viernes, 26 de marzo de 2010

Buenas noches

Aquel mueble tenía carácter, alma y espíritu. Roble macizo, con tonos rojizos e intensos. Tallado con pasión, y repleto de pequeñas imperfecciones que lo ensalzaban a la perfección; que paradoja. Permanecía en aquel salón desde mil novecientos cuarenta y dos, y ya era imposible imaginarse aquel espacio sin su presencia; era de la misma sangre, del mismo patrón. Repleto de repisas y ornamentos, sostenía todo tipo de recuerdos. Era un perfecto libro de familia basado en figuritas, marcos, tapetes, y todo tipo de objetos que se habían ido apilonando a lo largo de los años. Durante seis décadas, Carmen había conseguido recrear su particular reunión de familia; abuelos, padres, hijos, nietos, amigos, y por supuesto, su difunto marido.

Cada noche, antes de irse a dormir, Carmen limpiaba sus gafas, se levantaba apoyando sus débiles brazos, se acercaba, y contemplaba su particular museo de los recuerdos. Mirando uno a uno, dibujando minúsculas escenas, escuchaba las voces, rememoraba olores, sentía las caricias, los golpes, sonreía, dejaba deslizar pequeñas lágrimas por sus mejillas; su mente aleteaba deambulando por el pasado. Solo eran unos segundos, apenas un instante. Pero era un viaje ineludible antes de abrazar su almohada, y esperar. El reloj de cuerda de su padre, el tapete de la tía Eulalia, la figura de porcelana de Alfonsina, ya de un color mate y gastado, la foto de su hermana Encarna, sus tíos de Córdoba en el granero antes de recoger las aceitunas, el florero aquel que le entregó su abuelo repleto de amapolas, aquellas que su abuela era capaz de improvisar en reducidas muñecas, y más fotos, como quién no quiere olvidar, muchas más fotos. Poco a poco, su mente recoge las alas. Como un gorrión que necesita tomar tierra.

Quién sabe mañana, pero de momento, buenas noches.

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