatía o curiosidad por la misma. Pero ahí estaba el plato, sustentado por aquel pie de plástico, y orientado al recibidor. Como diciendo a cada nuevo visitante: ¡Yo soy un recuerdo de Teruel! Dios santísimo, que innecesario, y que feo, porque encima era feo. Pero daba lo mismo, ahora ni siquiera ese plato era capaz de insinuarle una idea. En el patio interior se oían voces. Se acercó a la ventana, y sigiloso, como si fuese un voyeur que espera visionar algo suficientemente morboso, asentó su oreja lo más cerca posible, suficiente para oír y no ser visto. Los de la planta baja comentaban el partido del sábado, estaban sentados en un rondo de cuatro, haciendo un debate como los de la televisión, pero sin cámaras y la necesidad de esconder sus colores; eran transparentes, directos, y no pretendían más que pasar el rato. Pero no encontró nada interesante. De hecho, le importaba bien poco que un brasileño que cobraba millones de euros no se sintiera suficientemente querido por su afición. El colmo, pensó, como si yo cada vez que entrase al trabajo recibiese una ovación.
Se alejó de la ventana, frunció levemente el rostro, y volvió al pasillo con la respiración entrecortada. Quizá necesitado de liberar tanta frustración, dio un seco puntapié a un mueble de color rojizo, aquel que sustentaba el plato, ahora tambaleándose bruscamente, y hecho añicos poco después contra el suelo. Los añicos se esparcieron, como por arte de magia, hasta varios metros del epicentro. Ya no había recuerdo de Teruel; pero ya tenía una historia.
jueves, 2 de junio de 2011
Pe depé
En la casa de los Pés, Pepe era el papá de Pepito, y cuando encontraba un instante de soledad, se sentaba desahogado en su butaca, disfrutando de una buena pipa, inhalando humo, desplazando sus problemas, aplazando responsabilidades. A esto que llegaba Pepito, gritando y dando brincos, que si papá me he hecho pupa, que si papá me he hecho popó, que si papá que tengo pipi, y venga, el papá a aguantar todo el paripé. Que en esto que llega la Pepa, la mamá de Pepito, y el niño mimado deja a Pepe de lado, y ahora le toca a la Pepa. Pepa, Pepa, Pepa, que nunca le quiso llamar mamá, que si tengo pupa, popó, o pipi. Que niño más edulcorado, que niño más papanatas. En eso que llega el abuelo Papito, que al niño no le echéis la culpa, que la culpa es solo vuestra; que jamás he visto una manera más paupérrima de educar un niño que la realizada con Pepito. ¡Papá, por favor! Ahora será solo culpa nuestra, salta Pepe refunfuñando, harto de no poder disfrutar su pipa, y de aguantar los sermones de su papá. El niño mientras, a lo suyo, que tengo pupa, que tengo popó, que tengo pipi, que si papa, que si Pepa, que si Papito: pe, perepé, pe, parapá, aquí estoy yo, hacedme caso, que no pienso parar.
Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.
Papito discutiendo con Pepe, y Pepito gritando bien alto; la pobre Pepa mirándose la barriga, que ya pronto llegará Pepita, que si pañales y papilla, y aquello es un popurrí descontrolado. Vaya panorama de P, vaya gran P, que esto más que una casa, parece un burdel.
viernes, 29 de abril de 2011
El trepidante detective Jonny Monroe
No era un detective como los demás. Jonny era bien diferente a detectives como Ralph Croquet, Jeremy Rogers, o el maquiavélico Fernandez Lausson. Tampoco tenía nada que ver con los Monroe, ni los de la Marilyn, aunque a veces la gente le olisqueaba intentando encontrar fragancia a Chanel 5, ni con los amortiguadores Monroe de toda la vida. No, no tenía ninguna relación. Jonny Monroe era único. Solo había uno, por suerte o por desgracia. Metódicamente era capaz de percatarse de cualquier detalle. Quién no recuerda su frase en el caso de silver street, "si encontramos a alguien que le fascinen los donuts, tendremos a nuestro asesino", dijo con firmeza en aquel terrible suceso detrás del mostrador del Dunkin' Donuts. El resto de presentes, le miraron estupefactos. Que puto crack.
Hoy tenía un nuevo reto, un nuevo obstáculo que superar. Margaret Wilson había sido asesinada en su propia casa. Permanecía en el suelo, con notables signos de violencia. Su hijos, que habían alertado a la policía nada más encontrar a su madre tendida en el suelo, no estaban en casa en el momento del brutal asesinato; mientras, el marido de la víctima, había cogido poco después del crimen, apenas una hora, un avión para la República Dominicana. Jonny, situado quieto e inmutable en el epicentro del lugar de los hechos, mientras el resto de profesionales buscaban pistas y detalles y pretendían dar el caso por cerrado, descendió su mirada hacia el suelo, suspiró, miró su reloj, y alzó la cabeza con aplomo. "La víctima ha sufrido una brutal paliza. El marido estaba aquí y se fue corriendo, directamente fuera del país. ¿Miedo? Seguramente. Si encontramos a alguien que también quiera matar al marido, tendremos al asesino". Los presentes en aquel lugar lo miraron asombrados. Porque Jonny siempre asombraba y abrumaba a los demás.
Hoy tenía un nuevo reto, un nuevo obstáculo que superar. Margaret Wilson había sido asesinada en su propia casa. Permanecía en el suelo, con notables signos de violencia. Su hijos, que habían alertado a la policía nada más encontrar a su madre tendida en el suelo, no estaban en casa en el momento del brutal asesinato; mientras, el marido de la víctima, había cogido poco después del crimen, apenas una hora, un avión para la República Dominicana. Jonny, situado quieto e inmutable en el epicentro del lugar de los hechos, mientras el resto de profesionales buscaban pistas y detalles y pretendían dar el caso por cerrado, descendió su mirada hacia el suelo, suspiró, miró su reloj, y alzó la cabeza con aplomo. "La víctima ha sufrido una brutal paliza. El marido estaba aquí y se fue corriendo, directamente fuera del país. ¿Miedo? Seguramente. Si encontramos a alguien que también quiera matar al marido, tendremos al asesino". Los presentes en aquel lugar lo miraron asombrados. Porque Jonny siempre asombraba y abrumaba a los demás.
domingo, 16 de enero de 2011
Desengaño de maíz
Tenía uno de los microondas más sofisticados; con numerosos programas preestablecidos de platos comunes, varias posiciones para descongelar, y otras tantas posibilidades que no hacían más que incrementar la admiración por aquel aparato de ondas electromagnéticas. La manipulación no era nada fácil, para que nos vamos a engañar. Un extenso cuadro de control ocupaba gran parte del frontal metálico, con botones, luces, y simbólicos dibujos tintados de azul. Pasé los primeros días leyendo el manual de instrucciones, de un grosor considerable y repleto de apartados para llegar a entender, en su justa medida, aquella máquina futurista. Recuerdo que me llamó la atención entre los programas predefinidos, la posibilidad de preparar pollo y disponerlo de nueve maneras diferentes. ¡Nueve maneras! Quedé totalmente colapsado, apostré el manual sobre la mesita de la cocina, y me ausenté para fumar un cigarrillo y aclarar ideas. Necesitaba reunir energías para la siguiente lectura. Al volver, continué asombrándome de aquel prodigio tecnológico. Tanto avance en una cajita tan pequeña, ¡y a mi plena disposición! Para calentar la leche existían, como no podía ser de otra manera, varios programas; pensaba que a partir de ese momento desayunar sería mucho más complicado que de costumbre, otro test que cambiaría el rumbo del día, un momento de difícil elección, como si dudase entre el cable rojo o azul. Pero al fin y al cabo, era el precio necesario por aprovecharme de las bondades de aquel artilugio divino. Calentar una pizza ya no era calentar una pizza. Era elegir, imaginar, decidirse por una base más quemada, un acabado uniforme, o un gratinado perfecto. Por momentos, sentía estar frente al cuadro de mandos más complejo del mundo culinario.
Pasaron los días y poco a poco fui asumiendo el control de aquel microondas. Después de leerme el manual por primera vez, estimé hacer una relectura. Como buen libro que se precie, aquella segunda visión me hizo descifrar nuevas alternativas, y aclarar otras tantas que habían quedado demasiado precoces. En concreto, el apartado de verduras, dio un vuelco inesperado. Las bases que hasta ese momento se sustentaban en mi mente, se hicieron añicos contra aquella segunda interpretación. ¡Estaba tan equivocado de los programas vegetarianos durante los primeros días! Por suerte, a partir de ese momento, pude aprovechar al máximo los programas y sus controles. Desde preparar cebollas, hasta dejar listas unas excelentes patatas. El panel del microondas estaba bajo mi control; cocinar, calentar, descongelar, gratinar, cualquier acto estaba perfectamente controlado. Además, pude acrecentar aún más la experiencia gracias a Internet. Me registré en varios foros de cocina, así como en la web oficial del producto, donde mensualmente se podían descargar, en formato PDF, nuevas recetas y trucos sorprendentes. Mi progresión personal en aquella etapa de mi vida es imposible entenderla sin la presencia del microondas. Pero desgraciadamente, también mi debacle, mi terrible desengaño, que llegaría poco más tarde.
Una tarde vinieron a casa algunos amigos; Rodolfo, Carmen, Mireia, y Sergio. Estuvimos charlando, tomando unas copas, y como la tarde lluviosa no acompañaba a salir, decidimos quedarnos en mi casa viendo unas películas. Hasta ahí todo sucedió felizmente. Pero Carmen, la inoportuna Carmen, sugirió hacer unas palomitas para acompañar las películas. ¡Claro! Exclamé, sin ningún tipo de dudas. La semana anterior había comprado tres paquetes de palomitas para microondas, y era un momento idóneo para fortalecer, aún más, la relación con mi pequeño generador de ondas electromagnéticas. Así que dispuse la bolsa dentro de él, y de repente, me quedé en blanco. ¿Que programa debía utilizar? No recordaba ningún apartado relacionado en el manual de instrucciones, y por más que miraba al panel de control, ningún dibujo se asemejaba a una bolsa de palomitas para microondas. Carmen, que además de inoportuna es una impaciente natural, se acercó a husmear en la cocina. ¡Ay, cómo eres, pon a calentar la bolsa y listo! Hasta mi microondas del Carrefour las hace bien. Me dijo riendo y espitosa. Empecé a ponerme nervioso, y no atinaba que hacer. La situación me superaba. ¡Seguro que había un programa para las palomitas! Pero no lograba ubicarlo. Carmen me miraba. ¡Maldita zorra, vete para el comedor con los demás!, pensé mientras le devolvía una tímida sonrisa. Así, en un acto de ansiedad, coloqué el programa para calentar leche durante varios minutos, y pulsé el botón de iniciar. La bolsa daba vueltas y más vueltas en el interior del aparato; pero ni se inmutaba. ¿Porqué no se hinchaba? ¿Porqué no empezaban a sonar aquellos pequeños estruendos de las palomitas? Después de cinco minutos tuve que suspender el programa. La bolsa estaba completamente chamuscada, pero el maíz seguía intacto. Desde el comedor preguntaban airadamente, esperando mi llegada triunfal con el bol repleto de palomitas. Pero no había manera. Intenté remediar aquel inicio lamentable insertando una segunda bolsa y cambiando de programa. Pero nuevamente no sirvió para nada. La bolsa se infló levemente, pero las palomitas en su interior permanecían inmóviles, contraídas bajo su caparazón. Solo me quedaba un paquete. Mis amigos se impacientaban. No entendían que pasaba, y me lanzaban frases que se clavaban en lo más profundo de mi corazón: ¡Tanto microondas y mira! ¡Da igual, déjalo, ya comeremos unas patatas chips, ¿tienes patatas?
Solo una bolsa. Una oportunidad. Un motivo para seguir con orgullo aquella relación electro-humana. Pensé profundamente. ¡Vamos, vamos! ¿Qué programa debe ser? Entonces se me encendió la luz. Aclaré la mente. ¡Claro!, sencillamente debía poner modo normal, la potencia que señalaban las instrucciones del reverso de la bolsa, y vigilar constantemente. Y así lo hice. Accioné el modo normal, potencia setecientos, y unos tres minutos. Entonces, esperé sin quitar ojo del interior del electrodoméstico. Al minuto, la bolsa comenzó a inflarse. Poco después, sonaron algunas palomitas al abrirse: pop, popop, pop
Pasaron los días y poco a poco fui asumiendo el control de aquel microondas. Después de leerme el manual por primera vez, estimé hacer una relectura. Como buen libro que se precie, aquella segunda visión me hizo descifrar nuevas alternativas, y aclarar otras tantas que habían quedado demasiado precoces. En concreto, el apartado de verduras, dio un vuelco inesperado. Las bases que hasta ese momento se sustentaban en mi mente, se hicieron añicos contra aquella segunda interpretación. ¡Estaba tan equivocado de los programas vegetarianos durante los primeros días! Por suerte, a partir de ese momento, pude aprovechar al máximo los programas y sus controles. Desde preparar cebollas, hasta dejar listas unas excelentes patatas. El panel del microondas estaba bajo mi control; cocinar, calentar, descongelar, gratinar, cualquier acto estaba perfectamente controlado. Además, pude acrecentar aún más la experiencia gracias a Internet. Me registré en varios foros de cocina, así como en la web oficial del producto, donde mensualmente se podían descargar, en formato PDF, nuevas recetas y trucos sorprendentes. Mi progresión personal en aquella etapa de mi vida es imposible entenderla sin la presencia del microondas. Pero desgraciadamente, también mi debacle, mi terrible desengaño, que llegaría poco más tarde.
Una tarde vinieron a casa algunos amigos; Rodolfo, Carmen, Mireia, y Sergio. Estuvimos charlando, tomando unas copas, y como la tarde lluviosa no acompañaba a salir, decidimos quedarnos en mi casa viendo unas películas. Hasta ahí todo sucedió felizmente. Pero Carmen, la inoportuna Carmen, sugirió hacer unas palomitas para acompañar las películas. ¡Claro! Exclamé, sin ningún tipo de dudas. La semana anterior había comprado tres paquetes de palomitas para microondas, y era un momento idóneo para fortalecer, aún más, la relación con mi pequeño generador de ondas electromagnéticas. Así que dispuse la bolsa dentro de él, y de repente, me quedé en blanco. ¿Que programa debía utilizar? No recordaba ningún apartado relacionado en el manual de instrucciones, y por más que miraba al panel de control, ningún dibujo se asemejaba a una bolsa de palomitas para microondas. Carmen, que además de inoportuna es una impaciente natural, se acercó a husmear en la cocina. ¡Ay, cómo eres, pon a calentar la bolsa y listo! Hasta mi microondas del Carrefour las hace bien. Me dijo riendo y espitosa. Empecé a ponerme nervioso, y no atinaba que hacer. La situación me superaba. ¡Seguro que había un programa para las palomitas! Pero no lograba ubicarlo. Carmen me miraba. ¡Maldita zorra, vete para el comedor con los demás!, pensé mientras le devolvía una tímida sonrisa. Así, en un acto de ansiedad, coloqué el programa para calentar leche durante varios minutos, y pulsé el botón de iniciar. La bolsa daba vueltas y más vueltas en el interior del aparato; pero ni se inmutaba. ¿Porqué no se hinchaba? ¿Porqué no empezaban a sonar aquellos pequeños estruendos de las palomitas? Después de cinco minutos tuve que suspender el programa. La bolsa estaba completamente chamuscada, pero el maíz seguía intacto. Desde el comedor preguntaban airadamente, esperando mi llegada triunfal con el bol repleto de palomitas. Pero no había manera. Intenté remediar aquel inicio lamentable insertando una segunda bolsa y cambiando de programa. Pero nuevamente no sirvió para nada. La bolsa se infló levemente, pero las palomitas en su interior permanecían inmóviles, contraídas bajo su caparazón. Solo me quedaba un paquete. Mis amigos se impacientaban. No entendían que pasaba, y me lanzaban frases que se clavaban en lo más profundo de mi corazón: ¡Tanto microondas y mira! ¡Da igual, déjalo, ya comeremos unas patatas chips, ¿tienes patatas?
Solo una bolsa. Una oportunidad. Un motivo para seguir con orgullo aquella relación electro-humana. Pensé profundamente. ¡Vamos, vamos! ¿Qué programa debe ser? Entonces se me encendió la luz. Aclaré la mente. ¡Claro!, sencillamente debía poner modo normal, la potencia que señalaban las instrucciones del reverso de la bolsa, y vigilar constantemente. Y así lo hice. Accioné el modo normal, potencia setecientos, y unos tres minutos. Entonces, esperé sin quitar ojo del interior del electrodoméstico. Al minuto, la bolsa comenzó a inflarse. Poco después, sonaron algunas palomitas al abrirse: pop, popop, pop
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