viernes, 30 de julio de 2010

Aclaración (1)

Debemos tener claro que una pipa no siempre se lo pasa bien, por muy pipa que sea.

lunes, 12 de julio de 2010

Billete sencillo

La puerta del autobús se abrió delante de ella. Amagó para entrar, pero prefirió dejar paso a aquella mujer de mediana edad que sustentaba entre sus brazos un caniche de desagradable refinamiento. Pensó, -ese caniche es para ir en taxi, no en transporte público.- Esperó a que la mujer, rebozada de maquillaje color jazmín, y un pequeño sombrero rojo purpurina, picara el billete y comenzaran a buscar asiento, mientras el can olisqueaba todo lo que podía. Al subir el escalón del autobús miró con una discreta sonrisa al conductor y le pidió un billete sencillo, enseñándole al mismo tiempo una moneda de dos euros. El conductor, miró de arriba a bajo a la joven Marisa, y sin demasiada simpatía, digamos, que con reconocible antipatía, rebufó, y le entregó con la mano derecha un billete sencillo, mientras insistentemente, abrió la otra mano reclamando su moneda, como quién no acaba de fiarse. Marisa estaba extrañada, y a la vez un tanto indignada. Pero como siempre, alargó su sonrisa, y le entregó el dinero, cogiendo el billete de transporte nada más pasar unos segundos. Se giró, picó el billete en la máquina situada al borde del conductor, y alzó la mirada buscando un asiento.

En ese preciso momento, se dio cuenta que todos los ocupantes de aquel autobús, la miraban. La observaban. No le quitaban ojo, pasando de la curiosidad, a la mala educación. Marisa, algo nerviosa, no quiso dar más importancia al asunto, y caminó hasta la parte posterior del autobús, donde quedaban libres tres asientos. Mientras caminaba, notaba como las miradas la seguían; no la dejaban respirar. Se clavaban en su figura, y no la soltaban bajo ningún concepto. Siguió caminando, y se sentó en uno de los tres asientos; el de la derecha concretamente. Allí, aspiró profundamente con la mirada perdida en el techo del autobús, por momentos no quería soltar el aire de sus pulmones, aunque finalmente, lo dejó salir lentamente, sin demasiada convicción, intentando no llamar la atención. Pero cuando quiso volver a mirar a su entorno, se percató de que las miradas seguían clavadas en su persona. Nerviosa, comenzó a mirarse con disimulo; ¿Un botón desabrochado? ¿La falda ligeramente subida? No, efectivamente no tenía nada remarcable. Tampoco en su cara, como pudo asegurarse al destapar su pequeño espejo de maquillaje. Volvió a levantar la mirada; la mujer del caniche le observaba de reojo, incluso el ostentoso y repipi perro parecía no quitarle el ojo; delante, a la derecha, un hombre mayor, repleto de pelos en las orejas, con las cejas pobladas completamente, y una mirada hundida y cansada, también la miraba fijamente, sin quitarle ojo. Y sonreía, de vez en cuando, sonreía. Diferente a una pareja latina, situada en la parte izquierda, cerca del conductor, que miraba a la joven Marisa de forma aleatoria; primero uno, después el otro, y cuando las miradas se perdían a la vez, no había descanso, pues el jovencito sentado a dos asientos de Marisa, se unía al acoso con una mirada penetrante. A través del espejo retrovisor, también el conductor ojeaba a la joven cuando la ocasión le dejaba; en los semáforos, pasos de peatones, o en momentos de carretera despejada.

Marisa no lo acababa de entender, y cada vez más nerviosa y angustiada, optó, como se hace en estos casos, por ignorar. Se centró en disfrutar de su libro de bolsillo, varios relatos de Cortázar, y una preciosa pluma para realizar anotaciones, tantas como podría haber realizado de esa experiencia.

martes, 6 de julio de 2010

Una tónica y una gaseosa, por favor

Que calor, madre mía, que calor -comentaba Juani con su amiga Nieves, en la terraza del bar Calvo, cerca del colegio de los niños-. Insoportable, eh, insoportable. Niño, ¡una tónica y una gaseosa! A ver si me escucha, que ya se lo he dicho tres veces. De verdad, que parece que no quieren trabajar, y encima yo no le veo hacer nada; de lado a lado, eso es lo que hace, ir de lado a lado pero sin hacer nada. Este nuevo no me gusta nada. No sé como el Calvo ha cambiado de camarero, con lo atento que era el jovencito aquel, el del cabello rizado, tan educado, siempre con una sonrisa en la cara, y rápido, porque era de rápido, madre mía, que le pedías la tónica y la tenías aquí en un santiamén. Este, ni caso. Parece que no te escucha, o que no quiere escuchar, diría yo.
Nieves, niña, que estás muy callada. ¿Qué te pasa, chiquilla? Que eras tu la que quería ponerse aquí en la terraza, que yo bien a gusto estaría dentro, con el aire acondicionado, y las sillas, que las de dentro son mucho más cómodas que estas, que son plástico malo, que parece que se vallan a romper en cualquier momento; vaya, que cuando menos te lo esperes me tienes con el culo en el suelo y enseñando las bragas a todo el personal, que te digo yo, que de estas sillas me fío menos que de mi marido. Mira, hombre, ya nos traen las bebidas. Ya era hora, que voy a tener una insolación aquí de tanto esperar. ¡Niño! Ya era hora, hijo, que un poco más y se nos caducan las bebidas. ¿Qué las has fabricado tu mismo ahí dentro? Por Dios, que desesperante. Espabila un poquito, ¿eh?, que la gente aquí viene a tomarse algo, y un poco más de tiempo esperando y los niños me están trabajando, y yo aquí, sentada, con cara de tonta. Madre mía, que calma que te traes.

Ay, ay, que calor, madre mía. Nieves, hija, deja la revista y habla un poco. Que parece que estás muda, cualquiera diría que te cobran por hablar; que es gratis. A ver, ¡Niño, trae la cuenta, que tenemos que buscar los niños! Ya verás Nieves, viste lo lento que iba para traer las bebidas, ¿no?, ya verás el interesado que rápido que nos trae la cuenta. Ni un minuto, y ya lo tenemos aquí con el plato. Si es que son, todos iguales, son todos iguales. Más interesados. En fin. ¡Niño! Yo no sé si me ha oído, yo diría que sí, madre mía, qué camarero, Dios santísimo, es que ni para traer la cuenta. ¡Niño, trae la cuenta, anda, que tengo que ir a recoger los niños! Ay mira, ya voy yo, que veo que si tengo que esperar que venga este... Ya ves tú, mira, ahora se pone a recoger la otra mesa, coño, eso ya lo harás después. Trae la cuenta hombre. Ah, ya me ha visto. ¿Me ha visto o no me ha visto? ¿Qué dices Nieves? Ay, calla, mira, que ya viene. Ya la trae.

Ay, que descuido. Oye niño, que le digas al Calvo que lo mío ya se lo pago mañana, que ahora no llevo suelto, ¿vale? Va venga, vamonos Nieves, que casi son las cinco. De verdad, vaya día, y ahora toda la tarde aguantando a los niños. ¡Ay, Dios mío!

lunes, 21 de junio de 2010

Otro amanecer

El perro esperaba sentado. Por instantes, ladeaba levemente la cola. Aguardaba completamente desnudo, con un pelaje largo y suave, color ceniza y pequeñas lagunas de destellos dorados, que se incrementaban por la presencia del sol alegre y tenaz. En su cuello, se enroscaba un collar de color rojo viejo y agrietado. Nadie sabía cuánto llevaba en ese lugar, atado a una farola, en una pequeña plaza. Pero eran las nueve de la mañana, y los que pasaron una hora antes, decían que el perro ya estaba allí. Personas aparentemente ocupadas pasaban por delante suyo, lo miraban fugazmente, y se diluían poco después. El perro, miraba a todas y cada una de ellas, con admiración y devoción. Quince minutos antes de las nueve, decenas de niños que iban camino al colegio pasaron por delante; algunos le hablaban insistentemente, incluso querían tocarlo; era entonces cuando el canino movía su cola con mayor recorrido y velocidad, como un péndulo nervioso e infatigable. Las madres cogían del brazo a sus hijos para estirarles y alejarlos del animal, por si acaso, como se suele decir en estos casos.

A las diez, la plaza era prácticamente desierta, y el perro estiró todo su cuerpo sobre la arena. Con la mirada inocente, como quién no acaba de entender la situación, se centraba en observar algunas palomas que picoteaban el suelo, tragando poco más que arena, y muy de vez en cuando, alguna migaja de pan. Las palomas iban iendo escalonadamente; de hecho, no había mucho que llevarse al estómago en aquel suelo arenoso; únicamente pequeños restos de los bocadillos de los niños que una hora antes pasaron por allí. El sol cada vez era más antipático; golpeaba con fuerza y sin escrúpulos el suelo arenoso. El perro, con la lengua fuera, seca y porosa, extendía todo su cuerpo por la tierra ardiente, cansado y acalorado, sin fuerzas para curiosear a su alrededor, y los ojos entrecerrados. Solo en determinados momentos, se incorporaba impulsivamente, levantando su oreja derecha, al escuchar un sonido, que a primeras, le parecía familiar. Pero a los pocos segundos, su esperanza se diluía al constatar que solo se trataba de una persona más, un coche más, un golpe de bastón más, una puerta más, en aquel desconocido lugar.

Pasó la mañana. Pasó el mediodía. Pasó la tarde. Y llegó la noche. El perro, seguía allí. Fatigado, y con aparente desconcierto en su mirada. Observando de un lado para otro, atento a cualquier novedad, triste pero entero. Ni siquiera llegó a tensar su correa, sacando su lado más salvaje. No. Seguía con la esperanza de que tarde o temprano, su ángel vendría a rescatarle, despojándolo de aquel barrote de hierro, que justo a las diez de la noche, se iluminaba en el cielo despejado.
A medida que avanzaban las horas, y poco a poco fue entrando la madrugada, pequeños lloros fueron surcando por aquella noche calmada; a los llantos, les siguieron ligeros aullidos atemorizados, intermitentes y mudos por momentos. Aquella noche se encendieron las luces de los pisos cercanos a la plaza, algunas personas se asomaron por la ventana, y otras salieron al balcón para cotillear, pero sobretodo, gritar ferozmente al animal. El perro, viendo tanta atención a su alrededor, sacó fuerzas de donde no aparentaba; entonces, meneaba más intensamente la cola; aullaba, ladraba, y buscaba ilusionado entre la multitud que le observaba. Poco después, vio como unas personas de uniforme, le enlazaron el cuello con una especie de vara acabada en anillo, como le metieron en un pequeño habitáculo, y como a las pocas horas, volvió a sentirse entre barrotes. Pero esta vez, dentro de ellos. No había necesidad de correa.

miércoles, 9 de junio de 2010

Momento crítico

Marcos entró corriendo, con prisas, sin concesiones. Cerró la puerta enérgicamente, como si en vez de cerrarla, quisiera romperla, desubicarla de sus bisagras. Se arrodilló, se bajó hábilmente los pantalones, y se sentó apresuradamente, con brusquedad, con decisión. Rebecca, que permanecía en la habitación del fondo del pasillo, alzo la cabeza, dejando el cuello completamente tensado, y con una notable incertidumbre en su rostro, preguntó, -¿estás bien cariño?-, pero sin respuesta, el silencio se adueñó de toda la casa. -¿Cariño? ¿Estás bien?- El silencio, agarraba fuertemente aquel momento, no lo quería soltar. Pero no pasó más que unos segundos, cuando unos contundentes sonidos rompieron de pleno aquel vacío. Era una constante lluvia de impactos sonoros estridentes, que bajaban y subían de intensidad. Patapam, parraf, porrof, prom, pram, pree, piiif. Poco después, cesaron. El silencio volvió. Rebecca, con una sonrisa risueña, y con total parsimonia, se acercó a la puerta del baño. Apoyó su mejilla, y exclamó, -vaya nene, que urgencias, ni un beso oye-.

Unos segundos después, Rebecca se retiró y se volvió a incorporar al percibir el sonido del agua deslizándose por la pica. Marcos abrió la puerta, un tanto sonrojado, pero con expresión plácida, una sonrisa bobalicona, y unos ojos entreabiertos y relajados. Entonces, salió del lavabo con dos pausadas zancadas, levantó su mano con un gesto pleno de armonía, y agarró la mejilla de Rebecca, agrandando su sonrisa, y seguidamente, la besó. -Lo siento cariño, no podía más. Pensaba que no aguantaría, de verdad, pensaba que no llegaba. - La joven, siempre con una sonrisa en su amable rostro, miró hacia el cielo y balanceó ligeramente la cabeza. Dio media vuelta, y se volvió a la habitación. -¡Eres lo que no hay!- Sugirió desde el fondo del pasillo.

-Lo siento cariño, si supieras en el ascensor, ha sido eterno, parecía que iba cuatro veces más lento que de costumbre. ¡Ese maldito aparato no quería subir!- Rebecca asomó escuetamente la cabeza por la entrada de la habitación, -qué exagerado eres, ya ves tú, porque sabías que estabas a punto de llegar, y claro, el cerebro juega esas malas pasadas.- Su cabeza desapareció nuevamente, como en una representación de marionetas, cuando cambian de acto. -Será eso, pero yo no podía, no podía-, respondió Marcos.