viernes, 31 de diciembre de 2010

Feliz año nuevo

Soy de aquellos que no presta demasiada atención a las fechas señaladas. De aquellos que evita las felicitaciones y celebraciones puntuales como si fueran imprescindibles en nuestra vida diaria. ¿Qué es navidad? Pues bueno, mañana seguramente no lo sea. ¿Qué viene el año nuevo? Pues muy bien, dentro de diez días todos estaremos maldiciendo el nuevo año. Y todo seguirá igual, independientemente de las fechas; no habrá ni un cambio radical, ni de repente el negro se volverá blanco, ni los bancos repartirán dinero, ni las administraciones se volverán eficientes. Así es, y llámadme negativo o de carácter áspero, los insultos, los dejo a vuestra elección.
En el cumpleaños, más de lo mismo. La típica pregunta, ¿no te sientes más viejo?, pues no, no me siento más viejo. Me sentiría más viejo si mirara cinco años atrás, con el pelo más fuerte, la espalda menos contraída, y las arrugas más disimuladas, pero por un día, lo único que espero es que haya un buen regalo sobre la mesa y la gente como mínimo sea algo más simpática conmigo. Y aún así.

Pero en fin, se acaba el año y toca de nuevo el protocolo de las uvas, la ropa interior roja, y la copa de cava. Por cierto, el cava, que gran tema. Esa bebida que parece que tienes que beber por obligación. Coño, ni que fuese una hipoteca. ¡Que no vendrán a retirarte el año nuevo si no la bebes! Cuanta gente he sentido que dice, es que a mi no me gusta el cava pero como hay que brindar. ¿Qué eres masoca entonces? ¿Sabes que la copa sigue efectuando el mismo sonido aunque la bebida de dentro no sea cava? Sí, también puedes hacer chin-chin. Pues si no te gusta el cava, ponte cola, agua, o un buen whisky para olvidar al día siguiente. Porque empezar el año con cara de asco, como si te hubieras comido un limón, pues tampoco es plan. Y no mencionaré el tema de la ropa interior roja, que se sugiere casi tan absurdo como Nobel de Obama. ¿Acaso la gente piensa que el Dios de la suerte es un voyeur comunista? Por favor.
Pero bueno, es lo que hay. Cena, uvas, cava, excentricidades del familiar de turno, programas infames de televisión con un humor desgastado, la clásica broma de "nos vemos el año que viene", y la borrachera que destapa las miserias de tantas personas que considerábamos respetables, hasta ese momento, ya sea en casa, en el restaurante, en una discoteca, o en un desafortunado contenedor de basura.

Sí, ya, pero venga, lo digo: Feliz año nuevo a todo el mundo, y que el 2011 sea un año espectacular, sublime, fantástico; uy, la panacea de todos los años. Seguro que lo será ;-)

jueves, 23 de diciembre de 2010

Cuando los ricos quieren ser más ricos

La "ley Sinde" llegaba a su cita de aprobación en el congreso con buena salud; pero después de la marcha atrás de algunos grupos, que seguramente habrán primado su reputación social por encima de las presiones y convicciones internas, la ley empieza a dar coletazos y parece agonizar. Las reacciones por diferentes bandos no se han hecho esperar. Internautas y no internautas, que no se encuentran en las altas esferas de la sociedad, han aplaudido mayoritariamente el desenlace; mientras, algunos creadores de élite -entendemos, con dinero y notoriedad social-, han expresado su malestar por la marcha atrás de esta ley que quiere mutilar parte de la libertad en la red.

Dicen en un artículo de El Pais, que la cultura -músicos, cineastas, y escritores-, están indignados. Pero yo me pregunto, ¿Quién es la cultura? ¿Quién la representa? La cultura, afortunadamente para este país, no son cuatro gatos que están en la élite y desean aumentar aún más sus cuentas corrientes; que en vez de tener dos chalets, les gustaría tener tres. La cultura somos todos. La cultura es cualquier persona del día a día, que hace eso, cultura. Que escribe, canta, ilustra, fotografía, diseña, y muchas cosas más, para poder pagar sus impuestos, tener un piso, y permitirse de vez en cuando algunos caprichos. Son personas que están básicamente al mismo nivel social que un mecánico, un carpintero, un administrativo, o cualquier otra profesión tan respetable. Como digo, por fortuna, la cultura es demasiado extensa y no se reduce a estos personajes del artículo citado.

Desde pequeño me han apasionado muchos ámbitos de la cultura, y me ha encantado compartir mis creaciones con los demás. No tengo chalet, ni siquiera coche. Vivo como la gran mayoría de personas de este país trabajando día a día para llegar a fin de mes, y cuando llego del trabajo, tengo ánimos y mucha ilusión para seguir creando, aunque muchas veces la remuneración brille por su ausencia. Para muchos es difícil de entender, pero cuando te gusta algo, lo entiendes. Y claro que aspiro a más, no voy a ser tan hipócrita como para asegurar que rechazaría mayor compensación por lo que hago. Todo el mundo quiere que le valoren su trabajo. Pero una cosa es que tu trabajo del día a día sea más o menos valorado, y otra muy distinta, lo que pretenden estos personajes que dicen representar la cultura del país, que es vivir de su obra por el resto de los días sentados desde el sofá, e irse enriqueciendo más y más. Sobretodo cuando solo son una pequeña parte de la cultura de este país, y deberían darse por unos enormes afortunados al tener un nivel de vida tan alto, en comparación al resto de los mortales, incluso de los que se dedican a lo mismo que ellos. Pero no, aún así, quieren más. Quieren que los que tenemos menos, les demos más. Es curioso, que en cambio, no digan que las subvenciones que ellos reciben, infinitamente superiores al resto de "creadores" -la mayoría, sencillamente no tienen-, las estamos pagando entre todos; y cuando digo todos, también me refiero al lampista que después se baja una canción, o al dependiente que mira una película por internet.

Y si hablamos de temas de robo y piratería, yo también me podría quejar. A mi también me han robado. Me ha robado la SGAE, que no está demasiado por la labor de fomentar la cultura en este país, sino por fomentar las arcas de aquellos que más tienen. Cuando hice mi primer cortometraje, nadie, por descontado, me subvencionó. Es más, perdí tiempo y dinero. Cada vez que grababa mi obra en un DVD estaba pagando dinero a la SGAE, por la cara, porque así lo dice un cánon sin ningún tipo de sentido. Grabé más de 100 cortometrajes, y me robaron más de cien veces por una obra que encima era mía, realizada con el sudor de mi frente. Esto fue en 2004. Desde entonces, han pasado seis años y he realizado muchos más proyectos que han ido aumentando las arcas de una institución que se proclama como la defensora de la cultura. Pues bien, yo también formo parte de la cultura, y más que defenderme, me han atracado.

Y esto sucede, cuando los ricos quieren ser más ricos, robando a los pobres.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Esperando

Han pasado los años y ya no tengo que preocuparme por coger sitio; prácticamente tengo el banco para mi solo. Qué silencio. Como pasa el tiempo. A veces me siento como un legionario, aquel que siempre sobrevive a cada una de las batallas, pero va viendo caer a los suyos por mucho que no quiera mirar atrás. Y yo siempre voy para delante, pensando que no caeré. Aunque francamente, hay veces que me gustaría ser abatido, descansar de tanto ajetreo. Esta guerra, ya no es la mía, y no logro entender para qué lucho. No comprendo si este sufrimiento, esta incansable batalla, favorece a los míos, o les perjudica. Incluso pienso que lo mejor sería dejarlo, tanta guerra no es buena. Es mejor quedarse tranquilo, pero con una pizca menos. No merece la pena. Aunque por otra parte, quiero seguir corriendo; será por orgullo propio, de ver como después de tantas batallas yo siempre he estado triunfante. Sí, orgullo propio. De hecho, poco más. La persona que más quise hace tiempo que se fue. Así que, ¿a quién tengo que demostrar nada? A nadie, a mi mismo. Claro, si supiese a seguras que mi rendición me volvería a dejar con los que cayeron, no dudes que me rendiría sin rechistar; alzaría la bandera blanca bien arriba, tiraría todas las armas bien lejos de mi, y gritaría bien alto para anunciarles mi vuelta. Pero no tengo la seguridad de que pueda regresar. A lo mejor rendirme es apresurar la perdición de todo. Por lo menos aquí, sé que mis amigos surcan por estos vientos que aún puedo recordar. Y muchas veces con eso me basta. Aunque reconozco que otras, otras, se me hace tremendamente doloroso. En fin, demasiado tiempo libre. Lo mejor será que vaya a recoger al pequeño al colegio, que ya casi es la hora.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Un día con Francisco Cebollo

Tenía cuatro cabras, dos vacas, un perro, cinco gallinas, y un gorrión. Se levantaba cada día a las cinco de la mañana; ordeñaba a Racinta, su vaca más joven, los lunes, miércoles, y festivos, mientras que Corzuela, su vaca más longeva, era ordeñada los días restantes, martes, jueves, y viernes. Después de tomarse su leche fresca, con un trozo de pan, aceite, y queso fresco de sus propias cabras, Francisco Cebollo, nuestro hombre, se sentaba a reposar media hora en su butaca de madera de roble, acolchada con esponja y lana. Pasados los treinta minutos, se levantaba haciendo ligeros movimientos de estomago, y se apresuraba para ir al lavabo. En apenas cinco minutos, salía del mismo con una ligera expresión de bienestar, se arremangaba sus duros pantalones vaqueros, se colocaba sus botas de toda la vida, y se llevaba a la boca un desgastado palillo de madera. Salía de casa y se paseaba por lo alto de la pradera durante tres horas. Al regresar, llevaba consigo un gran saco repleto de ramas, que posteriormente situaba en su robusta chimenea para calentar el comedor. Mientras el calor iba tomando la estancia, se dedicaba a compartir su tiempo en el establo con sus amados animales. Al acabar, volvía a su comedor caliente y acogedor, y preparaba todo lo necesario para comer sobre su mesa de arce rojizo; que poco después estaba dispuesta con diversos manjares, desde los quesos más artesanales, hasta las hortalizas y las frutas más frescas. Al terminar la comida, nuestro querido amigo se sentaba nuevamente en su butaca, gozando de una siesta de tres horas acompañado del silencio más generoso y el ligero cantar de los pajarillos. Al despertar, después de dibujar un bostezo de dantescas proporciones, se disponía a controlar el establo y dejar todo listo para el día siguiente. Caía la noche, y Francisco Cebollo recargaba su chimenea con más ramas recogidas de la mañana, al tiempo que abría su pequeño armario del comedor, y extraía un viejo teléfono de rueda. Al cabo de cuarenta minutos, ya había llegado la pizza a su cabaña; la cena estaba lista, y al terminar, Francisco Cebollo se tumbaba sobre su cama de lana, preparándose así para otro día agotador.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Gatos azules

Sé que no existen los gatos azules ni los ratones rojos. Pero seguía buscando. Un día intenté viajar a un país inexistente, en un avión de cuatro alas que nunca despegó, tal vez, porque me lo inventé; pero allí estuve, más de diez días malviviendo en el aeropuerto, esperando, hasta que fatigado, medité retomar el camino a casa. Pero no quise volver a mi menguado piso, donde cada día que pasa todo parece más pequeño y desdeñado. Así que tracé en mi mente una nueva casa con grandes ventanales, tejas rojas y amplias habitaciones. Estaba apenas a cincuenta metros del mar, donde el oleaje susurraba con delicadeza. Por esta razón, después de cinco días caminando, llegué a la costa y la busqué. De norte a sur, y de sur a norte, con los pies desnudos y los pantalones remangados, pisaba la arena húmeda y salada; pero nunca acerté con ella. Aprovechando que me hallaba en aquel lugar tan mágico, repleto de grandes historias y las más gloriosas epopeyas, tomé la decisión de tumbarme en la orilla, con el agua del mar oscilando hasta mis tobillos. Y soñé. Imaginé. Viajé. Surgieron en mi mente pequeños hombrecillos de color melocotón, de pieles satinadas y resbaladizas -que contradicción-, alados y con pequeñas aletas en las espaldas; brincaban por el mar y se sostenían en el aire, mientras susurraban pequeñas sintonías que empujaban las olas hasta las rocas. En el cielo varias nubes se reconvertían en formas fácilmente reconocibles, e interactuaban entre ellas; una nube se afianzaba en un botijo, y fue tal la recreación,  que comenzó a echar agua de su orificio, una cascada que se deslizó por el aire templado y llano, hasta chocar contra unas inmensas rocas repletas de cangrejos amarillos, deslumbrantes y resplandecientes, que se zambullían en el agua e iluminaban las profundidades, como las faros han guiado durante tantos años a los navegantes más intrépidos.

De repente abrí los ojos. Otra vez ilusiones, otra vez una mentira. Seguía tumbado en la arena, sí, pero ni existían nubes con forma de botijo, ni cangrejos amarillos que iluminaban la oscuridad más profunda. Y por supuesto, no había ningún hombrecillo de color melocotón. Solo algunas colillas sobre la orilla, y una hilera de boyas balanceándose sobre el mar. Me levanté con dificultad, como si aún no hubiese despertado del todo, y tomé la decisión de volver a casa, a la de verdad, la que es un mero contenedor de supervivencia, de complacencia. Notaba que me costaba caminar. Mis músculos no respondían, se mostraban rebeldes con mi mente. Si pretendía dar un paso, estos se paralizaban, se enfadaban y hacían caso omiso. De repente, comenzaron a zarandearme. Y sin darme cuenta, estaba boca abajo y caminando con mis brazos. Estos daban enormes brincos, tanto que parecía que levitase todo mi cuerpo en el aire; me estaba desplazando velozmente, pero con suavidad. Era algo inusual, pero satisfactorio. Avanzaba con largos saltos, y mi cuerpo parecía ligero como una pluma. Contra más alto me alzaba, más grácil notaba mi cuerpo y sus movimientos. Hasta que llegó un momento donde comencé a planear, a sentirme como un pájaro bailando junto al cielo y dejándose llevar por las corrientes de aire, ofreciendo su viaje a merced de la naturaleza. Me crucé entonces con calabazas aladas que aleteaban rápidamente, como colibríes, para reflotar aquel rechoncho cuerpo. También con un enorme campo de flores voladoras que se alzaban rotando sus pétalos como hélices de una helicóptero. Pero inesperadamente mis músculos volvieron a rebelarse. Regresaron a su forma inicial; me noté pesado y rígido, pero sobretodo vulnerable. Caía en picado. Y de repente, abrí los ojos. Estaba en medio de un callejón, apoyado en una farola que daba sus últimos coletazos, parpadeando intensamente y a punto de fallecer. Delante mío, al otro lado de la calle, un cubo de basura se balanceaba nervioso. De dentro apareció un delgado gato azul con un ratón rojo entre sus colmillos.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Que llega el Papa

Ya queda menos para que se presente el Papa con su papa-móvil por los pavimentos de Barcelona. La ciudad condal volverá a ser, para bien y para mal, foco de atención del país y del mundo; y como sucedió en los Juegos Olímpicos, en el Fòrum, o en otros eventos de tal calibre y repercusión, los sastres del ayuntamiento tendrán un arduo trabajo de confección, remiendos, y parches por colocar en una ciudad que se tapa y destapa a su merced, según requiere la ocasión.

Circulará el Papa sin atarse el cinturón por las calles de la ciudad. Como un emperador en la cima, moverá sus brazos torpemente para el deleite de sus súbditos. Regalará maliciosas sonrisas y oraciones, y concederá paz y amor para aquellos que se abstienen a tolerar, entre otros tantos, que solo pretenden llenar sus dosis periódicas de cotilleos y morbosidad. No necesitará respetar ni semáforos ni peatones, y podrá reposar allá donde le plazca, sin pensar que es carril bus o zona azul. Eso sí, rodará el papa-móvil con ritmo angelical por el gris asfalto, marcha imperiosa y triunfante, por una calle despejada de los estúpidos coches sin privilegios, aquellos de los trabajadores del día a día, de los que pagan impuestos y multas, si no se portan demasiado bien. 

Vía libre al Papa y su ejército Papal. Si se tiene que movilizar media ciudad, se moviliza. Si hay que gastarse una porción del presupuesto ciudadano, se gasta. Si hay que taparse los ojos delante los pecados de la iglesia, se tapan. Todo sea por la bendición y presencia de un Papa; orgullo de unos y vergüenza de otros.

viernes, 22 de octubre de 2010

Siempre fiel

Le apasionaba el cruasán de chocolate. Era capaz de comerse uno para el desayuno y otro para el café de mediodía. Y llegada la merienda, seguía disfrutando de su tercer cruasán de chocolate con la misma fascinación, inocencia y entusiasmo; como aquel niño que le entregan un caramelo después de una larga espera, y dibuja una sonrisa de oreja a oreja, mientras los ojos se iluminan con vivaces destellos conformando una pequeña constelación de felicidad y regocijo. Era su mayor placer, no había duda. Un ritual; mordisquear una pequeña extremidad, ver el chocolate desconfiado, escondido entre la masa de hojaldre, y como tímidamente se asomaba para revelar su dulce textura, desnudándose sin temor, y propiciar insinuante, un nuevo bocado, esta vez mezclando sabores, un baile en sus papilas gustativas, movimientos suaves, sensaciones intensas.
Precisaba Rosalía, amiga de la infancia y compañera de viaje desde entonces, que el noviazgo entre Marta y el cruasán de chocolate surgió en plena infancia, y la fidelidad entre uno y otro proseguía firme y sin grietas, como un mantel galvanizado y pleno de centelleos. Y no precisamente por falta de pretendientes, que Marta era una moza de muy buen ver. Pero ni las esponjosas ensaimadas, los quebradizos hojaldres, o las cremosas tartas de manzana, habían perturbado aquel lazo de adoración; Marta y su cruasán de chocolate eran dos incansables viajeros abnegados, que surcaban el mar y nunca desvanecían a las fuertes tempestades y los constantes azotes de olas guerreras, que enmascaraban cánones de belleza de reducida moralidad. No, aquella relación era inalterable; hasta el fin.

sábado, 16 de octubre de 2010

El bocadillo del niño

Carmen acabó de limpiar los platos. Después de un profundo suspiro agarró un trapo de cocina prácticamente blanco, excepto por la inscripción bordada en dorado con las siglas "P&C", y se secó las manos. Mientras frotaba sus agrietadas manos contra aquel tejido, observaba toda la cocina; los armarios, el fregadero, el mármol, el suelo, y de repente, cuando ya se disponía a marcharse de aquel lugar tan hostil como necesario para su día a día, se percató que al costado de la bandeja de la fruta, apenas con dos manzanas y una pera limonera, reposaba un bocadillo envuelto en papel de plata. Era el bocadillo que había preparado esa misma mañana para su hijo Jorge. -¡Ay la madre! Que el niño se ha dejado el bocadillo- exclamó, mientras frotaba con más fuerza sus manos contra el trapo. -Este niño cada día está más despistado, ¡cualquier día se olvida la cabeza!- rechistó hasta en tres ocasiones, mientras dejaba el trapo sobre el mármol, se quitaba el delantal, y se disponía a llamar por teléfono a su marido.

-¿Paquito? ¿Eres tú? Escucha Paquito; que el niño se ha dejado el bocadillo en casa, ya sabes que últimamente no sabe ni donde tiene la cabeza, total, que me he dado cuenta hace un momento, después de limpiar los platos y arreglar la cocina. Y claro, el niño ya debe estar en el cole, que entran a las ocho y ya son casi y diez... ¿Estás en el bar o dónde estás? Porque si estás en el bar, podrías subir un momento y llevarle el bocadillo, ¿no, Paquito? ¿Cómo? ¿Qué ya estás trabajando? Coño Paquito, una vez que trabajas a tu hora y tiene que ser hoy. Déjalo, pues nada déjalo. Ay la madre. Ya miro de llevárselo yo en un momento. ¡Si es que tengo que hacerlo todo!-

Carmen colgó bruscamente el teléfono. Se dirigió rápidamente al dormitorio y se cambió de zapatillas; dejó en un rincón las de estar por casa, y se puso las de salir a la calle, rojas y más coquetas. También hizo lo mismo con su bata de cuadros, la cual tendió con desidia sobre la cama, y se vistió con la de estampado de flores azul turquesa. Agarró las llaves en una mano y el bocadillo en la otra, y zarpó del piso dando un enorme portazo. Pensó que ahorraría tiempo si en lugar de utilizar el ascensor, bajaba rápidamente, dando ligeros saltos por las escaleras; y Carmen comenzó el descenso a base de brincos, como una cabra se aventura por el monte. Primero de dos en dos, después de tres en tres; con sus zapatillas amortiguando, y su bata ondeándose con dulzura y suavidad, una bata bien lavada y secada, esponjosa y con un ligero olor a lavanda. En el último tramo de escalera, Carmen enloqueció: saltó cinco peldaños del tirón. Al hacerlo, se sintió con más fuerza, como una paloma en libertad, o un delfín nadando en el inmenso océano. -Qué subidón- pensó Carmen. Comenzó a correr. Salió del edificio, cruzó la calle, giró la esquina, se cruzó con Pepita, la del cuarto, con Fermín, el de la carnicería, con Guadalupe, la cuidadora de Rúcula, la vecina del quinto con nombre de ensalada, pensaba siempre Carmen con el esbozo de una tímida sonrisa. Siguió corriendo. Como nunca había hecho. El colegio estaba apenas a unos cuatrocientos metros. Carmen pensó que si seguía así, en cinco minutos podría estar allí para darle el bocadillo a Jorge. Así que, corría y corría. Sus pasos eran firmes pero ligeros, rápidos y largos; su zancada se levantaba del suelo y su cuerpo se mantenía a flote por segundos; como si la gravedad se diluyese con el viento. La bata de flores parecía la capa de un superhéroe; y no era Batman, ni Superman: era Carmen, que debía entregar el bocadillo a su hijo lo antes posible. Era la única persona capaz de realizar la hazaña. Mientras iba pensando en ello, se sentía más y más orgullosa; plena de alegría, valorada, y capaz de cualquier cosa.

Llegó a la calle principal, repleta de coches, motos, camiones, y peatones esperando que el semáforo mostrara su verde resplandeciente. Pero Carmen, que venía repleta de sensaciones, como nunca antes había sentido, no quiso esperar. Comenzó a acelerar, consiguiendo zancadas aún más largas y rápidas. Y cuando su pie alcanzó la primera franja del paso de peatones, se catapultó por encima de todos los vehículos que pasaban por aquel tramo; cruzó la calle de un solo bote, enlairándose a diez metros del suelo, flotando como una nube, con su capa ondeando al viento, y una amplia sonrisa en su rostro. Aterrizó al otro lado de la calle con una pirueta magnífica e inverosímil; sus zapatillas rojas se estremecieron contra la acera, pero Carmen se incorporó velozmente y prosiguió su carrera. Caracoleó con movimientos precisos entre el denso bosque de personas que circulaban por la calle central, sin perder ni una pizca de aceleración, y divisó, a cien metros, el colegio de Jorge. Y siguió corriendo con el bocadillo en la mano, con la mirada fija, con sus zapatillas intactas, y una bata transfigurada en capa. Nadie osaba oponerse al propósito de aquella madre; héroe sin máscara, sin trampa ni cartón. En la lejanía, con el sol reluciente y cálido a media distancia, la silueta de Carmen era como la de un guepardo cruzando el desierto en solitario, con sus dulces movimientos, acariciando el suelo, bailando en veloz carrera, guiándose por su instinto. Llegó Carmen frente al colegio sin más oposición que la del propio tiempo, que se limitaba a seguir existiendo. Entonces, de repente, sin ningún tipo de declaración, la atenta madre y héroe, frenó. En seco, sin retroceso, sin gastar más energía de la necesaria. Completamente firme, con la espalda recta y la mirada afianzada en aquel edificio, agarró con fuerza la larga tira de su bata, y estiró con convicción, apretando la prenda holgada a su alrededor; el lado derecho hacia la izquierda, y el lado izquierdo hacia la derecha, haciendo posteriormente un nudo poderoso e invulnerable. Después, suspiró profundamente; como quién se desprende a través del mismo de todos sus miedos y preocupaciones. Avanzó hacia delante, esta vez caminando, paso a paso, pero con la misma convicción.

Carmen entró en el colegio. Habló con el conserje, y el conserje citó al director. El director, con un gesto apacible, asentó la cabeza y contestó al conserje, el conserje recorrió tres pasillos hasta llegar a la clase de Jorge, y el profesor de matemáticas, que en ese preciso momento estaba revisando los deberes del día anterior, hizo salir de clase a Jorge. Al cabo de unos minutos, Jorge apareció, con un ligero sonrojo, frente a su madre.
- Cariño, que te has dejado el bocadillo en casa- dijo Carmen, con alivio y distensión.
- Jo, mamá, que vergüenza, otro día no vengas, ya me hubiese comprado cualquier cosa. ¿De qué es?- contestó Jorge, cabizbajo y un tanto irritado.
- De mortadela.
- Buf, - resopló el niño- si sabes que no me gusta.
- Pues te lo comes, que soy tu madre.

martes, 5 de octubre de 2010

Calamares de tiramisú

Nadaba en un mar de chocolate sin necesidad de mover sus brazos, de cerrar los ojos, y controlar su respiración. Viajaba con la boca abierta, degustando el dulce sabor del mar, viendo como se contorneaban los bancos de galletas, haciendo gala de las coreografías más dulces. Empezó a sumergirse en las profundidades, donde el chocolate cada vez se volvía más puro, y los habitantes del lugar formaban los contrastes más bellos; caramelos brillantes, como perlas, parecían desafiar al fondo espeso y oscuro. Los corales de nata, vainilla y fresa, ondeaban sinfónicamente mientras pequeños grumos flotaban con sutiles espasmos distanciándose de aquel suelo de azúcar glaseado y pequeños tropezones de trufas.

Una nuez salía de su cáscara y contemplaba como desfilaban bancos de frutas confitadas por la inmensidad del cielo chocolateado; minúsculas virutas de coco, almendra, y avellanas, rodeaban el mantel de caramelo, que se desplazaba orgánicamente como una nube de verano, buscando nuevos rincones para rebozar sus cuerpos con el suave satinado del negro intenso. En aquellas profundidades, había tanto por descubrir. Tartas de todos los sabores servían de refugio para las pequeñas cerezas rojizas; gusanos de nata bailaban con delicadeza, esquibando los campos de las quebradizas neulas, jugando y seduciendo, con inocencia y picardía. Mientras, aislado del bullicio, las ventosas de un calamar de tiramisú se alistaban entorno a un macizo bloque de turrón de almendras. Era su momento más dulce.

sábado, 2 de octubre de 2010

Conversaciones con famosos: Bud Spencer

El mes pasado estuve por Italia y, casualmente, me encontré con mi amigo Carlo Pedersoli, que paradójicamente también estaba gozando de unos días de descanso. Supongo que su nombre real no os suena demasiado, pero si os digo que era el mismo Bud Spencer, la cosa ya cambia, ¿no?

Bud es un gran tipo. Y no lo digo únicamente por su tamaño. Es bastante buena persona, un trozo de pan, como quien dice. Aunque eso sí, de vez en cuando suelta unas ostias que te dejan tieso. Yo no he tenido la "fortuna" de sufrirlas en primera persona, pero si he visto situaciones divertidas -no sé porqué sus mamporros mayoritariamente te hacen reír- donde alguien ha sufrido sus manotazos con la palma completamente abierta, o el típico puño cerrado en toda la cabeza, con una trayectoria perfectamente definida de arriba a abajo. Recuerdo, así haciendo memoria, un día por los Ángeles, como cogió a dos energúmenos que acababan de robar el bolso a una pobre anciana, y los hizo chocar con sus cabezas entre sí; aunque los chicos sufrieron algunas contusiones, fue realmente divertido.

Bien, que me desvío del tema. La cuestión es que me encontré con Bud concretamente en Roma, y fuimos a tomarnos un helado. Qué mejor manera de recordar viejos tiempo, ¿no? Le comenté que aquí en España nos había hecho mucha gracia el anuncio que protagonizó para Bancaja, donde va dando golpetazos a diestro y siniestro, y él me aclaró que hasta que llegó al banco no sabía que se trataba de un anuncio, y que realmente estaba enfadado con el cajero. -Ostras Bud, ¡eres lo que no hay!- Le dije, dándole una palmada en la espalda. -Calla, calla- me dijo. -Tienes razón Dani, estoy encasillado. Parece que lo único que recuerda la gente es mi lado violento-
Ahí noté que Bud cambió de expresión. Sus ojos achinados se vistieron con algunas lágrimas. Aunque rápidamente se las sacudió, como sacude todo lo que se mueve por donde pasa. -No, en serio, -volvió a comentar- siempre se me recuerda por mis golpes, pero nadie dice nada de mis interpretaciones.- Entendí rápidamente sus palabras, y desgraciadamente, en cierta manera, yo mismo las compartía. Y me entristeció, pues creo que Bud es uno de los actores más infravalorados de la historia del cine. Miré hacia el cielo, como esperando alguna ráfaga de inspiración para contestarle, y seguidamente degusté un poco de helado de vainilla.

-Y que importa- le dije. -Sí, sí, ¿Y que importa Bud?- Él me miró, mientras se limpiaba la barba de un pedazo de helado de pistacho. -Mira Bud- proseguí - en este mundo las valoraciones van según unos cánones, y no tienen porque ser justas, ni reales. Parece que un actor es bueno si hace drama, si se le muere la familia, atropellan a su perro, y violan a su novia. Pero no, la vida está llena de pequeñas cosas. Y tu eres uno de esos actores que mejor han sabido plasmarlas. En "Le llamaban Trinidad" hiciste un papel magnífico; combinaste humor, decepción, egoísmo, antipatía, y aún así, caías bien a todo el mundo. En "Quien tiene una isla, tiene un tesoro", mostraste un lado sensible y pasional. ¿Que importa que fuese con humor de trasfondo? El humor es necesario, y tu has dado mucho. ¡Tus golpes hacen reír hasta a quién los recibe! ¿Quién consigue eso?.- Bud, estaba aparentemente emocionado. El camarero vino a pedir la cuenta. -Bud, aquí viene el camarero- le dije -pégale, verás, hazle cualquier cosa. Todas las personas que hay aquí, en esta terraza, disfrutarán. Son esas pequeñas cosas que tu haces como nadie- . Se quedó un tanto asombrado. Pero rápidamente agarró la bandeja del camarero, y con un gesto seco y duro, se la estampó en toda la cara. La gente comenzó a reír.

-¿Lo ves Bud, lo ves?- Me miró con alegría y felicidad. -Si no te han dado un Oscar, pues bueno, ¡que les den! Ya ves, ¡si le han dado un Oscar a Sandra Bullock! ¿Te crees que esa gente está más preparada para juzgarte que la que hay ahora en la terraza, detrás del sofá, o viendo un partido de futbol? No. Y lo que importa es que esa gente, a ti te tiene por un grande y les has hecho pasar grandes momentos. Y si hay una película tuya en la televisión, la ven entera, y disfrutan en cualquier momento.- Se levantó, dibujo una enorme sonrisa, y me dio un fuerte apretón de manos. Estuve un mes con una fractura en el dedo meñique de la mano, aunque Bud me llamó hasta dos veces a ver como lo llevaba. Es un gran tipo, ya lo dije.

martes, 28 de septiembre de 2010

Conversaciones con famosos: Johny Deep

De anécdotas con personas del mundo de la fama, me han sucedido bastantes. Lógicamente, no todos son amigos y ni mucho menos íntimos, pero si conocidos que en situaciones, como suele ocurrir cuando saludas a alguien por la calle, te enzarzas en una mínima conversación. En cambio, algunas de estas personalidades mediáticas, sí que confiaron en mi algo más que migajas dialécticas.

Así a bote pronto, recuerdo una conversación con Johny Deep, tomándonos un par de cervezas y unas bravas en un pequeño bar de Barcelona, en que me confió observaciones que le tenían un tanto preocupado por aquel entonces. -Ostias Dani, es que a veces le doy vueltas y no creas, me asusta mi nombre y apellido, me da mal rollo-. Se mostraba el bueno de Deep algo angustiado porque su propio apellido, "Deep", podía parecer, según se pronunciaba, un "descanse en paz (d.e.p.)". Y claro, "Johny Dep", así dicho seguido, no le hacia ni pizca de gracia. Tenía la sensación de que las personas deseaban su muerte. Claro, que yo sencillamente le comenté que era una coincidencia, que no debía darle más vueltas. - Ay Johny, Johny, no les des más vueltas. Es sencillamente la sonorización de tu nombre, nada más. Has hecho demasiadas películas con Tim Burton y eso también puede influir en esas idas de olla; deberías hacer alguna comedía, tipo Agárralo como puedas, y alejarte durante una temporada de esos filmes.-
Después se hizo el silencio. Ninguno de los dos dijo nada. Johny se quedó pensativo, y seguidamente agarró su jarra de cerveza, como si quisiera calmar su angustía tocando aquellas gotas frías que se deslizaban con suaves contorneos hasta chocar contra la mesa. Bajó la mirada, respiró con fuerza y decisión, y me miró fijamente. -Thanks- me dijo, con una sonrisa tímida, como un esbozo en una hoja de papel.

En un mail que recibí hace unos meses, Johny me recordó aquella conversación y me aseguró que estaba muy agradecido por mis palabras, y que le habían ayudado mucho. Pues de nada Johny, de nada.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El rebufo

En el metro, en la calle, en el supermercado, en el trabajo, en casa, en la discoteca, en el bar del Vicente, que es donde va la gente, o donde sea. Cuando menos te lo esperas, siempre está el rebufo, el resoplo; ese contundente aire que te golpea inesperadamente y te transporta a un mundo de olores totalmente prescindibles. El "buuuuuffff" más desagradable e inoportuno. Y es que, ¿quién no lo ha sufrido?

Estás en el metro, te has levantado cuando Dios aún no ha puesto las calles, y tienes que ir a trabajar. Tu cara es de circunstancias, el ánimo y la alegría aún no se han despertado; duermen plácidamente mientras tu cuerpo ya está runruneante. De golpe se abren las puertas, y entra un tipo sudado, impetuoso, y sin mirar si pisa tu pie o te golpea la mano. Se gira, se sitúa en frente de ti, y coge aire. Las dos caras enfrentadas; tu pequeño espacio ahora es más minúsculo. Y cuando aún estás haciéndote a la idea que irás más incómodo, y que un desconocido te ha desquebrajado el poco bienestar que te quedaba, el tipo hace: "buuuuuufffffff..."
El aire sale disparado de su interior y golpea contra tu rostro; el café de la mañana, el cigarro de antes de coger el metro, y una ligera mezcla de olores indescriptibles, penetran en tus sentidos. Que asco, seamos sensatos. Que asco. Entonces, el tipo ya se relaja, y se queda tan pancho.

Hijo de puta.

martes, 7 de septiembre de 2010

A comer

¡Ricardo, llama a tu hermano que está en la habitación y dile que la comida está lista! Venga va, que esto se enfría y no vale nada. ¿Me oyes? ¡Ricardo, que llames a tu hermano! Ay, estos niños, de verdad, no sé como no me vuelvo loca. ¡Que después no queréis comer porque se os ha quedado frío! ¡Ricardo...!

[...]

Leñe, si no te quiere contestar abre la puerta, que no sé que leches hace ahí en su habitación tanto rato con la puerta cerrada. Ya ves tu, que estáis muy mal acostumbrados, hacía yo eso con mi madre y me giraba la cara de un guantazo. ¡Va venga, ábrele la puerta y dile que venga! Ay el niño, que miedoso, que no te va a hacer nada, que tu mucho quejarte pero después eres el primero en buscarle las cosquillas. ¡Ricardo! ¡Avisa ya a tu hermano coño! Que tengo aquí la sopa y las cocretas que ya no sé como decíroslo. ¡Venga ya!

[...]

Ay Ricardo, hijo mío, mira que eres tonto, ¿eh? Para lo que quieres, porque para otras cosas eres el más listo de la clase... Anda, anda, cazurro, déjalo, que ya le aviso yo, que a este paso en vez de comer váis a tener que cenar. ¡Tu siéntate ya en la mesa y no te muevas! ¿Me oyes? Va, venga. A ver, ¡Carlos! ¿Que coño estás haciendo que lleva tu hermano llamándote hace media hora? ¿Carlos? ¿Que te crees que soy tonta? Venga y no te hagas el dormido, que soy tu madre y te conozco como si te hubiera parido. Que se enfría la comida. ¡Carlos!

[...]

¡Rápido! Por favor, por favor... ay, que nervios, por favor, joder, que el niño no me respira, que está encima de la cama parado... ¡Una ambulancia por favor, una ambulancia!

lunes, 30 de agosto de 2010

Soledad compartida

Se despertó como cada día. Los ojos aún no eran capaces de abrirse. Miró el techo; se tambaleó y miró su mesita. Tumbado en el colchón de látex, de apenas un año de antigüedad, giraba y giraba de un lado para otro. Mesita, techo, ventana, puerta. Miraba todo lo que su perspectiva le dejaba. Sabía que tenía que levantarse y empezar el día. Pero hubiese preferido quedarse en la cama, y no por sueño, sino por desgana. Empezar otro día, pensaba. Él solo quería acabarlo, y volverse a estirar en aquella cama, navegando en sueños e ilusiones. Nada en la vida le aportaba más.

Se levantó. Después de cinco minutos remoloneando con la sábana y la manta. En la cocina, se preparó un café con leche muy cargado, de café, y unas tostadas de mantequilla y mermelada. Mermelada de frambuesa, como más le gustaba. En el comedor, se sentó en una silla, y dejó sobre la mesa su tazón cargado de café con leche junto a las tostadas. Se volvió a levantar y encendió el televisor. El mando a distancia estaba sobre el sofá. No dudó en cogerlo y llevárselo a la mesa, situándolo bien cerca del desayuno. Entonces se volvió a sentar en la silla. Agarró el tazón, miró al televisor, su mirada se perdió hacia el resto del salón; miró el sofá, el calendario, algún que otro cuadro, y las tres sillas restantes; entonces quiso compañía, y volvió su mirada hacia el telenoticias. Política, sociedad, economía, cultura, sucesos, deportes, y el tiempo; sol moderado durante todo el día, aunque por la tarde se irá nublando. Recogió la tazón, y limpió superficialmente la mesa.

Antes de pasar a ducharse, se preparó la ropa. Encima del mismo retrete, con la tapa bajada, lógicamente. El pronóstico del tiempo fue muy importante para su elección; ropa interior, calcetines finitos, unos jeans que parecían gastados, aunque realmente solo tenían dos meses, siguiendo la moda, vaya, una camiseta de color gris, sin ningún tipo de estampación, y más tarde, ya descolgaría alguna chaqueta de primavera del armario. De momento no necesitaba más.
El agua de la ducha abrazó todo su cuerpo. Durante momentos cerró los ojos, se destensó, se olvidó del resto del día; sus obligaciones, las pasadas y futuras frustraciones, los miedos ridículos que bailaban por su cabeza. Se quedó diez minutos bajo el intenso chorro. Poco a poco, fue volviendo en sí. Cerró el grifo de la ducha. Empapado, alargó la mano para recoger una toalla; tres toalleros en el cuarto, y solo necesitaba una. Qué cosas, pensó.

Eran ya las 8.25 horas cuando se dispuso a salir de casa. Justo en ese momento, reculó. Se olvidaba la chaquetilla, y aprovechando, se miró al espejo de la entrada, toqueteó su pelo, se recolocó la camiseta y pantalones, y se aseguró de que las zapatillas estuviesen bien atadas. Cerró la puerta con suavidad, pero sin decisión.
Mientras bajaba por el ascensor, pensó que escucharía un poco de música de camino al trabajo. En el fondo de su mochila estaba su pequeño reproductor, los auriculares, y como siempre, algunas migajas de pan; y es que por mucho que envuelvas los bocadillos con papel de plata, al final, como por arte de magia, siempre se deja caer alguna migaja. De hecho, pensaba que la vida era igual; por mucho que intentes proteger las cosas, tenerlas bien atadas, siempre acababa cayendo algo, siempre había el azar, lo imprevisible.

Al llegar al metro vio un gran número de gente nerviosa, con prisas, como si hubiese sonado un toque de queda y todos, apresurados, tuviesen que entrar rápidamente en el andén; ¿para protegerse? No, eso seguro que no. Fuera no había nada que tener miedo. De hecho, seguramente ahí dentro, en el metro, habían muchos más peligros. Un lugar repleto de seres humanos, hasta cierto punto deshumanizados. Miradas perdidas, nervios a flor de piel. Que curioso. Aunque bien pensado, en el exterior, para él no era tan diferente. Pero claro, como mínimo el espacio era más abierto que ahí abajo.
La gente empujaba para entrar al vagón; si les golpeabas, te miraban con desagrado, y tus disculpas posteriores no servían para nada. Si te golpeaban ellos, no te prestaban atención. Le habían pisado tantas veces entrando al vagón, y solo una vez recibió una disculpa, de un joven que al contrario del resto, no parecía tener tanta agonía, aunque inevitablemente se vio sumergido en la locura del resto, y sí, le pisó.
Dentro de aquel vagón iba pasando de canción en canción, esperando encontrar alguna que le hiciese abstraerse de todo. Miró el reproductor para asegurarse que aún le quedaba batería para rato; menos mal, pensó. Ojeaba el vagón, con la mirada perdida. La gente estaba igual que él. Tanta gente metida en un pequeño espacio, incluso rozándose con ellos, codeándose por un sitio, sintiendo el aliento de los demás en sus propias carnes. Y todos, estaban inmersos en su interior. Cientos de personas juntas en soledad. A veces, necesitaba complicidad. Y miraba algunas personas que le ofrecían sensaciones gratificantes. Aún recuerda aquella joven, que un día se sentó frente a él, con una cara pálida, y unos ojos inmensos; hubiese estado nadando durante horas dentro de aquellas pupilas brillantes y oscuras; aquella sonrisa tímida, pero sincera. Fue un destello en medio del profundo océano, un momento de complicidad entre los dos. Se preguntaba a veces, y si aquel día hubiese sido capaz de dirigirle una palabra a aquella joven; y si era una alma gemela, el amor de su vida; tal como él, necesitada de alguien y con la necesidad de compartir su sensibilidad, sus secretos, sus caricias, abrazos, y sonrisas. Pero todo quedó en una sonrisa mutua, y una mirada tímida, clavada en ambos, pero que se desvió de inseguridad en sí mismo.

Mirar hacia abajo. Al suelo, a la nada. Mirar hacia arriba. Al techo, a la nada. Así estaba prácticamente todo el vagón. Así se sentía la soledad de la multitud. Y volvió a cambiar de canción. Reproductores, libros, móviles, cualquier objeto era necesario para conseguir el aislamiento personal. En ese vagón, habrían tantas historias, tantas vidas semejantes, diferentes, difíciles, fáciles, tantos héroes, tantos villanos. Pero todas se quedaban dentro de ellos. Encerradas, con un cerrojo inquebrantable.
Se imaginaba, que de repente, todas aquellas personas explotaran; hablaran entre ellas, compartieran experiencias, se ayudaran mutuamente. ¿Qué podría haber hecho por aquella joven? Quizá estaba en un momento difícil, con aquellos ojos tímidos y húmedos, y con su sonrisa escueta pero sincera. Él tenía tanto que dar, y por tan poco; verla sonreír aún con más fuerza, ya hubiese bastado. Pero no se atrevió, como otras tantas veces. Bajó la mirada, porque él no era de mirar al techo, y observó la pequeña pantalla de su reproductor, y se puso a buscar otra canción para hacer tiempo mientras llegaba a su parada. Era la próxima, con una canción de tres minutos le bastaba. No necesitaba más.

viernes, 13 de agosto de 2010

Origen de los nombres (1)

Hace dos semanas me escribieron desde Wisconsin, un tal Eduard Spencer, para que me animara a realizar un estudio sobre el origen de los nombres. Obviamente, existen multitud de estudios sobre este campo, y gente que incluso cobra por ello, pero pensé, ¿Por qué no? Total, si tampoco tengo nada más que hacer. Así que me fui un día a la biblioteca, recordé que no había renovado mi carnet, y me volví para casa. Y nada, mientras comía una tajada de sandia, bebía algo de zumo de piña, y escuchaba el programa de deportes de la radio, me puse con mi exhaustiva búsqueda.

Primero miré el Facebook a ver si me habían escrito algo. Curiosidad únicamente. Y después me dije, ¿y qué nombres investigo? Así que cogí un grupo de estos de señoras del Facebook, anoté los nombres de varios de sus miembros, sumé algunos de mis contactos, y comencé mi exhaustivo análisis con dichas anotaciones.

Vaya, todo un profesional. En fin, no me entretengo más, aquí tenéis mi primer bloque:

Leopoldo:
Este nombre está datado del siglo XVI, y se debe a un joven vizcaíno que era un apasionado de la literatura de Poldorovski. Así, de tanto leerle, y a pesar de que su nombre real era Iñaki, sus amigos se empezaron a burlar de él porque siempre presumía de leer al escritor ruso. Y de su constante afirmación: "Leo" a "Poldorovski", le pusieron el mote "Leopoldorovski".
El problema es que era demasiado largo, y dicho de golpe, el mote perdía fuerza, así que pronto se quedó en "Leopoldo". Como muchos motes, con el tiempo se convirtió en nombre, y desde entonces, que aún perdura en otras personas que no tienen ni idea sobre la literatura de Poldorovski -ni falta que les hace-.

Sergio:
Empezó a utilizarse con la llegada de los romanos. Algunos, que se llamaban Gio, diminutivo de Giovanni, fueron preguntados por los españoles, y debido al poco conocimiento del idioma entre ambos, las conversaciones condujeron a este nombre:
Español: -¿Cómo te llamas?
Italiano: -Gio.
Español: -¡Sí, tú! quién sino...
Italiano: -Yo, ser Gio.
Español: -Ah, coño, Sergio, vale, oye, pues muy bien Sergio, encantado. ¿Qué vais a hacer con nuestras familias, Sergio?

Mario:
Proviene de "Marioneta". A los plebeyos que eran empleados a placer por sus señores, se les llamaba los marioneta. Con el tiempo, la palabra perdió el sufijo -neta y se quedó en los mario, y por lo tanto, el nombre de Mario se desvinculó. Actualmente se utiliza como nombre propio, sin ninguna similitud del significado origen.

Antonio:
La gente no lo sabe, pero este nombre es inglés. Data de las batallas de Inglaterra contra Dinamarca, y surge de los vigilantes de la torres de los castillos. Pues cada vez que veían un batallón en el horizonte, exclamaban: "An toon!!!" (un batallón). De ahí, que cuando llegaron algunos comerciantes españoles, y escuchaban el grito procedente de las torres, se giraban por si acaso, y respondían:
-¿Yo?

Con el paso del tiempo, a los españoles allí en la isla se les pasó a llamar "Antoon-yo", que evolucionó a "Antonio" entre los mismos ibéricos. Y como les gustó el nombre, lo trajeron en sus viajes de vuelta.

Noelia:
El nombre deriva de un problema de pronunciación. En una familia adinerada de Cuenca, un día la sirvienta recibió un golpe de una cacerola en toda la mandíbula, lo que le provocó perder casi todos los dientes, y por consecuente, la imposibilidad de decir algunas consonantes como "S" o "R".
Este hecho hizo que la dueña se mofara de ella constantemente, a lo que la sirvienta respondía entre sollozos: "¡No-e-lia!" (no se ría).
Con el paso de los años, la hija de la dueña, tuvo una niña, y en honor a la sirvienta, que siempre pensó que su madre la trataba demasiado mal con sus burlas, la llamó "Noelia".
Y el nombre aún perdura.

Loreto:
En el Madrid del siglo XVIII los hombres muy varoniles, machitos en el argot popular, estaban constantemente retándose. Se retaban por cualquier situación; por una copa de vino, o por una mujer. Por un trozo de jamón, o por un caballo. La cuestión era retarse. Un día, un tal Jalamino Fernández, que sufría de "rotacismo" -problema de pronunciación de la letra "r"-, retó a Jesús Gonzola para arrebatarle a su novia, una joven italiana de Florencia. Dado que además de "rotacismo", utilizaba el "loísmo", en aquel reto sus palabras, en alto, y frente a la plaza del pueblo, fueron:
-¡Lo reto! (con la "r" floja)
Todo el mundo en plaza al escuchar "Loreto", entendieron que ese era el nombre de la joven. Jalamino y Jesús murieron a causa del duelo, y a la joven, que quedó completamente sola, la llamaban como "Loreto", a raíz de aquel hecho.

Clara:
Los primeros nórdicos que llegaron a España, allá por el siglo XV, tenían unos nombres difícilmente pronunciables con el nivel existente por estos lares: Arnkatla, Asleif, Otkatla, Thorgrimr, etc. Y a las nórdicas, para simplificar, les llamaban como las Claras - la Clara, por su color de piel extremadamente blanco. De ahí, el nombre de Clara se reconoció como nombre propio, hasta ahora, que se utiliza de manera bastante común.

Rigoberto:
En un pequeño poblado de Toledo, vivía el rey Ricardo y su hijo Berto. El chico, era muy despistado y hacia todo de cualquier manera. Cuando el padre le mandaba a seleccionar pobres campesinos para robarles y secuestrarles a sus mujeres, el joven siempre se dejaba algo. Y el padre, enfadado le decía:
-¡Rigor Berto! ¡Más Rigor Berto!
Tanto los súbditos de palacio como los campesinos se reían de la humillación al chico, y empezaron a llamarle en la clandestinidad "rigorberto". Poco a poco, lo que era una burla, fue quedando como un nombre, y por motivos de evolución del propio nombre, la "r" desapareció, dando el resultado de "Rigoberto".

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Bien, y esto es todo por ahora. Querido Eduard Spencer, aquí tienes un listado de nombres y sus orígenes. Y a todos vosotros, espero que os haya servido para nutrir aún más vuestro nivel cultural. Hasta la próxima.

lunes, 9 de agosto de 2010

Feliciano Limas, el de las rimas

Ah, que gran época. Sí señor. A Enrique Torretas, el de Villabuena, le chiflaban las galletas. Felipe Constantino, se tumbaba cada mañana, con la mirada perdida, a la sombra de los pinos. También recuerdo que Javier Llorente, en la hora de la comida, quería que el vino estuviese bien caliente. Y por no hablar de Rodolfo Rebollo, que nunca comía carne, y si lo hacía, tenía que ser de pollo. Ay, madre mía, que recuerdos. Y allí, todos sentados en aquel jardín repleto de flores, árboles, pequeños riachuelos, y la gran fuente, con agua bien fresca y cristalina, ideal para refrescarse, como decía Cristina. ¿Y aquellos bancos? En aquellos bancos se vivían apasionantes viajes, la gente no necesitaba más que hablar, compartir, y sentirse volando por cualquier lugar. Aquellas conversaciones con Toño, los dos sentados, con hojas secas y rojizas vistiendo el suelo, en pleno otoño. Y aquellos paseos con Feliciano, con el solecito intenso y festivo, claro está, en verano. Aquel lugar si que era hermoso y profundo; nos cuidaban como las personas más afortunadas del mundo. Y que maravilla de personas, ¡Eran todas auténticas joyas! Jony el metralleta, vestido con aquel uniforme verde, como los soldados, y siempre con alguna rabieta. Todo lo contrario que el bueno de Hilario, bondadoso y dispuesto a todo, con la sonrisa de oreja a oreja, ¡Es que nadie podía tener ni una queja! Y la pequeña Gloria, siempre deseando ir al parque de atracciones, para montarse en la noria. Y Felipe Clarividentes, ¡qué don de gentes!

Cada uno con su rol, su mote, y su reputación. Y a pesar de todo, cada uno con su blanco camisón.

jueves, 5 de agosto de 2010

Dejar y encontrar

Carcajada tras carcajada, corría y corría por la carretera, desierta y repleta de grietas, agujeros, y cubierta por un mantel de arena. En el horizonte, no se observaba más que la nada, el cielo rojizo, y poco más. Ni las nubes querían acercarse por aquel lugar.

Él seguía corriendo, riendo, con los ojos fuera de sí. La cara inundada de lágrimas bajaban hasta toparse con su torso, visible a través de aquel jersey roto y desgarrado. Pero seguía corriendo. Con un zapato en un pie, y solo un calcetín en el otro. Gritaba, reía, lloraba. Corría, saltaba, se paraba. Se arrodillaba y sollozaba. Mientras, la carretera permanecía muda; era un decorado fantasma. Solo algunas ráfagas de aire removían aquel mantel arenoso. Ningún sonido, ningún pájaro dibujado en el cielo, ningún llanto, ninguna bocina; silencio. Un silencio incómodo y doloroso.

Pero él, volvía a correr. A saltar. A gritar, reír, llorar. El escenario era dantesco, sin final, una carretera infinita; no avanzaba, no había ningún sitio donde llegar. Solo quería seguir corriendo, perder todas sus fuerzas, derrumbarse en el suelo, mezclar sus lágrimas con la arena, sus heridas con aquella tierra que le vio nacer. Y morir. Morir como los suyos. Y caminar, correr, saltar, reír, y llorar, por otro camino. Junto a los suyos.

viernes, 30 de julio de 2010

Aclaración (1)

Debemos tener claro que una pipa no siempre se lo pasa bien, por muy pipa que sea.

lunes, 12 de julio de 2010

Billete sencillo

La puerta del autobús se abrió delante de ella. Amagó para entrar, pero prefirió dejar paso a aquella mujer de mediana edad que sustentaba entre sus brazos un caniche de desagradable refinamiento. Pensó, -ese caniche es para ir en taxi, no en transporte público.- Esperó a que la mujer, rebozada de maquillaje color jazmín, y un pequeño sombrero rojo purpurina, picara el billete y comenzaran a buscar asiento, mientras el can olisqueaba todo lo que podía. Al subir el escalón del autobús miró con una discreta sonrisa al conductor y le pidió un billete sencillo, enseñándole al mismo tiempo una moneda de dos euros. El conductor, miró de arriba a bajo a la joven Marisa, y sin demasiada simpatía, digamos, que con reconocible antipatía, rebufó, y le entregó con la mano derecha un billete sencillo, mientras insistentemente, abrió la otra mano reclamando su moneda, como quién no acaba de fiarse. Marisa estaba extrañada, y a la vez un tanto indignada. Pero como siempre, alargó su sonrisa, y le entregó el dinero, cogiendo el billete de transporte nada más pasar unos segundos. Se giró, picó el billete en la máquina situada al borde del conductor, y alzó la mirada buscando un asiento.

En ese preciso momento, se dio cuenta que todos los ocupantes de aquel autobús, la miraban. La observaban. No le quitaban ojo, pasando de la curiosidad, a la mala educación. Marisa, algo nerviosa, no quiso dar más importancia al asunto, y caminó hasta la parte posterior del autobús, donde quedaban libres tres asientos. Mientras caminaba, notaba como las miradas la seguían; no la dejaban respirar. Se clavaban en su figura, y no la soltaban bajo ningún concepto. Siguió caminando, y se sentó en uno de los tres asientos; el de la derecha concretamente. Allí, aspiró profundamente con la mirada perdida en el techo del autobús, por momentos no quería soltar el aire de sus pulmones, aunque finalmente, lo dejó salir lentamente, sin demasiada convicción, intentando no llamar la atención. Pero cuando quiso volver a mirar a su entorno, se percató de que las miradas seguían clavadas en su persona. Nerviosa, comenzó a mirarse con disimulo; ¿Un botón desabrochado? ¿La falda ligeramente subida? No, efectivamente no tenía nada remarcable. Tampoco en su cara, como pudo asegurarse al destapar su pequeño espejo de maquillaje. Volvió a levantar la mirada; la mujer del caniche le observaba de reojo, incluso el ostentoso y repipi perro parecía no quitarle el ojo; delante, a la derecha, un hombre mayor, repleto de pelos en las orejas, con las cejas pobladas completamente, y una mirada hundida y cansada, también la miraba fijamente, sin quitarle ojo. Y sonreía, de vez en cuando, sonreía. Diferente a una pareja latina, situada en la parte izquierda, cerca del conductor, que miraba a la joven Marisa de forma aleatoria; primero uno, después el otro, y cuando las miradas se perdían a la vez, no había descanso, pues el jovencito sentado a dos asientos de Marisa, se unía al acoso con una mirada penetrante. A través del espejo retrovisor, también el conductor ojeaba a la joven cuando la ocasión le dejaba; en los semáforos, pasos de peatones, o en momentos de carretera despejada.

Marisa no lo acababa de entender, y cada vez más nerviosa y angustiada, optó, como se hace en estos casos, por ignorar. Se centró en disfrutar de su libro de bolsillo, varios relatos de Cortázar, y una preciosa pluma para realizar anotaciones, tantas como podría haber realizado de esa experiencia.

martes, 6 de julio de 2010

Una tónica y una gaseosa, por favor

Que calor, madre mía, que calor -comentaba Juani con su amiga Nieves, en la terraza del bar Calvo, cerca del colegio de los niños-. Insoportable, eh, insoportable. Niño, ¡una tónica y una gaseosa! A ver si me escucha, que ya se lo he dicho tres veces. De verdad, que parece que no quieren trabajar, y encima yo no le veo hacer nada; de lado a lado, eso es lo que hace, ir de lado a lado pero sin hacer nada. Este nuevo no me gusta nada. No sé como el Calvo ha cambiado de camarero, con lo atento que era el jovencito aquel, el del cabello rizado, tan educado, siempre con una sonrisa en la cara, y rápido, porque era de rápido, madre mía, que le pedías la tónica y la tenías aquí en un santiamén. Este, ni caso. Parece que no te escucha, o que no quiere escuchar, diría yo.
Nieves, niña, que estás muy callada. ¿Qué te pasa, chiquilla? Que eras tu la que quería ponerse aquí en la terraza, que yo bien a gusto estaría dentro, con el aire acondicionado, y las sillas, que las de dentro son mucho más cómodas que estas, que son plástico malo, que parece que se vallan a romper en cualquier momento; vaya, que cuando menos te lo esperes me tienes con el culo en el suelo y enseñando las bragas a todo el personal, que te digo yo, que de estas sillas me fío menos que de mi marido. Mira, hombre, ya nos traen las bebidas. Ya era hora, que voy a tener una insolación aquí de tanto esperar. ¡Niño! Ya era hora, hijo, que un poco más y se nos caducan las bebidas. ¿Qué las has fabricado tu mismo ahí dentro? Por Dios, que desesperante. Espabila un poquito, ¿eh?, que la gente aquí viene a tomarse algo, y un poco más de tiempo esperando y los niños me están trabajando, y yo aquí, sentada, con cara de tonta. Madre mía, que calma que te traes.

Ay, ay, que calor, madre mía. Nieves, hija, deja la revista y habla un poco. Que parece que estás muda, cualquiera diría que te cobran por hablar; que es gratis. A ver, ¡Niño, trae la cuenta, que tenemos que buscar los niños! Ya verás Nieves, viste lo lento que iba para traer las bebidas, ¿no?, ya verás el interesado que rápido que nos trae la cuenta. Ni un minuto, y ya lo tenemos aquí con el plato. Si es que son, todos iguales, son todos iguales. Más interesados. En fin. ¡Niño! Yo no sé si me ha oído, yo diría que sí, madre mía, qué camarero, Dios santísimo, es que ni para traer la cuenta. ¡Niño, trae la cuenta, anda, que tengo que ir a recoger los niños! Ay mira, ya voy yo, que veo que si tengo que esperar que venga este... Ya ves tú, mira, ahora se pone a recoger la otra mesa, coño, eso ya lo harás después. Trae la cuenta hombre. Ah, ya me ha visto. ¿Me ha visto o no me ha visto? ¿Qué dices Nieves? Ay, calla, mira, que ya viene. Ya la trae.

Ay, que descuido. Oye niño, que le digas al Calvo que lo mío ya se lo pago mañana, que ahora no llevo suelto, ¿vale? Va venga, vamonos Nieves, que casi son las cinco. De verdad, vaya día, y ahora toda la tarde aguantando a los niños. ¡Ay, Dios mío!

lunes, 21 de junio de 2010

Otro amanecer

El perro esperaba sentado. Por instantes, ladeaba levemente la cola. Aguardaba completamente desnudo, con un pelaje largo y suave, color ceniza y pequeñas lagunas de destellos dorados, que se incrementaban por la presencia del sol alegre y tenaz. En su cuello, se enroscaba un collar de color rojo viejo y agrietado. Nadie sabía cuánto llevaba en ese lugar, atado a una farola, en una pequeña plaza. Pero eran las nueve de la mañana, y los que pasaron una hora antes, decían que el perro ya estaba allí. Personas aparentemente ocupadas pasaban por delante suyo, lo miraban fugazmente, y se diluían poco después. El perro, miraba a todas y cada una de ellas, con admiración y devoción. Quince minutos antes de las nueve, decenas de niños que iban camino al colegio pasaron por delante; algunos le hablaban insistentemente, incluso querían tocarlo; era entonces cuando el canino movía su cola con mayor recorrido y velocidad, como un péndulo nervioso e infatigable. Las madres cogían del brazo a sus hijos para estirarles y alejarlos del animal, por si acaso, como se suele decir en estos casos.

A las diez, la plaza era prácticamente desierta, y el perro estiró todo su cuerpo sobre la arena. Con la mirada inocente, como quién no acaba de entender la situación, se centraba en observar algunas palomas que picoteaban el suelo, tragando poco más que arena, y muy de vez en cuando, alguna migaja de pan. Las palomas iban iendo escalonadamente; de hecho, no había mucho que llevarse al estómago en aquel suelo arenoso; únicamente pequeños restos de los bocadillos de los niños que una hora antes pasaron por allí. El sol cada vez era más antipático; golpeaba con fuerza y sin escrúpulos el suelo arenoso. El perro, con la lengua fuera, seca y porosa, extendía todo su cuerpo por la tierra ardiente, cansado y acalorado, sin fuerzas para curiosear a su alrededor, y los ojos entrecerrados. Solo en determinados momentos, se incorporaba impulsivamente, levantando su oreja derecha, al escuchar un sonido, que a primeras, le parecía familiar. Pero a los pocos segundos, su esperanza se diluía al constatar que solo se trataba de una persona más, un coche más, un golpe de bastón más, una puerta más, en aquel desconocido lugar.

Pasó la mañana. Pasó el mediodía. Pasó la tarde. Y llegó la noche. El perro, seguía allí. Fatigado, y con aparente desconcierto en su mirada. Observando de un lado para otro, atento a cualquier novedad, triste pero entero. Ni siquiera llegó a tensar su correa, sacando su lado más salvaje. No. Seguía con la esperanza de que tarde o temprano, su ángel vendría a rescatarle, despojándolo de aquel barrote de hierro, que justo a las diez de la noche, se iluminaba en el cielo despejado.
A medida que avanzaban las horas, y poco a poco fue entrando la madrugada, pequeños lloros fueron surcando por aquella noche calmada; a los llantos, les siguieron ligeros aullidos atemorizados, intermitentes y mudos por momentos. Aquella noche se encendieron las luces de los pisos cercanos a la plaza, algunas personas se asomaron por la ventana, y otras salieron al balcón para cotillear, pero sobretodo, gritar ferozmente al animal. El perro, viendo tanta atención a su alrededor, sacó fuerzas de donde no aparentaba; entonces, meneaba más intensamente la cola; aullaba, ladraba, y buscaba ilusionado entre la multitud que le observaba. Poco después, vio como unas personas de uniforme, le enlazaron el cuello con una especie de vara acabada en anillo, como le metieron en un pequeño habitáculo, y como a las pocas horas, volvió a sentirse entre barrotes. Pero esta vez, dentro de ellos. No había necesidad de correa.

miércoles, 9 de junio de 2010

Momento crítico

Marcos entró corriendo, con prisas, sin concesiones. Cerró la puerta enérgicamente, como si en vez de cerrarla, quisiera romperla, desubicarla de sus bisagras. Se arrodilló, se bajó hábilmente los pantalones, y se sentó apresuradamente, con brusquedad, con decisión. Rebecca, que permanecía en la habitación del fondo del pasillo, alzo la cabeza, dejando el cuello completamente tensado, y con una notable incertidumbre en su rostro, preguntó, -¿estás bien cariño?-, pero sin respuesta, el silencio se adueñó de toda la casa. -¿Cariño? ¿Estás bien?- El silencio, agarraba fuertemente aquel momento, no lo quería soltar. Pero no pasó más que unos segundos, cuando unos contundentes sonidos rompieron de pleno aquel vacío. Era una constante lluvia de impactos sonoros estridentes, que bajaban y subían de intensidad. Patapam, parraf, porrof, prom, pram, pree, piiif. Poco después, cesaron. El silencio volvió. Rebecca, con una sonrisa risueña, y con total parsimonia, se acercó a la puerta del baño. Apoyó su mejilla, y exclamó, -vaya nene, que urgencias, ni un beso oye-.

Unos segundos después, Rebecca se retiró y se volvió a incorporar al percibir el sonido del agua deslizándose por la pica. Marcos abrió la puerta, un tanto sonrojado, pero con expresión plácida, una sonrisa bobalicona, y unos ojos entreabiertos y relajados. Entonces, salió del lavabo con dos pausadas zancadas, levantó su mano con un gesto pleno de armonía, y agarró la mejilla de Rebecca, agrandando su sonrisa, y seguidamente, la besó. -Lo siento cariño, no podía más. Pensaba que no aguantaría, de verdad, pensaba que no llegaba. - La joven, siempre con una sonrisa en su amable rostro, miró hacia el cielo y balanceó ligeramente la cabeza. Dio media vuelta, y se volvió a la habitación. -¡Eres lo que no hay!- Sugirió desde el fondo del pasillo.

-Lo siento cariño, si supieras en el ascensor, ha sido eterno, parecía que iba cuatro veces más lento que de costumbre. ¡Ese maldito aparato no quería subir!- Rebecca asomó escuetamente la cabeza por la entrada de la habitación, -qué exagerado eres, ya ves tú, porque sabías que estabas a punto de llegar, y claro, el cerebro juega esas malas pasadas.- Su cabeza desapareció nuevamente, como en una representación de marionetas, cuando cambian de acto. -Será eso, pero yo no podía, no podía-, respondió Marcos.



viernes, 4 de junio de 2010

El dilema de Camilo

Si Camilo no se hubiese llamado Camilo, se hubiese llamado de otra manera. Eso seguro. Pero si su padre, Oracio, no hubiese estado con su madre Florencia, seguramente, Camilo no sería Camilo, aunque se llamase Camilo; sería otro niño, pero con el mismo nombre de Camilo, que fue idea de la madre. Pero claro, al mismo tiempo, si seguimos haciendo hipótesis, quizá Florencia, con otro hombre que no fuese Oracio, habría acordado otro nombre para su hijo, pues está claro que no todos los maridos son tan permisivos y fáciles de convencer como el bueno de Oracio, que nunca le gustó el nombre de Camilo, prefería Roberto, aunque aceptó.

Entonces, ¿dónde estaría Camilo? Su cuerpo, mente, y alma, no existirían. O quizá sí, pero ligeramente retocados; otros rasgos, ideas, mentalidad, personalidad, pero el alma, lo que es el alma, la misma. Puede ser, quién sabe. La cuestión es que cada vez que pensaba en ello nuestro querido Camilo, temblaba de miedo. Las piernas se debilitaban, y un sudor descendía por su rostro, como temeroso de que su vida pudiese volver atrás. Antes de ser un feto, y su madre, Florencia, o su padre, Oracio, eligieran otras parejas.

Era el dilema de Camilo, su miedo, su temor. No haber nacido. No saber que hubiese sido de él si todas las premisas comentadas no hubiesen coincidido en el tiempo, en el espacio. ¿Y dónde estaría yo? Se preguntaba. Sabía que su vida era realmente un golpe de suerte; que donde estaba él, podría haber otro niño. Que entre millones de posibilidades, le habían elegido a él. Pero del mismo modo, se estremecía cada vez que pensaba en ello. ¿Qué sería si...? Se preguntaba.

jueves, 13 de mayo de 2010

Hasta que llegó su hora

La bala alcanzó el pecho de pleno. La muerte acariciaba a John, poco a poco, insinuándose. Y cada vez, con mayor intensidad. William, su amigo de infancia, su compañero de copas, su hermano de comisaría, se agachó. John agonizaba.

- William, muchas gracias por todo... quiero que sepas, que no soy digno de tu amistad, siempre te estaré agradecido.
- John, no, no digas eso.
- Ah, William, sí, es cierto. También, quiero que... ah, despídete de mi parte de Jennifer, dile que siempre la he querido, aunque a veces, no haya sido capaz de demostrarlo.
- No, John, ¡aún no puedes irte!
- William, William, amigo mío, me tengo que marchar, pero antes, por favor, prométeme que le dirás Rosewood que nunca quise abandonarle en aquel momento, no pude hacer otra cosa, no tuve elección... ah, me duele, me duele mucho.
- John, aguanta, te pondrás bien, no hables, te estás agotando.
- Me voy, William, me voy; veo una luz, veo una luz, y brilla, brilla intensamente; ah, William, amigo mío, otra cosa, por favor, otra cosa, Robert, ah, duele, duele mucho, dile a Robert, el pequeño Robert, que Jans no estuvo nunca implicado en la redada, su implicación fue idea de Fernandez, el pardo, el compinche de Rodriguez...
- ¿Cómo? John...
- Otra cosa, no te olvides de esto, por favor, no te olvides; verás, en la alacena de mi despacho, en la parte superior derecha, hay una pequeña caja de cartón, de color ocre, ligeramente envejecida, con aspecto deteriorado, pues bien, pídele a Mario, ah, que dolor, pídele a Mario que se deshaga de ella. ¡Que la tire bien lejos! No quiero que Jennifer la encuentre.
- ¡John, John!
- Ah, William, William, mi querido amigo.
- Tranquilo John, aguanta.
- No William, no, esto se acaba. El túnel solo tiene una dirección, solo tiene una salida. Pero antes, ah, antes, por favor, dile a Phillips, nuestro Phillips, el cabeza loca de Phillips, que siempre le he tenido un gran aprecio, que siento todas las discusiones, que le perdono todas sus locuras, sus manías, sus delirios, realmente en el fondo, sé que es una víctima, un amigo. Díselo, William, díselo. Ah, por cierto, otra cosa, Clara, la hermana de Robert, el pequeño Robert, dile a Clara que siempre la recordaré, que aquellas rosas que se encontró una buena mañana en la puerta de su casa, sí, eran mías, pero que nunca pudo ser, díselo, William, te lo pido. Pero no se lo digas a Jennifer, a ella no, ella no debe saberlo. ¡Ah! La herida, me duele.
- Pero...
- McCallagan, McCallagan, dile a McCallagan, dile que tengo el dinero de Roger guardado en el primer cajón de mi escritorio, justo debajo de la máquina de escribir. Pensaba dárselo, pero no había tenido ocasión, y ahora, ya no podré, pero dáselo tu, no te olvides William, no te olvides. ¡Morgan Carrisson! Ah, que dolor, William, un secreto, fue Morgan Carrison, quién derribo aquel bidón de lo alto de la azotea, en la primera operación antidroga que participaste, saliendo disparado e hiriendo de muerte a Harry Wilkinson y George Kloner, recién incorporados al cuerpo, con todas las ilusiones por delante... pero William, esto es un secreto, nunca dije nada, porque lo de Morgan fue un accidente. ¿Me entiendes? Ah, que dolor, no me queda tiempo, un suspiro, quizá.
- John, calla, por favor, necesitas tranquilizarte, vendrán ahora, vendrán a socorrerte, están de camino.
- Ah, William, no, no. Esto se acaba. Esto es el final. Solo quiero que sepas que te agradezco tu lealtad, tu amistad, ah, William, mi querido William.
- ¡John! ¡No, John!
- No puedo, no, William, no, no puedo irme sin revelarte que Michael Shering, el joven nórdico del distrito oeste, aquel que se creía un héroe, a la hora de la verdad, no hizo nada por salvar a la teniente Rebeca en aquel altercado en el club Melissa. ¡No hizo nada! Se quedó inmóvil, mientras cuatro borrachos apaleaban a la teniente; inmóvil, cabizbajo, ¡Cobarde, más que cobarde! Pero yo no lo dije, William, no lo dije. La mujer de Michael me convenció, y no pude delatarlo. ¿Me entiendes? No pude hacer otra cosa.
-¿Cómo? ¿Fue Michael...?
- Ah, William, ahora no. No le demos más vueltas. Por favor, ahora no. ¡Ah! Que dolor. Ahora sí, ahora sí... William, esto se acaba, esto se acaba. William, por favor, dile a Peter, mi hermano Peter, que le quiero mucho, que respeto su vida, aunque no siempre lo parezca, aunque he sido un cascarabias. Peter, Peter, perdóname, Peter...
- John, calma, estás delirando.
- Peter, Peter. Jennifer, maldita sea, Jennifer. Phillips, ¿Qué haces Phillips? No se lo digas, no se lo digas Clara, oh Clara... Ay, ¿porqué me duele tanto el pecho? ¡Me duele, me duele!
- Adios John, buen viaje.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El reclamo del oleaje

El oleaje rugía con fuerza, mientras el cielo, tímido y distante, observaba. Aquel viejo capitán, situado en lo alto del acantilado, con la piel agrietada y la mirada cansada, abrazado a sus recuerdos, sonreía tiernamente. Siempre estuvo junto aquel mar; el pacto de respeto entre ambos había perdurado todos aquellos años que alcanzaban en su memoria. En aquel lugar, vio nacer su primer amanecer, escuchó la voz de las caracolas fundiéndolas a su oreja, padeció su primer desamor, encontró los labios del amor de su vida, y una vez sin nada y sin nadie, pasó horas y horas recibiendo su compañía, su caluroso abrazo.

Ahora, solo pensaba en devolverle todo lo que le dio. Acabar donde empezó todo. Con los brazos bien abiertos, se fundió en un abrazo; el olaje se calmó, se lo llevó bien adentro, lo recogió entre sus brazos, y le besó.

martes, 27 de abril de 2010

Rosa marchita

Esta rosa está marchita. Tírala ya. No va a revivir por mucho que le cambies el agua y la asientes cada mañana en la terraza. ¿No te das cuenta? No se puede hacer nada por ella. Está arrugada por el tiempo; agrietada por las ráfagas de viento que ha sufrido; seca y cabizbaja; no puede mirar al frente; deja caer sus pétalos como si fueran lágrimas, rozan en su tallo y reposan en la tierra. Tírala ya. No va a revivir. Mañana compramos otra, sana y recia, repleta de vida, que ofrezca belleza a tu terraza, nos otorgue más satisfacciones que penas.

-No. No es justo. Esta rosa me otorgó todas esas cosas que comentas, sin apenas darle nada a cambio. Cambiaré su agua cada día, la acomodaré en la terraza por las mañanas, recogeré todos sus pétalos caídos, y levantaré su tallo cuando haga falta. Esa será mi mayor satisfacción.

domingo, 25 de abril de 2010

Está usted pagando más de lo que debería

Buenos días señora, ¿me permite que le quite un poquito de su tiempo? No, en serio, solo será un momento. Disculpe, entiendo que esté ocupada, pero solo será un momento, de verdad, un ratito. Apenas un minuto. ¿Usted no quiere pagar menos en su factura de la luz? Seguro que sí; pues yo vengo a ayudarle, a conseguir que cada mes pague un poquito menos; y con ese dinero que se ahorrará, pues podrá permitirse algunos caprichos, ¡que seguro se lo merece! Mire, solo un momento, de verdad, sino es más que cinco minutos. ¿Tiene alguna factura de la luz en casa? ¡Seguro que sí! Solo necesito eso, y haré que pague mucho menos. Solo necesito ver esa factura. No se preocupe, claro que soy de la compañía, por eso no tenga miedo, ¿no ve mi placa? A ver donde la he puesto... ah sí, aquí, mire, mire, perdón, si la tenía por aquí, estaba por aquí. Sabe que pasa, que nadie me la pide, pero hace bien usted en perdirla, ¿eh?, que hoy en día vaya usted a saber a quién le abre la puerta. Vaya, creo que me la he dejado en el coche, ¿quiere que baje a buscarla? Aunque solo será un momentito, de verdad. Déjeme una factura, cualquiera; de este mes, del pasado, de hace tres meses, todas me sirven. Sí. Espero.

A ver. Sí, esta me vale. Veamos, ajá, titular, tipo de contrato, sí, muy bien, veamos, ajá, ajá. Huy, esto se lo podemos mejorar. Y tanto; usted está pagando más de lo que debe. Sí, claro. Es que paga por servicios que no utiliza, y algunos los podemos optimizar. Verá, ¿le hago un calculo de lo que pagaría con nosotros? Pues mire, teniendo en cuenta el contrato, estos parámetros, y estos otros. En total... a ver; claro, esto lo podemos quitar, esto lo está pagando para nada. Mire mire, ahora paga esto, ¿lo ve? Pues con nosotros se le quedaría, sumo esto, hago el descuento, y vemos, veamos, igual a... ¡Usted pagaría un euro con sesenta menos al mes! ¿Lo ve como solo ha sido un momento? Ahora solo debe rellenarme estas hojas, darme los datos de facturación, llamar a este teléfono para verificar su cambio de contrato, y darse de baja de este otro servicio. ¿Qué le parece? En serio, estamos para servirle, no se preocupe.

jueves, 22 de abril de 2010

Cena en casa de los Garcia

Fernando Garcia llegó a las nueve, sustentando entre sus manos una enorme bandeja, justo antes de que entrara Enrique, su hermano. Media hora antes, Sandra, la sobrina de Carlos, el novio de Julieta, hermana de Fernando y Enrique, y madre de Magdalena, llegaba a la casa de la señora Marisa, con el vestido repleto de manchas de aceite. Marisa, aquella tarde, había estado en la cocina desde las cuatro, mientras su marido Gustavo fue a echar una partida de dominó al bar del pueblo, junto con varios amigos, entre ellos, los güisquis dobles; aunque poco antes de llegar y sentar sus aposentos en la silla para no levantarse hasta pasadas las ocho, hora que decidió volver a casa, se encontró por el camino con Julieta y Rosa, ésta ultima, la mujer de Fernando, que se dirigían a casa de su mujer para ayudar en los preparativos de la cena.

En la casa, antes que llegaran Julieta y Rosa, junto con Marisa, se encontraba también Laura, eficiente y servicial como siempre, que llegó pasadas las tres del mediodía con un recetario para dar ideas a su suegra; gran error, pues a pesar de la gran persona que era Marisa, todos sabían que si algo no aguantaba, mujer tradicional como era ella, es que le quisieran dar ideas en la cocina. Pasadas las cinco, apareció Bonifacio con un balón de cuero entre las manos, oficial FIFA, pijo como de costumbre, para preguntar por su primo Roque, hijo de Laura, y posiblemente de Enrique, aunque las malas lenguas no se atrevían a asegurarlo. Pero Roque, tal y como dijo Laura a Bonifacio, había ido a jugar con Luisa y Magdalena, porque Roque podría ser bastardo, pero de tonto no tenía ni un pelo.

Aquella tarde, Fernando, el más pequeño de los hermanos, aprovechando la ausencia de su mujer, se había quedado en casa cuidando de Sandra, haciendo ese rol de padre que tantas veces le habían recriminado Marisa, Julieta, y Laura, siempre que veían atareada a la pobre Rosa; también llamada como la malabarista del hogar. Pero nada más pasar veinte minutos, Lucas, el hermano de Gustavo, y marido de Blanca, vino a su casa para recoger la Black&Decker que le había prestado, y de paso, tomar unas copas en el bar del pueblo, donde acababa de llegar Gustavo para echar su partida. Fernando, como no quería dejar sola a Sandra, decidió llevársela al bar, junto con Lucas y la Black&Decker. Por el camino, se cruzaron con Luisa y Magdalena, que habían quedado en el árbol del arroyo con Roque, nieto de Marisa y Gustavo, e hijo de Laura, y a saber, si de Enrique. Fernando, viendo la oportunidad que se le presentaba, animó a su hija a acompañarlas. Sandra, que no tenía demasiado entusiasmo con la compañía de su padre, aceptó, aunque a mitad de camino se separó de Luisa y Magdalena, con la intención de volver a su casa y hacerse una merienda digna de una reina; y es que Sandra, tenía el mote de la bolita del Yucatán, por razones ligadas a su tremenda adicción por la comida.

En el árbol del arroyo, poco después, Roque saludaba calurosamente a Luisa y Magdalena, recién llegadas al lugar, algo cansadas y necesitadas de agua. Inclinándose las dos ante aquella agua fresca, bebieron durante un buen rato. Mientras, algo lejos de allí, Sandra se preparaba unas tostadas, se subía a una silla y pescaba del armario todo tipo de galletas, magdalenas, bizcochos, y demás alimentos con el azúcar por bandera. Lucas y Fernando, por su parte, llegaban al bar del pueblo, donde sentado en la mesa más vieja del local, se encontraba Gustavo, con sus amigos de toda la vida, Jacinto, el Toño, y Ramiro. Con un saludo ligero y escueto se dijeron todo lo que se tenían que decir. Gustavo continuó sumergido en su partida, mientras Lucas y Fernando se sentaron en unos taburetes viejos al borde de la barra; dos cervezas, por favor. Entretanto, a quinientos metros de la casa de Marisa, Enrique pasaba por la pastelería de Don Fermín, viudo de Leopolda, la que fue hija de los Carmona, una de las familias más detestadas del pueblo a raíz del enfrentamiento, décadas atrás, con los Rodríguez. Como era un poco tarde, poca variedad tuvo para elegir, así que Enrique, que conocía muy bien a su madre, compró el clásico pastel de nata y bizcocho.

Llegadas ya las ocho, el pequeño Bonifacio fue a casa Rosa y Fernando, aunque allí solo estaba Sandra, que le abrió la puerta con los labios repletos de chocolate y una sonrisa amplia y maliciosa. Sandra y Bonifacio se quedaron en la cocina. Pero Bonifacio, mimado como siempre, empezó a dar golpeos al balón hasta que impactó en el aceitero, saliendo disparado contra Sandra, que quedó totalmente embadurnada de aceite. Llorando y gritando salió corriendo la jovencita, mientras Bonifacio, tan valiente como su padre Carlos, marido de Julieta, se fue directamente a la cena de sus abuelos; donde estaban Rosa, Julieta, Laura, Marisa, y Blanca, que acababa de llegar preguntando por su marido, que tendría que haber vuelto a casa hacia las siete más o menos. A la vez, Enrique, con el pastel en sus brazos, pensó en pasar por casa de Fernando a pedirle una bandeja, pero al llegar allí, encontró la puerta abierta y la cocina totalmente desordenada y sucia; así que salió disparado hacia la comisaría de policía, cerrando la puerta de un portazo. Mientras, en el bar, Fernando y Lucas se alejaban de la barra para despedirse. Fernando, solo llegar a su casa, vio la cocina desordenada y un pastel encima la mesa. Que desorden, todo por un pastel, pensó. Cogió el pastel, una bandeja, y se dirigió a casa de sus padres.

En casa de los Garcia, Marisa tenía todo preparado. Sandra llegó con el vestido lleno de aceite, se agarró a Rosa, y comenzó a llorar. Julieta, la mujer de Carlos, cogió el balón de Bonifacio, salió al exterior de la casa, abrió el cubo de la basura, y encontró tirado junto con cáscaras, grasas, y demás, un libro de cocina. Al poco, llegó Fernando, con una bandeja en sus manos; le comentó a Blanca, que su marido, Lucas, ya habría llegado a su casa. Y un instante después, entró Enrique, sensiblemente irritado, porque la policía no estaba en la comisaria.
Carlos llegó a las nueve y media, con un traje de rayas y corbata blanca, totalmente desentendido con el resto de la familia. En la mesa, Marisa, Gustavo, Rosa, Fernando, el mismo Carlos, Julieta, Enrique, Laura, Sandra, y Bonifacio, esperaban a Luisa, Magdalena, y Roque, que apareció, el joven de catorce años, con la camisa a rayas desencajada, y una amplia sonrisa, así como Luisa y Magdalena, que venían algo retrasadas del joven, ambas, con los pómulos sonrojados.